Array Array - La guerra del fin del mundo
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El Padre Joaquim comenzó a relajarse. Fue ella la primera en ponerse de pie, sobreponiéndose y cortando de este modo el tartamudeo del periodista —«Jurema no puede, yo, yo…» — y demostrándole que sí podía, que ahí estaba, caminando tras la sombra del cura. Segundos después corría, de la mano del miope y del Enano, entre las ruinas y los muertos y malheridos de la Iglesia de San Antonio, aún sin creer lo que había oído.
Se dio cuenta que iban al Santuario, entre un rompecabezas de galerías y parapetos con hombres armados. Se abrió una puerta y vio, a la luz de una lamparilla, a Pajeú. Sin duda pronunció su nombre, alertando al periodista miope, pues éste, en el acto, estalló en estornudos que lo doblaron en dos. Pero no era por el caboclo que el Padre Joaquim los había traído hasta aquí, pues Pajeú no les prestaba atención. Ni los miraba. Estaban en el cuartito de las beatas, la antesala del Consejero, y por las rendijas Jurema veía, arrodilladas, al Coro Sagrado y a la Madre María Quadrado y los perfiles del Beatito y del León de Natuba. El estrecho recinto, además de Pajeú, estaban Antonio y Honorio Vilanova y las Sardelinhas y en las caras de todos ellos, como en la voz del Padre Joaquim, había algo inusitado, irremediable, fatídico, desesperado y salvaje. Como si no hubieran entrado, como si no estuvieran allí, Pajeú seguía hablando a Antonio Vilanova: oiría tiros, desorden, entrevero, pero aún no debían moverse. Hasta que sonaran los pitos. Entonces sí: ése era el momento de correr, de volar, de escabullirse como raposas. El caboclo hizo una pausa y Antonio Vilanova asintió, fúnebre. Pajeú habló de nuevo: «No dejen de correr por ningún motivo. Ni para recoger al que se cae ni para volver atrás. Depende de eso y del Padre. Si llegan al río antes de que se den cuenta, pasarán. Al menos, tienen una posibilidad».
—Pero tú no tienes ninguna de salir de ahí, ni tú ni nadie que se meta contigo al campamento de los perros —gimió Antonio Vilanova. Estaba llorando. Cogió de los brazos al caboclo y le imploró —: No quiero salir de Belo Monte y menos a costa de tu sacrificio. Tú haces más falta que yo. ¡Pajeú, Pajeú! El caboclo se zafó de sus manos con una especie de disgusto. —Tiene que ser antes de que claree —dijo, con sequedad—. Entonces no se podría. Se volvió a Jurema, el miope y el Enano, que permanecían petrificados. —Van a ir ustedes también, porque así lo quiere el Consejero —dijo, como si hablara a través de los tres, a alguien que no podían ver—. Primero hasta la Fazenda Velha, agachados, en fila. Y, donde digan los párvulos, esperarán los pitos. Cruzarán el campamento, correrán hasta el río. Pasarán, si el Padre lo permite. Calló y observó al miope, quien, temblando como una hoja, abrazaba a Jurema. —Estornude ahora —le dijo, sin cambiar de tono—. No después. No cuando estén esperando los pitos. Si estornuda ahí, le clavarán una faca en el corazón. No sería justo que por sus estornudos capturaran a todos. Alabado sea el Buen Jesús Consejero.
Cuando los oye, el soldado Queluz está soñando con el ordenanza del Capitán Oliveira, un soldado pálido y jovencito al que ronda hace tiempo y al que esta mañana vio cagando, acuclillado detrás de un montículo de piedras, junto a las aguadas del Vassa Barris. Conserva, intacta, la imagen de esas piernas lampiñas y de esas nalgas blancas que entrevió, suspendidas en el aire de la madrugada, como una invitación. Es tan nítida, consistente, vivida, que la verga del soldado Queluz se endereza, hinchando su uniforme y despertándolo. El deseo es tan imperioso que, a pesar de que las voces siguen ahí y de que ya no tiene más remedio que admitir que son de traidores y no de patriotas, su primer movimiento no es coger el fusil sino llevarse las manos a la bragueta para acariciarse la verga inflamada por el recuerdo de las nalgas redondas del ordenanza del Capitán Oliveira. Súbitamente, comprende que está solo, en medio descampado, junto a enemigos, y se despierta del todo y permanece rígido, la sangre helada en sus venas. ¿Y Leopoldinho? ¿Han matado a Leopoldinho? Lo han matado: ha oído, clarito, que el centinela no alcanzó a dar un grito, ni a saber que lo mataban. Leopoldinho es el soldado con el que comparte el servicio, en ese terral que separa la Favela del Vassa Barris, donde se halla el Quinto Regimiento de Infantería, el buen compañero con el que se turnan para dormir, lo que hace más llevaderas las guardias.
—Mucho, mucho ruido, para que nos crean más —dice el que los manda—. Y, sobre todo, marearlos, que no les quede tiempo ni ganas de mirar el río. —O sea, armar la gran feria, Pajeú —dice otro.
