Array Array - La guerra del fin del mundo

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Una de las piernas del periodista miope se estiró y, depués de presionar un poco, se deslizó entre las suyas. Inmóvil, sintiendo un ramalazo de calor en la cara, Jurema imaginó que en este mismo instante iba a tener deseo de ella y que, a plena luz, como lo hacía en la oscuridad, iba a desabotonarse el pantalón, alzarle las faldas y acomodarla para entrar en ella, gozar de ella y hacerla gozar. Una vibración la recorrió de los cabellos a los pies. Cerró los ojos y permaneció quieta, tratando de oír los tiros, de recordar la guerra tan próxima, pensando en las Sardelinhas y en Catarina y en las otras que gastaban sus últimas fuerzas en cuidar a los heridos y a los enfermos y a los recién nacidos en las dos últimas Casas de Salud y en los viejecillos que todo el día acarreaban muertos al osario. De este modo, consiguió que aquella sensación, tan nueva en su vida, se apagara. Había perdido la vergüenza. No sólo hacía cosas que eran pecado: pensaba en hacerlas, deseaba hacerlas. «¿Estoy loca?», pensó. «¿Poseída?» Ahora que iba a morir, cometía con el cuerpo y con el pensamiento pecados que nunca cometió. Porque, a pesar de haber sido antes de dos hombres, sólo ahora había descubierto que también el cuerpo podía ser feliz, en los brazos de este ser que el azar y la guerra (¿o el Perro?) habían puesto en su camino. Ahora sabía que el amor era también una exaltación de la piel, un encandilamiento de los sentidos, un vértigo que parecía completarla. Se estrechó contra el hombre que dormía junto a ella, pegó su cuerpo al de él lo más estrechamente que pudo. A su espalda, el Enano volvió a moverse. Lo sentía, menudo, encogido, buscando su calor.

Sí, había perdido la vergüenza. Si alguien le hubiera dicho alguna vez que un día dormiría así, apretada entre estos dos hombres, aunque uno de ellos fuera enano, se hubiera espantado. Si alguien le hubiera dicho que un hombre con el que no estaba casada le alzaría las faldas y la tomaría a la vista de otro que permanecía allí, a su lado, durmiendo o haciéndose el dormido, mientras ellos gozaban y se decían boca contra boca que se amaban, Jurema se hubiera aterrado, tapado los oídos. Y, sin embargo, ocurría cada noche, desde esa tarde, y en vez de avergonzarla y asustarla le parecía natural y la hacía feliz. La primera noche, al ver que se abrazaban y besaban como si estuvieran solos en el mundo, el Enano les preguntó si querían que se fuera. No, no, él era tan necesario y querido para ambos como antes. Y era cierto.

El tiroteo aumentó de pronto y, durante unos segundos, fue como si estuviera dentro de la vivienda, sobre sus cabezas. El foso se llenó de tierra y pólvora. Encogida, con los ojos cerrados, Jurema esperó, esperó el disparo, la descarga, el golpe, el derrumbe. Pero un momento después los disparos se habían alejado. Al reabrir los ojos, se encontró con la mirada blanca y acuosa que parecía resbalar sobre ella. El pobre se había despertado y estaba otra vez muerto de miedo.

«Creí que era pesadilla», dijo a su espalda el Enano. Incorporado, asomaba la cabeza por

el filo del foso. Jurema también espió, arrodillada, mientras el periodista miope permanecía tendido. Mucha gente corría por Niño Jesús hacia Campo grande.

—¿Qué pasa? —oyó, a sus pies—. ¿Qué están viendo?

—Muchos yagunzos —se le adelantó el Enano—. Vienen de donde Pedráo. Y en eso la puerta se abrió y Jurema vio un racimo de hombres en la abertura. Uno de ellos era el yagunzo jovencito que había encontrado en las faldas de Cocorobó, el día que llegaron los soldados.

—Vengan, vengan —les gritó, con un vozarrón que sobresalía del tiroteo —: Vengan a ayudar.

Jurema y el Enano ayudaron al periodista miope a salir del foso y lo guiaron a la calle. Ella estaba acostumbrada, desde siempre, a hacer automáticamente las cosas que alguien, con autoridad o poder, le decía que hiciera, de modo que no le costaba nada, en casos como éste, salir de la pasividad y trabajar codo a codo con la gente, en lo que fuera, sin preguntar qué hacían y por qué. Pero, con este hombre junto al que corría por el callejón del Niño Jesús, eso había cambiado. Él quería saber qué ocurría, a derecha y a izquierda, adelante y atrás, por qué se hacían y decían las cosas, y era ella quien debía averiguarlo para satisfacer su curiosidad, devoradora como su miedo. El yagunzo jovencito de Cocorobó les explicó que los perros atacaban las trincheras del cementerio desde esta madrugada. Habían lanzado dos asaltos y, aunque sin llegar a ocuparlas, se habían apoderado de la esquina del Bautista, acercándose de este modo, por la espalda, al Templo del Buen Jesús. Joáo Abade había decidido levantar una nueva barrera, entre las trincheras del cementerio y las Iglesias, por si Pajeú se veía obligado a replegarse una vez más. Para eso recolectaban gente, para eso venían ellos que estaban con Pedráo en las trincheras de la Madre Iglesia. El yagunzo jovencito se adelantó, apurando la carrera. Jurema sentía jadear al periodista miope y lo veía tropezar contra las piedras y huecos de Campo Grande y estaba segura que, como ella, pensaba en este momento en Pajeú. Ahora sí, se encontrarían con él. Sintió que el periodista miope apretaba su mano y le devolvió el apretón.

