Array Array - La guerra del fin del mundo

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—¿Quiere permanecer en Brasil, pese a la orden de expulsión? Galileo Gall se quedó mirándolo, sin responder.

—¿Es cierto su entusiasmo por lo que pasa allá en Canudos? —preguntó Epaminondas Goncalves. Estaban solos en la habitación y afuera se oía conversar a los capangas y el ruido sincrónico del mar. El dirigente del Partido Republicano Progresista lo observaba, muy serio, taconeando. Tenía el traje gris que Galileo le había visto en el despacho del Jornal de Noticias, pero en su cara no había la despreocupación y socarronería de entonces. Estaba tenso, una arruga en la frente envejecía su cara juvenil.

—No me gustan los misterios —dijo Gall—. Mejor me explica de qué se trata.

—De saber si quiere ir a Canudos a llevarles armas a los revoltosos. Galileo esperó un momento, sin decir nada, resistiendo la mirada de su interlocutor.

—Hace dos días, los revoltosos no le inspiraban simpatía —comentó, despacio—. Eso de ocupar tierras ajenas y vivir en promiscuidad le parecía cosa de animales.

—Ésa es la opinión del Partido Republicano Progresista —asintió Epaminondas Goncalves—. Y la mía, por supuesto.

—Pero… —lo ayudó Gall, adelantando un poco la cabeza.

—Pero los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos —afirmó Epaminondas Goncalves, dejando de taconear—. Bahía es un baluarte de terratenientes retrógrados, de corazón monárquico, pese a que somos República hace ocho años. Si para acabar con la dictadura del Barón de Cañabrava sobre Bahía es preciso ayudar a los bandidos y a los Sebastianistas del interior, lo haré. Nos estamos quedando cada vez más rezagados y más pobres. Hay que sacar a esta gente del poder, cueste lo que cueste, antes de que sea tarde. Si lo de Canudos dura, el gobierno de Luis Viana entrará en crisis y, tarde o temprano, habrá una intervención federal. En el momento que Río de Janeiro intervenga. Bahía dejará de ser el feudo de los Autonomistas.

—Y comenzará el reinado de los Republicanos Progresistas —murmuró Gall. —No creemos en reyes, somos republicanos hasta el tuétano de los huesos —lo rectificó Epaminondas Goncalves—. Vaya, veo que me entiende.

—Eso sí lo entiendo —dijo Galileo—. Pero no lo otro. Si el Partido Republicano Progresista quiere armar a los yagunzos, ¿por qué a través mío?

—El Partido Republicano Progresista no quiere ayudar ni tener el menor contacto con gentes que se rebelan contra la ley —silabeó Epaminondas Goncalves. —El Honorable Diputado Epaminondas Goncalves, entonces —dijo Galileo Gall—. ¿Por qué a través mío?

—El Honorable Diputado Epaminondas Goncalves no puede ayudar a revoltosos — silabeó el Director del Jornal de Noticias—. Ni nadie que esté vinculado, de cerca o de lejos, a él. El Honorable Diputado está dando una batalla desigual por los ideales republicanos y democráticos en este enclave autocrático, de enemigos poderosos, y no puede correr semejante riesgo. —Sonrió y Gall vio que tenía una dentadura blanca, voraz—. Usted vino a ofrecerse. No se me hubiera ocurrido nunca, si no hubiera sido por esa extraña visita suya, anteayer. Fue la que me dio la idea. La que me hizo pensar: «Si es tan loco para convocar un mitin público en favor de los revoltosos, lo será también para llevarles unos fusiles». —Dejó de sonreír y habló con severidad —: En estos casos, la franqueza es lo mejor. Usted es la única persona que, si es descubierta o capturada, en ningún caso podría comprometernos a mí y a mis amigos políticos. —¿Me está advirtiendo que, si fuera capturado, no podría contar con ustedes? —Ahora sí lo ha entendido —silabeó Epaminondas Goncalves—. Si la respuesta es no, buenas noches y olvídese de que me ha visto. Si es sí, discutamos el precio. El escocés se movió en el asiento, un banquito de madera que crujió. —¿El precio? —murmuró, pestañeando.

—Para mí, se trata de un servicio —dijo Epaminondas Goncalves—. Le pagaré bien y le aseguraré, luego, la salida del país. Pero si prefiere hacerlo ad honorem, por idealismo, es asunto suyo.

—Voy a dar una vuelta, afuera —dijo Galileo Gall, poniéndose de pie—. Pienso mejor cuando estoy solo. No tardaré.

