Array Array - La guerra del fin del mundo

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Entre los pocos que consiguieron irse estuvieron los Vilanova. La peste les mató a los padres, a su hermana Luz María, a un cuñado y a tres sobrinos. Después de enterrar a toda esa parentela, Antonio y Honorio, mozos fuertes, quinceañeros, de pelos ensortijados y ojos claros, decidieron la fuga. Pero, en vez de enfrentarse a los capangas a faca y bala, como otros, Antonio, fiel a su vocación, los convenció de que, a cambio de un novillo, una arroba de azúcar y otra de rapadura, hicieran la vista gorda. Partieron de noche, llevándose a dos primas suyas —Antonia y Asunción Sardelinha — y los bienes de la familia: dos vacas, una acémila, una maleta de ropa y una bolsita con diez mil reis. Antonia y Asunción eran primas de los Vilanova por partida doble y Antonio y Honorio se las llevaron apiadados de su desamparo, pues la viruela las dejó huérfanas. Eran casi niñas y su presencia dificultó la marcha; no sabían andar por la caatinga y aguantaban mal la sed. La pequeña expedición, sin embargo, atravesó la Sierra de Araripe, dejó atrás San Antonio, Ouricuri, Petrolina y cruzó el río San Francisco. Cuando entraron a Joazeiro y Antonio decidió que probarían suerte en ese pueblo bahiano, las dos hermanas estaban embarazadas: Antonia de Antonio y Asunción de Honorio.

Al día siguiente, Antonio comenzó a trabajar mientras Honorio, ayudado por las Sardelinhas, levantaba un rancho. Las vacas de Assaré las habían vendido en el camino, pero conservaban la acémila y en ella cargó Antonio un perol de aguardiente que fue vendiendo, a copitas, por la ciudad. En esa acémila y luego en otra y otras cargaría las mercancías que, en los meses y años siguientes, fue llevando, al principio de casa en casa, después por los caseríos del contorno y, finalmente, a lo ancho y a lo largo de los sertones, que llegó a conocer como su mano. Comerciaba bacalao, arroz, frejol, azúcar, pimienta, rapadura, paños, alcohol y lo que le encargaran. Se convirtió en proveedor de inmensas haciendas y de pobres aparceros y sus caravanas se hicieron tan familiares como el Circo del Gitano en los poblados, las misiones y los campamentos. El almacén de Joazeiro, en la Plaza de la Misericordia, lo atendían Honorio y las Sardelinhas. Antes de diez años, se decía que los Vilanova estaban en camino de ser ricos. Entonces sobrevino la calamidad que, por segunda vez, arruinaría a la familia. Los buenos años las lluvias comenzaban en diciembre; los malos en febrero o marzo. Ese año, en mayo no había caído gota de lluvia. El San Francisco perdió dos tercios de su caudal y apenas alcanzaba a satisfacer las necesidades de Joazeiro, cuya población se cuadruplicó con los retirantes del interior.

Antonio Vilanova no cobró ese año una sola deuda y todos sus clientes, dueños de haciendas o pobres moradores, le cancelaron los pedidos. Hasta Calumbí, la mejor propiedad del Barón de Cañabrava, le hizo saber que no le compraría ni un puñado de sal. Pensando sacar provecho de la adversidad.

Antonio había enterrado los granos en cajones envueltos con lona para venderlos cuando la escasez pusiera los precios por las nubes. Pero la calamidad fue demasiado grande, incluso para sus cálculos. Pronto comprendió que si no vendía de una vez se quedaría sin compradores, pues la gente se gastaba lo poco que conservaba en misas, procesiones y ofrendas (y todo el mundo quería incorporarse a la Hermandad de Penitentes, que se encapuchaban y flagelaban) para que Dios hiciera llover. Entonces, desenterró sus cajones: los^ granos, pese a la lona, estaban podridos. Pero Antonio nunca se sentía derrotado. Él, Honorio, las Sardelinhas y hasta los niños —uno de él y tres de su hermano — limpiaron los granos como pudieron y el pregonero anunció a la mañana siguiente, en la Plaza Matriz, que por fuerza mayor el almacén de los Vilanova remataba las existencias. Antonio y Honorio se armaron y pusieron a cuatro sirvientes con palos a la vista para evitar desmanes. La primera hora todo funcionó. Las Sardelinhas despachaban en el mostrador mientras los seis hombres contenían en la puerta a la gente, dejando entrar al almacén sólo grupos de diez personas. Pero pronto fue imposible contener a la multitud que terminó por rebasar la barrera, echar abajo puertas y ventanas e invadir el almacén. En pocos minutos se apoderó de todo lo que había adentro, incluido el dinero de la caja. Lo que no pudieron llevarse lo pulverizaron. La devastación no duró más de media hora y, aunque las pérdidas fueron grandes, nadie de la familia resultó maltratado. Honorio, Antonio, las Sardelinhas y los niños, sentados en la calle, contemplaron cómo los saqueadores se retiraban del que había sido el almacén mejor provisto de la ciudad. Las mujeres tenían los ojos llorosos y los niños miraban, esparcidos por la tierra, los restos de los camastros donde dormían, la ropa que se ponían y los objetos con que jugaban. Antonio estaba pálido. «Tenemos que empezar de nuevo, compadre», murmuró Honorio. «Pero no en este pueblo», le contestó su hermano.

