Array Array - La guerra del fin del mundo

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Ahora el Beatito tiene la seguridad de que esa boca no se abrirá más. «Sólo su otra boca habla», piensa. ¿Cuál es el mensaje de ese estómago que se desagua y se desvienta desde hace seis, siete, diez días? Lo angustia pensar que en esos cuescos y en esa aguadija hay un mensaje dirigido a él, que pudiera malinterpretar, no oír. Él sabe que nada es accidental, que la casualidad no existe, que todo tiene un sentido profundo, una raíz cuyas ramificaciones conducen siempre al Padre y que si uno es lo bastante santo puede vislumbrar ese orden milagroso y secreto que Dios ha instaurado en el mundo. El Consejero está otra vez mudo, como si nunca hubiera hablado. El Padre Joaquim, en una esquina de la cabecera, mueve los labios, rezando en silencio. Los ojos de todos brillan. Nadie se ha movido, pese a que todos intuyen que el santo ha dicho lo que tenía que decir. La hora nona. El Beatito sospechó que se avecinaba desde la muerte del carnerito blanco por una bala perdida, cuando, tenido por Alejandrinha Correa, acompañaba al Consejero de vuelta al Santuario, después de los consejos. Ésa fue una de las últimas veces que el Consejero salió del Santuario. «Ya no se le oía la voz, ya estaba en el huerto de los olivos.» Haciendo un esfuerzo sobrehumano, todavía abandonaba el Santuario cada tarde para trepar los andamios, rezar y dar consejos. Pero su voz era un susurro apenas comprensible para los que estaban a su lado. El propio Beatito, que permanecía dentro de la pared viva de la Guardia Católica, sólo escuchaba palabras sueltas. Cuando la Madre María Quadrado le preguntó si quería que enterraran en el Santuario a ese animalito santificado por sus caricias, el Consejero dijo que no y dispuso que sirviera de alimento a la Guardia Católica.

En ese momento la mano derecha del Consejero se mueve, buscando algo; sus dedos nudosos suben, caen sobre el colchón de paja, se encogen y estiran. ¿Qué busca, qué quiere? El Beatito ve en los ojos de María Quadrado, de Joáo Grande, de Pajeú, de las beatas, su misma ansiedad. —León, ¿estás ahí?

Siente una puñalada en el pecho. Hubiera dado cualquier cosa porque el Consejero pronunciara su nombre, porque su mano lo buscara a él. El León de Natuba se empina y avanza la gran cabeza greñuda hacia esa mano, para besarla. Pero la mano no le da tiempo, pues apenas siente la proximidad de esa cara, trepa por ella con rapidez y hunde los dedos en las greñas tupidas. Al Beatito las lágrimas le nublan lo que ocurre. Pero no necesita verlo, sabe que el Consejero está rascando, espulgando, acariciando con sus últimas tuerzas, como lo ha visto hacer a lo largo de los años, la cabeza del León de Natuba.

La furia del estruendo que remece el Santuario, lo obliga a cerrar los ojos, a encogerse, a alzar las manos ante lo que parece una avalancha de piedras. Ciego, oye el ruido, los gritos, las carreras, se pregunta si ha muerto y si es su alma la que tiembla. Por fin, oye a Joáo Abade: «Cayó el campanario de San Antonio». Abre los ojos. El Santuario se ha llenado de polvo y todos han cambiado de lugar. Se abre camino hacia al camastro, sabiendo lo que le espera. Divisa entre la polvareda la mano quieta sobre la cabeza del León de Natuba, arrodillado en la misma postura. Y ve al Padre Joaquim, con la oreja pegada al pecho flaco. Luego de un momento, el párroco se incorpora, desencajado: —Ha rendido su alma a Dios —balbucea y la frase es para los presentes más estruendosa que el estrépito de afuera.