Al salir del albergue le pareció que llovía, pero era el agua que salpicaban las olas. Los capangas le abrieron paso y él sintió el olor fuerte y picante de sus cachimbas. Había luna y el mar, que parecía burbujeando, despedía un aroma grato, salado, que penetraba hasta las entrañas. Galileo Gall caminó, entre la arenisca y las piedras desiertas, hasta un pequeño fuerte, en el que un cañón apuntaba al horizonte. Pensó: «La República tiene tan poca fuerza en Bahía como el Rey de Inglaterra más allá del Paso de Aberboyle, en los días de Rob Roy McGregor». Fiel a su costumbre, pese a que le bullía la sangre, trató de considerar el asunto de manera objetiva. ¿Era ético para un revolucionario conjurarse con un politicastro burgués? Sí, si la conjura ayudaba a los yagunzos. Y llevarles armas sería, siempre, la mejor manera de ayudarlos. ¿Podía él ser útil a los hombres de Canudos? Sin falsa modestia, alguien fogueado en las luchas políticas y que ha dedicado su vida a la revolución podría ayudarlos, en la toma de ciertas decisiones y a la hora de combatir. Finalmente, la experiencia sería valiosa, si la comunicaba a los revolucionarios del mundo. Tal vez dejaría sus huesos allí, pero ¿no era ese fin preferible a morir de enfermedad o de vejez? Regresó al albergue y, desde el umbral, dijo a Epaminondas Goncalves: «Soy tan loco para hacerlo». — Wonderful —lo imitó el político, con los ojos brillantes.

V

Había predicho tanto el Consejero, en sus sermones, que las fuerzas del Perro vendrían a prenderlo y a pasar a cuchillo a la ciudad, que nadie se sorprendió en Canudos cuando supieron, por peregrinos venidos a caballo de Joazeiro, que una compañía del Noveno Batallón de Infantería de Bahía había desembarcado en aquella localidad, con la misión de capturar al santo.

Las profecías empezaban a ser realidad, las palabras hechos. El anuncio tuvo un efecto efervescente, puso en acción a viejos, jóvenes, hombres, mujeres. Las escopetas y carabinas, los fusiles de chispa que debían ser cebados por el caño fueron inmediatamente empuñados y colocadas todas las balas en las cartucheras, a la vez que en los cinturones aparecían como por ensalmo facas y cuchillos y en las manos hoces, machetes, lanzas, punzones, hondas y ballestas de cacería, palos, piedras. Esa noche, la del comienzo del fin del mundo, todo Canudos se aglomeró en torno al Templo del Buen Jesús —un esqueleto de dos pisos, con torres que crecían y paredes que se iban rellenando — para escuchar al Consejero. El fervor de los elegidos saturaba el aire. Aquél parecía más retirado en sí mismo que nunca. Luego de que los peregrinos de Joazeiro le comunicaron la noticia, no hizo el menor comentario, y prosiguió vigilando la colocación de las piedras, el apisonamiento del suelo y las mezclas de arena y guijarros para el Templo con absoluta concentración, sin que nadie se atreviera a interrogarlo. Pero todos sentían, mientras se alistaban, que esa silueta ascética los aprobaba. Y todos sabían, mientras aceitaban las ballestas, limpiaban el alma de las espingardas y los trabucos y ponían a secar la pólvora, que esa noche el Padre, por boca del Consejero, los instruiría.

La voz del santo resonó bajo las estrellas, en la atmósfera sin brisa que parecía conservar más tiempo sus palabras, tan serena que disipaba cualquier temor. Antes de la guerra, habló de la paz, de la vida venidera, en la que desaparecerían el pecado y el dolor. Derrotado el Demonio, se establecería el Reino del Espíritu Santo, la última edad del mundo antes del Juicio Final. ¿Sería Canudos la capital de ese Reino? Si lo quería el Buen Jesús. Entonces, se derogarían las leyes impías de la República y los curas volverían, como en los primeros tiempos, a ser pastores abnegados de sus rebaños. Los sertones verdecerían con la lluvia, habría maíz y reses en abundancia, todos comerían y cada familia podría enterrar a sus muertos en cajones acolchados de terciopelo. Pero, antes, había que derrotar al Anticristo. Era preciso fabricar una cruz y una bandera con la imagen del Divino para que el enemigo supiera de qué lado estaba la verdadera religión. E ir a la lucha como habían ido los Cruzados a rescatar Jerusalén: cantando, rezando, vitoreando a la Virgen y a Nuestro Señor. Y como éstos vencieron, también vencerían a la República los cruzados del Buen Jesús.

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