No había vuelto a ver a Pajeú desde la tarde en que descubrió la felicidad. Pero ella y el periodista miope habían hablado mucho del caboclo de la cara cortada al que ambos sabían una amenaza aún más grave para su amor que los propios soldados. Desde aquella tarde habían estado escondiéndose en los refugios del Norte de Canudos, la zona más alejada de la Fazenda Velha; el Enano hacía incursiones para saber de Pajeú. La mañana que el Enano —estaban bajo una techumbre de latas, en el callejón de San Eloy, detrás del Mocambo — vino a contarles que el Ejército asaltaba la Fazenda Velha, Jurema había dicho al periodista miope que el caboclo defendería sus trincheras hasta que lo mataran. Pero esa misma noche supieron que Pajeú y los sobrevivientes de la Fazenda Velha estaban en esas trincheras del cementerio que se hallaban ahora a punto de caer. Había llegado, pues, la hora de enfrentarse con Pajeú. Ni siquiera este pensamiento pudo privarla de esa felicidad que había pasado a ser, como los huesos y la piel, parte de su cuerpo.

La felicidad la salvaba a ella, como la miopía y el miedo al que llevaba de la mano, y como la fe, el fatalismo o la costumbre a quienes tenían todavía fuerzas y bajaban también, corriendo, cojeando, andando, a levantar esa barrera, de ver lo que sucedía a su alrededor, de reflexionar y sacar las conclusiones que el sentido común, la razón o el simple instinto hubieran podido sacar de ese espectáculo: esas callecitas antes de tierra y cascajo que eran ahora subibajas agujereados por los obuses, sembradas de desechos de las cosas fulminadas por las bombas o echadas abajo por los yagunzos para levantar parapetos, y esos seres tumbados que a duras penas podían ya ser llamados hombres o mujeres porque ya no quedaban rasgos en sus caras ni luz en sus ojos ni ánimo en sus músculos, pero que por alguna perversa absurdidad aún vivían.

Jurema los veía y no se daba cuenta que estaban allí, confundibles ya con los cadáveres que los viejos no habían tenido tiempo de recoger y que sólo se diferenciaban de ellos por el número de moscas que los cubrían y el grado de pestilencia que expulsaban. Veía y no veía los buitres que revoloteaban sobre ellos y a veces también caían muertos por las balas, y a esos niños que con aire sonámbulo escarbaban las ruinas o masticaban tierra.

Había sido una larga carrera y, cuando se detuvieron, tuvo que cerrar los ojos y apoyarse contra el periodista miope, hasta que el mundo dejara de girar.

El periodista le preguntó dónde estaban. A Jurema le costó descubrir que el irreconocible lugar era el callejón de San Juan, pequeño paso entre las casitas apiñadas alrededor del cementerio y la espalda del Templo en construcción. Todo era escombros, fosos, y una muchedumbre se agitaba, cavando, llenando sacos, latas, cajas, barriles y toneles con tierra y arena y arrastrando maderas, tejas, ladrillos, piedras, adobes y hasta esqueletos de animales a la barrera que se iba alzando donde, antes, una cerca de estacas limitaba el cementerio. El tiroteo había cesado a los oídos de Jurema, ensordecidos, ya no lo distinguían de los otros ruidos. Le decía al periodista miope que Pajeú no estaba allí y sí, en cambio, Antonio y Honorio Vilanova, cuando un tuerto les rugió que qué esperaban. El periodista miope se dejó caer al suelo y comenzó a escarbar. Jurema le procuró un fierro para que pudiera hacerlo mejor. Y ella se hundió, entonces, una vez más, en la rutina de llenar costales, llevarlos adonde le decían, y picar paredes para reunir piedras, ladrillos, tejas y maderas, que reforzaran esa barrera ya ancha y alta de varios metros. De rato en rato, iba adonde el periodista miope amontonaba arena y cascajo a hacerle saber que estaba cerca. No se daba cuenta que, detrás de la espesa barrera, el tiroteo renacía, amenguaba, cesaba y resucitaba y que, de tanto en tanto, grupos de viejos pasaban con heridos hacia las Iglesias.

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