Nadie Hora a gritos, nadie cae de rodillas. Quedan convertidos en piedras. Evitan mirarse unos a otros, como si, al encontrarse, sus ojos fueran a revelar suciedades recíprocas, a rebasar por ellos, en ese momento supremo, vergüenzas íntimas. Llueve polvo del techo, de las paredes, y los oídos del Beatito, como los de otra persona, siguen oyendo, afuera, cerca y lejísimos, alaridos, llantos, carreras, chirridos, desprendimientos, y los rugidos con que los soldados de las trincheras de las que eran las calles de San Pedro y San Cipriano y el viejo cementerio, celebran la caída de la torrecilla de la Iglesia a la que tanto han cañoneado. Y la mente del Beatito, como si fuera de otro, imagina a las decenas de hombres de la Guardia Católica que han caído con el campanario, y las decenas de heridos, enfermos, inválidos, parturientas, recién nacidos y viejos centenarios que estarán en estos momentos apachurrados, quebrados, triturados, bajo los adobes, las piedras y las vigas, muertos, ya salvados, ya cuerpos gloriosos subiendo la dorada escalera de los mártires hacia el trono del Padre, o, acaso, aún agonizando en medio de espantosos dolores entre escombros humeantes. Pero, en realidad, el Beatito no oye ni ve ni piensa: el mundo se ha vaciado, él ha quedado sin carne, sin huesos, es una pluma flotando desamparada en los remolinos de un precipicio. Ve, como si fueran los ojos de otro los que vieran, que el Padre Joaquim coge la mano del Consejero de las crenchas del León de Natuba y la deposita junto a la otra, sobre el cuerpo. Entonces, el Beatito se pone a hablar, con la entonación grave, honda, con que salmodia en la Iglesia y en las procesiones:

—Lo llevaremos al Templo que mandó construir y lo velaremos tres días y tres noches, para que todos los hombres y mujeres puedan adorarlo. Y lo llevaremos en procesión por todas las casas y calles de Belo Monte para que por última vez su cuerpo purifique a la ciudad de la ignominia del Can. Y lo enterraremos bajo el Altar Mayor del Templo del Buen Jesús y plantaremos sobre su sepultura la cruz de madera que él hizo con sus manos en el desierto.

Se persigna devotamente y todos se persignan, sin apartar la vista del camastro. Los primeros sollozos que el Beatito oye son los del León de Natuba; su cuerpecillo jiboso y asimétrico se contorsiona todo con el llanto. El Beatito se pone de rodillas y todos lo imitan; ahora puede oír otros sollozos. Pero es la voz del Padre Joaquim, rezando en latín, la que toma posesión del Santuario, y durante un buen rato borra los ruidos de afuera. Mientras reza, con las manos juntas, volviendo lentamente en sí, recuperando sus oídos, sus ojos, su cuerpo, esa vida terrenal que parecía haber perdido, el Beatito siente aquella infinita desesperación que no había sentido desde que, niño, oyó decir al Padre Moraes que no podía ser sacerdote porque era hijo espúreo. «¿Por qué nos abandonas en estos momentos, padre?» «¿Qué vamos a hacer sin ti, padre?» Recuerda el alambre que el Consejero puso en su cintura, en Pombal, y que él todavía lleva allí, herrumbroso y torcido, ya carne de su carne, y se dice que ahora ésa es reliquia preciosa, como todo lo que el santo tocó, vistió o dijo a su paso por la tierra.

—No se puede, Beatito —afirma Joáo Abade.

El Comandante de la Calle está arrodillado a su lado y tiene los ojos inyectados y la voz altanera. Pero hay una seguridad rotunda en lo que dice:

—No podemos llevarlo al Templo del Buen Jesús ni enterrarlo como quieres. ¡No podernos hacer eso a la gente. Beatito! ¿Quieres clavarles una faca en la espalda? ¿Les vas a decir que se ha muerto por el que están peleando, a pesar de que ya no hay balas ni comida? ¿Vas a hacer una crueldad así? ¿No sería peor que las maldades de los masones?

—Tiene razón, Beatito —dice Pajeú—. No podemos decirles que se ha muerto. No ahora, no en estos momentos. Todo se vendría abajo, sería la estampida, la locura de la gente. Hay que ocultarlo, si queremos que sigan peleando.

—No sólo por eso —dice Joáo Grande y ésta es la voz que más lo asombra, pues ¿desde cuándo abre la boca para opinar ese gigantón tímido al que siempre ha habido que sacarle las palabras a la fuerza?—. ¿Acaso no buscarán los perros sus restos con todo el odio del mundo para deshonrarlos? Nadie debe saber dónde está enterrado. ¿Quieres que los herejes encuentren su cuerpo, Beatito?

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