Array Array - La guerra del fin del mundo

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Alguien, alguna vez, le oyó decir a Joao Satán que había visto morir a más gente por el alcohol, que malograba la puntería y hacía acuchillarse a los hombres por adefesios, que por la enfermedad o la sequía. Como para darle la razón, el día que lo sorprendió el Capitán Geraldo Macedo con su volante, toda la partida estaba borracha. El Capitán, a quien apodaban Cazabandidos, venía persiguiendo a Joáo desde que éste asaltó a una comitiva del Partido Autonomista Bahiano que venía de entrevistarse con el Barón de Cañabrava en su hacienda de Calumbí. Joáo emboscó a la comitiva, dispersó a sus capangas y a los políticos los despojó de valijas, caballos, ropas y dinero. El propio Barón envió un mensaje al Capitán Macedo ofreciéndole una recompensa especial por la cabeza del cangaceiro.

Ocurrió en Rosario, medio centenar de viviendas entre las que los hombres de Joáo Satán aparecieron un amanecer de febrero. Hacía poco habían tenido un choque sangriento con una banda rival, la de Pajeú, y sólo querían descansar. Los vecinos accedieron a darles de comer y Joáo pagó lo que consumieron, así como los trabucos, escopetas, pólvora y balas de que se apoderó. La gente de Rosario invitó a los cangaceiros a quedarse a la boda que se celebraría, dos días después, entre un vaquero y la hija de un morador. La capilla había sido adornada con flores y los hombres y mujeres del lugar vestían sus mejores galas ese mediodía, cuando llegó de Cumbe el Padre Joaquim para oficiar la boda. El curita estaba tan asustado que los cangaceiros se reían viéndolo tartamudear y atorarse. Antes de decir misa, confesó a medio pueblo, incluidos varios bandidos. Luego asistió a la reventazón de cohetes y al almuerzo al aire libre, bajo una ramada y brindó con los vecinos. Pero se empeñó después en regresar a Cumbe con tanta obstinación que Joáo, bruscamente, tuvo sospechas. Prohibió que nadie se moviera de Rosario y él mismo exploró el contorno, desde el lado de la serranía hasta el opuesto, un tablazo pelado. No encontró indicio de peligro. Volvió a la fiesta, cejijunto. Sus hombres, borrachos, bailaban, cantaban, mezclados con la gente. Media hora más tarde, incapaz de soportar la tensión nerviosa, el Padre Joaquim, temblando y lloriqueando le confesó que el Capitán Macedo y su volante estaban en lo alto de la sierra esperando refuerzos para atacar. Él había recibido la orden del Cazabandidos de entretenerlo valiéndose de cualquier treta. En eso, sonaron los primeros tiros, del lado del tablazo. Estaban rodeados. Joáo gritó a los cangaceiros, en el desorden, que resistieran hasta el anochecer como fuera. Pero los bandidos habían bebido tanto que ni siquiera atinaban a darse cuenta de dónde venían los disparos. Se ofrecían como blancos fáciles a los Comblain de los guardias y caían rugiendo, en medio de un tiroteo punteado por los alaridos de las mujeres que corrían tratando de escapar al fuego entrecruzado. Cuando llegó la noche sólo cuatro cangaceiros estaban de pie y Joáo, que peleaba con el hombro perforado, se desvaneció. Sus hombres lo envolvieron en una hamaca y comenzaron a escalar la sierra. Cruzaron el cerco, ayudados por una súbita lluvia torrentosa. Se refugiaron en una cueva y cuatro días después entraron a Tepidó, donde un curandero le bajó la fiebre a Joáo y le restañó la herida. Allí estuvieron dos semanas, lo que demoró Joáo Satán en poder andar. La noche que salieron de Tepidó supieron que el Capitán Macedo había decapitado los cadáveres de sus compañeros caídos en Rosario y que se había llevado las cabezas en un barril, espolvoreadas con sal, como carne de charqui.

Se lanzaron otra vez a la vida violenta, sin pensar demasiado en su buena estrella ni en la mala estrella de los otros. De nuevo anduvieron, robaron, pelearon, se escondieron y vivieron con la vida en un hilo. Joáo Satán tenía siempre en el pecho una sensación indefinible, la certeza de que, ahora sí, en cualquier momento, iba a ocurrir algo que había estado esperando desde que podía recordar.