Antonio no había cumplido aún treinta años. Pero, por el excesivo trabajo, los fatigosos viajes, la manera obsesiva con que llevaba su negocio, parecía mayor. Había perdido pelo y la ancha frente, la barbita y el bigote le daban un aire intelectual. Era fuerte, de hombros algo caídos, y andaba con las piernas arqueadas, como un vaquero. Nunca demostró otro interés que los negocios. En tanto que Honorio iba a fiestas, y no le disgustaba beber una copita de anisado escuchando a un trovero o platicar con amigos viendo pasar por el San Francisco las embarcaciones en las que comenzaban a aparecer mascarones de proa de colores vivos, él no hacía vida social. Cuando no estaba de viaje, permanecía detrás del mostrador, verificando cuentas o ideando nuevos renglones de actividad. Tenía muchos clientes pero pocos amigos y aunque se lo veía los domingos en la Iglesia de Nuestra Señora de las Grutas y asistía alguna vez a las procesiones en las que los flagelantes de la Hermandad se martirizaban para ayudar a las almas del Purgatorio, tampoco destacaba por su fervor religioso. Era un hombre serio, sereno, tenaz, bien preparado para encarar la adversidad.

Esta vez, la peregrinación de la familia Vilanova, por su territorio agobiado de hambre y de sed, fue más larga que la que había hecho una década atrás, huyendo de la peste. Pronto se quedaron sin animales. Después de un primer choque con una partida de retirantes, a quienes los hermanos tuvieron que dispararles, Antonio decidió que esas cinco acémilas eran una tentación demasiado grande para la hambrienta humanidad que deambulaba por los sertones. De modo que en Barro Vermelho vendió cuatro de ellas por un puñado de piedras preciosas. Mataron la otra, se dieron un banquete y salaron la carne sobrante, con lo que pudieron sustentarse varios días. Uno de los hijos de Honorio murió de disentería y lo enterraron en Borracha, donde habían instalado un refugio en el que las Sardelinhas ofrecían sopas hechas de batata de imbuzeiro, mocó y xique–xique. Pero tampoco pudieron resistir mucho allí y emigraron hacia Patamuté y Mato Verde, donde Honorio fue picado por un alacrán. Cuando curó, siguieron hacia el sur, angustioso recorrido de semanas en el que sólo encontraban pueblos fantasmas, haciendas desiertas, caravanas de esqueletos que iban a la deriva, como alucinados. En Pedra Grande, otro hijo de Honorio y Asunción murió de un simple catarro. Estaban enterrándolo, envuelto en una manta, cuando, en medio de una polvareda color lacre, entraron al caserío una veintena de hombres y mujeres —había entre ellos un ser con cara de hombre que andaba a cuatro patas y un negro semidesnudo—, la mayoría pellejos adheridos a los huesos, de túnicas raídas y sandalias que parecían haber pisado todos los caminos del mundo. Los conducía un hombre alto, moreno, con cabellos hasta los hombros y ojos de azogue. Fue directamente hacia la familia Vilanova y contuvo con un gesto a los hermanos que ya bajaban el cadáver a la tumba. «¿Hijo tuyo?», preguntó a Honorio, con voz grave. Éste asintió. «No lo puedes enterrar así», dijo el moreno, con seguridad. «Hay que prepararlo y despedirlo bien, a fin de que sea recibido en la eterna fiesta del cielo.» Y antes que Honorio repusiera, se volvió a sus acompañantes: «Vamos a hacerle un entierro decente, para que el Padre lo reciba alborozado». Los Vilanova, entonces, vieron a los peregrinos animarse, correr hacia los árboles, cortarlos, clavarlos, fabricar un cajón y una cruz con una destreza que mostraba larga práctica. El moreno cogió en sus brazos al niño y lo metió en el cajón. Mientras los Vilanova rellenaban la tumba, el hombre rezó en voz alta y los otros cantaron benditos y letanías, arrodillados alrededor de la cruz. Más tarde, cuando, luego de haber descansado bajo los árboles, los peregrinos se disponían a partir, Antonio Vilanova sacó una moneda y se la alcanzó al santo. «Para mostrarte nuestro agradecimiento», insistió, al ver que el hombre no la cogía y lo miraba con burla. «No tienes nada que agradecerme», dijo, al fin. «Pero al Padre no podrías pagarle lo que le debes ni con mil monedas como ésa.» Hizo una pausa y añadió, suavemente: «No has aprendido a sumar, hijo».

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