Array Array - La guerra del fin del mundo
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En un momento, unas mujeres entre las que reconoció a Catarina, la mujer de Joáo Abade, le pusieron en la mano unos huesos de gallina con un poco de pellejo para roer y un cazo de agua. Fue a compartir ese regalo con el periodista y el Enano pero a ambos también les habían repartido raciones parecidas. Comieron y bebieron juntos, dichosos, desconcertados con ese manjar. Porque hacía ya muchos días que se había acabado el alimento y se sabía que los restos existentes se reservaban a esos hombres que se mantenían día y noche en las trincheras y en las torres con las manos quemadas por la pólvora y los dedos encallecidos de tanto disparar.
Reanudaba el trabajo, después de esa pausa, cuando miró la torre del Templo del Buen Jesús y algo la obligó a seguir mirando. Debajo de las cabezas de yagunzos y de los cañones de fusiles y escopetas que sobresalían de los parapetos del techo y de los andamios, una figurilla de gnomo, entre el niño y el adulto, había quedado colgada, en una postura absurda, en la escalerilla que subía al campanario. Lo reconoció: era el campanero, el viejecito que cuidaba las Iglesias, el llavero y mayordomo del culto, el que, se decía, azotaba al Beatito, Había seguido subiendo, puntualmente, al campanario, todas las tardes, a tocar las campanas del Ave María, después de las cuales, con guerra o sin guerra, todo Belo Monte rezaba el rosario. Lo habían matado la víspera, sin duda, después de repicar las campanas, pues Jurema estaba segura de haberlas oído. Lo alcanzaría una bala y se quedaría enredado en la escalerita y nadie había tenido tiempo siquiera de descolgarlo.
—Era de mi pueblo —le dijo una mujer que trabajaba a su lado, señalando la torre—. Chorrochó. Era carpintero allá, cuando el ángel lo rozó.
Volvió al trabajo, olvidándose del campanero y de sí misma, y así estuvo toda la tarde, yendo de rato en rato donde el periodista. Al ponerse el sol vio que los hermanos Vilanova se alejaban corriendo hacia el Santuario y oyó que también habían pasado hacia allí, de distintas direcciones, Pajeú, Joáo Grande y Joáo Abade. Algo iba a ocurrir. Poco después, estaba inclinada, hablando al periodista miope, cuando una fuerza invisible la obligó a arrodillarse, a callarse, a apoyarse en él. «¿Qué pasa, qué pasa?», dijo éste, cogiéndola del hombro, palpándola. Y oyó que le gritaba: «¿Te han herido, estás herida?» No la había alcanzado ninguna bala. Simplemente, todas las fuerzas habían huido de su cuerpo. Se sentía vacía, sin ánimos para abrir la boca o levantar un dedo, y aunque veía sobre la suya la cara del hombre que le había enseñado la felicidad, sus ojos líquidos abriéndose y parpadeando para verla, y se daba cuenta que estaba asustado, y sentía que debía tranquilizarlo, no podía. Todo era lejano, ajeno, inventado, y el Enano estaba allí, tocándola, acariñándola, sobándole las manos, la frente, alisándole los cabellos, y hasta le pareció que también él, como el periodista miope, la besaba en las manos, en las mejillas. No iba a cerrar los ojos, porque si lo hacía moriría, pero llegó un momento en que ya no pudo tenerlos abiertos.