Queluz piensa: «Pajeú». Ahí está Pajeú. Tumbado en pleno campo, rodeado de yagunzos que acabarán con él en un dos por tres si lo descubren, al saber que en esas sombras, a su alcance, está uno de los más feroces bandidos de Canudos, esa presa mayor, Queluz tiene un impulso que por poco lo levanta en peso, de coger el fusil y fulminar al monstruo. Se ganaría la admiración del mundo, del Coronel Medeiros, del General Osear. Le darían las insignias de cabo que le están debiendo. Porque, aunque por tiempo de servicios y comportamiento en acción, ha debido ser ascendido hace tiempo, siempre lo postergan con el estúpido pretexto de que ha sido azotado demasiadas veces por inducir a los reclutas a cometer con él lo que el Padre Lizzardo llama «pecado nefando». Vuelve la cabeza y, en la luminosidad clara de la noche, ve las siluetas, veinte, treinta. ¿Cómo no lo han pisado? ¿Por qué milagro no lo han visto? Moviendo sólo los ojos, trata de reconocer, entre las caras borrosas, la famosa cicatriz. Es Pajeú quien habla, está seguro, quien recuerda a los demás que antes de los fusiles usen los cartuchos pues la dinamita hace más ruido, y que nadie toque los pitos antes que él. Lo oye despedirse de una manera que da risa: Alabado sea el Buen Jesús Consejero. El grupo se pulveriza en sombras que desaparecen en dirección al Regimiento.
No duda más. Se incorpora, coge su fusil, lo rastrilla, apunta hacia donde se alejan los yagunzos y dispara. Pero el gatillo no se mueve, aunque aprieta con todas sus fuerzas. Maldice, escupe, tiembla de cólera por la muerte de su compañero, y a la vez que murmura «¿Leopoldinho estás ahí?», vuelve a rastrillar el arma y trata otra vez de disparar un tiro que alerte al Regimiento. Está sacudiendo el fusil para hacerlo entrar en razón, para que entienda que no se puede encasquillar ahora, cuando oye varias explosiones. Ya está, ya se metieron al campamento. Es su culpa. Ya están reventando cartuchos de dinamita sobre los compañeros dormidos. Ya está, los hijos de puta, los malditos, están haciendo una gran carnicería con los compañeros. Y es su culpa. Confuso, enfurecido, no sabe qué hacer. ¿Cómo han podido llegar hasta aquí sin ser descubiertos? Porque, no hay duda, estando Pajeú entre ellos, éstos han salido de Canudos y cruzado las trincheras de los patriotas para llegar hasta aquí a atacar el campamento por la espalda. ¿Qué lleva a Pajeú a meterse con veinte o treinta a un campamento de quinientos? Ahora, en todo el sector ocupado por el Quinto Regimiento de Infantería, hay bullicio, movimiento, tiros. Siente desesperación. ¿Qué va a ser de él? ¿Qué explicación va a dar cuando le pregunten por qué no dio la alerta, por qué no disparó, gritó o lo que fuera cuando mataron a Leopoldinho? ¿Quién lo libra de una nueva tanda de azotes?
Estruja el fusil, ciego de rabia, y se escapa el tiro. Le roza la nariz, le deja un relente cálido de pólvora. Que su arma funcione lo anima, le devuelve ese optimismo que, a diferencia de otros, él no ha perdido en estos meses, ni siquiera cuando moría tanta gente y pasaban tanta hambre. Sin saber qué va a hacer, corre a campo traviesa, en dirección a esa feria sangrienta que, en efecto, están armando los yagunzos, y dispara al aire los cuatro tiros que le quedan, diciéndose que una prueba de que no estaba dormido, de que ha peleado, es el caño de su fusil quemando. Tropieza y cae de bruces. «¿Leopoldinho? —dice—, ¿Lepoldinho?» Palpa el suelo, delante, atrás, a los costados. Sí, es él. Lo toca, lo mueve. Los malditos. Escupe el mal gusto, contiene una arcada. Le han hundido el pescuezo, lo han degollado como a un carnero, su cabeza parece la de un pelele cuando lo alza, cogiéndolo de las axilas. «Malditos, malditos», dice, y, sin que ello lo distraiga del dolor y la ira por la muerte de su compañero se le ocurre que entrar al campamento con el cadáver convencerá al Capitán Oliveira de que no estaba durmiendo cuando llegaron los bandidos, que se les enfrentó. Avanza despacio, balanceándose con Leopoldinho a cuestas, y escucha, entre los tiros y el trajín del campamento, un ulular agudo, penetrante, de pájaro desconocido, al que siguen otros. Los pitos. ¿Qué quieren? ¿Por qué entran los fanáticos traidores al campamento tirando dinamita para ponerse a soplar pitos? Se tambalea con el peso y se pregunta si no es mejor pararse a descansar. A medida que se acerca a las barracas se da cuenta del caos que allí reina; los soldados, arrancados del sueño por las explosiones, disparan a tontas y a locas, sin que los gritos y rugidos de los oficiales pongan orden. En ese instante, Leopoldinho se estremece. La sorpresa de Queluz es tan grande que lo suelta. Se deja caer a su lado. No, no está vivo. ¡Qué tonto! Ha sido el impacto de un proyectil lo que lo ha remecido. «Es la segunda vez que me salvas esta noche, Leopoldinho», piensa. Esa cuchillada se la pudieron dar a él, esa bala pudo ser para él. Piensa: «Gracias, Leopoldinho». Está contra el suelo, pensando que sería el colmo ser abaleado por los propios soldados del Regimiento, disgustado otra vez, confuso otra vez, sin saber si seguir allí hasta que amaine el tiroteo o intentar de todos modos llegar a las barracas.
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