La ermita, semiderruida, apareció en un desvío de la trocha que lleva a Cansancao. Ante medio centenar de haraposos, un hombre oscuro y larguísimo, envuelto en una túnica morada, estaba hablando. No interrumpió su perorata ni echó una ojeada a los recién venidos. Joáo sintió que algo vertiginoso bullía en su cerebro mientras escuchaba lo que el santo decía. Estaba contando la historia de un pecador que, después de haber hecho todo el daño del mundo, se arrepintió, vivió haciendo de perro, conquistó el perdón de Dios y subió al cielo. Cuando terminó su historia, miró a los forasteros. Sin vacilar, se dirigió a Joáo, que tenía los ojos bajos. «¿Cómo te llamas?», le preguntó. «Joáo Satán», murmuró el cangaceiro. «Es mejor que te llames Joáo Abade, es decir, apóstol del Buen Jesús», dijo la ronca voz.

Tres días después de haber despachado a l'Étincelle de la révolte la carta refiriendo su visita a Fray Joáo Evangelista de Monte Marciano, Galileo Gall sintió tocar la puerta del desván, en los altos de la Librería Catilina. Apenas los vio, supo que los individuos eran esbirros de la policía. Le pidieron sus documentos, examinaron lo que tenía, lo interrogaron sobre sus actividades en Salvador. Al día siguiente llegó la orden de expulsión, como extranjero indeseable. El viejo Jan van Rijsted hizo gestiones y el Doctor José Bautista de Sá Oliveira escribió al Gobernador Luis Viana ofreciéndose como garante, pero la autoridad, intransigente, notificó a Gall que abandonaría el Brasil en «La Marseillaise», rumbo a Europa, una semana más tarde. Se le daba, de gracia, un pasaje de tercera clase. A sus amigos Gall les dijo que ser desterrado —o encarcelado o muerto — es avatar de todo revolucionario y que él venía comiendo ese pan desde la infancia. Estaba seguro que, detrás de la orden de expulsión, se hallaba el cónsul inglés, o el francés o el español, pero, les aseguró, ninguna de las tres policías le pondría la mano encima, pues se haría humo en alguna de las escalas africanas de «La Marseillaise» o en el puerto de Lisboa. No parecía alarmado.

Tanto Jan van Rijsted como el Doctor Oliveira lo habían oído hablar con entusiasmo de su visita al Monasterio de Nuestra Señora de la Piedad, pero ambos se quedaron pasmados cuando les anunció que, en vista de que lo echaban de Brasil, haría, antes de irse, «un gesto por los hermanos de Canudos», convocando a un acto público de solidaridad con ellos. Citaría a los amantes de la libertad que hubiera en Bahía, para explicárselo: «En Canudos está germinando, de manera espontánea, una revolución y los hombres de progreso deben apoyarla». Jan van Rijsted y el Doctor Oliveira trataron de disuadirlo, le repitieron que era una insensatez, pero Gall intentó, de todos modos, publicar su convocatoria en el único diario de oposición. Su fracaso con el Jornal de Noticias no lo desalentó. Reflexionaba sobre la posibilidad de imprimir hojas volanderas que él mismo repartiría por las calles, cuando sucedió algo que lo hizo escribir: «¡Al fin! Vivía una vida demasiado apacible y mi espíritu comenzaba a embotarse».

Ocurrió la antevíspera de su viaje, al anochecer. Jan van Rijsted entró al desván, con su pipa crepuscular en la mano, a decirle que dos sujetos preguntaban por él. «Son capangas», le advirtió. Galileo sabía que llamaban así a los hombres que los poderosos y las autoridades empleaban para servicios turbios y, en efecto, los tipos tenían cataduras siniestras. Pero no estaban armados y se mostraron respetuosos: alguien quería verlo. ¿Se podía saber quién? No se podía. Los acompañó, intrigado. Lo llevaron desde la Plaza de la Basílica Catedral, a lo largo de la ciudad alta, y luego de la baja, y luego por las afueras. Cuando dejaron atrás, en la oscuridad, las calles adoquinadas —la rua Conselheiro Dantas, la rua de Portugal, la rua das Princesas—, los Mercados de Santa Bárbara y San Juan, y lo internaron por la trocha de carruajes que, bordeando el mar, iba a Barra, Galileo Gall se preguntó si la autoridad no habría decidido matarlo en vez de expulsarlo. Pero no se trataba de una trampa. En un albergue iluminado por una lamparilla de kerosene, lo esperaba el Director del Jornal de Noticias. Epaminondas Goncalves le extendió la mano y lo invitó a sentarse. Fue al grano sin preámbulos:

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