Cuando los abrió, ya no sentía tanto frío. Era de noche; el cielo estaba lleno de estrellas, había luna llena, y ella se apoyaba contra el cuerpo del periodista miope —cuyo olor, flacura, ruido, reconoció al instante — y allí estaba el Enano, todavía sobándole las manos. Aturdida, advirtió la alegría de los dos hombres al verla despierta y se sintió abrazada y besada por ellos de tal modo que los ojos se le aguaron. ¿Estaba herida, enferma? No, había sido la fatiga, haber trabajado tanto rato. Ya no se hallaba en el mismo sitio. Mientras permanecía desmayada había crecido de pronto el tiroteo y aparecieron los yagunzos de las trincheras del cementerio, corriendo. El Enano y el periodista tuvieron que traerla hasta esta esquina para que no la pisotearan. Pero los soldados no habían podido franquear la barrera construida en San Juan. Los escapados del cementerio y muchos yagunzos venidos de las Iglesias los habían contenido allí. Sintió que el miope le decía que la quería y en eso la tierra reventó en pedazos. Nariz y ojos se le llenaron de polvo y se sintió golpeada y aplastada, pues, por la fuerza del sacudón, el periodista y el Enano fueron aventados contra ella. Pero no tuvo miedo; se encogió bajo los cuerpos que la cubrían, haciendo esfuerzos porque salieran de su boca los ruidos necesarios a fin de saber si ellos estaban salvos. Sí, sólo magullados por la granizada de piedrecillas, residuos y astillas que la explosión diseminó. Un griterío confuso, enloquecido, multitudinario, disonante, incomprensible, encrespaba la oscuridad. El miope y el Enano se incorporaron, la ayudaron a sentarse, los tres se apretaron contra el único muro que seguía en pie en esa esquina. ¿Qué había sucedido, qué estaba sucediendo?
Corrían sombras en todas direcciones, alaridos espantosos rasgaban el aire, pero lo raro, para Jurema, que había replegado sobre sí las piernas y apoyaba la cabeza en el hombro del periodista miope, era que junto a los llantos, rugidos, quejidos, lamentos, estaba oyendo risas, carcajadas, vítores, cantos, y, ahora, un solo canto, vibrante, marcial, entonado estruendosamente por centenares de gargantas. —La Iglesia de San Antonio —dijo el Enano—. Le han dado, la han tumbado. Miró y en la tenue luminosidad lunar, allá arriba, donde se estaba disipando, empujada por una brisa que venía del río, la humareda que la ocultaba, vio la silueta maciza, imponente, del Templo del Buen Jesús, pero no la del campanario y techo de San Antonio. Ése había sido el estruendo. Los alaridos y llantos eran de los que habían caído con la Iglesia, de los que la Iglesia había aplastado y pese a ello no habían muerto. El periodista miope, teniéndola siempre abrazada, preguntaba a voces qué sucedía, qué eran esas risas y cantos y el Enano dijo que eran los soldados, locos de alegría. ¡Los soldados! ¡Las voces, el canto de los soldados! ¿Cómo podían estar tan cerca? Las exclamaciones de triunfo se confundían en sus oídos con los ayes y parecían aún más próximos que ésos. Al otro lado de esa barrera que había ayudado a construir, se apiñaba una muchedumbre de soldados, cantando, lista para cruzar los pocos pasos que los separaban de ellos tres. «Padre —rezó—, te pido que nos maten juntos.» Pero, curiosamente, la caída de San Antonio, en vez de atizar la guerra pareció interrumpirla. Poco a poco, sin moverse de ese rincón, escucharon disminuir los gritos de dolor y de triunfo, y, luego, una calma que no había reinado en varias noches. No se oían cañonazos ni balas, sino llantos y quejidos aislados, como si los combatientes hubieran acordado una tregua para descansar. A ratos, les parecía que se dormía y cuando despertaba no sabía si había pasado un segundo o una hora. Cada vez, seguía en el mismo lugar, abrigada entre el periodista miope y el Enano.
Y en una de esas veces vio a un yagunzo de la Guardia Católica, que se despedía de ellos. ¿Qué quería? El Padre Joaquim los mandaba llamar. «Le dije que no podías moverte», murmuró el miope. Un momento después, trotando en la oscuridad, apareció el cura de Cumbe. «¿Por qué no vinieron?», lo oyó decir, de una manera rara, y pensó: «Pajeú».
—Jurema está agotada —oyó decir al periodista miope—. Se ha desmayado varias veces.
—Tendrá que quedarse, entonces —repuso el Padre Joaquim, con la misma voz extraña, no furiosa, más bien rajada, desalentada, entristecida—. Ustedes dos vengan conmigo. —¿Quedarse? —oyó murmurar al periodista miope, sintiéndolo que se ponía tenso y enderezaba.
—Silencio —ordenó el cura. Susurró —: ¿No quería tanto marcharse? Tendrá su oportunidad. Pero, ni una palabra. Vengan.
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