Array Array - La guerra del fin del mundo
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El Beatito siente sus dientes chocando, como si tuviera las fiebres. Cierto, cierto, en su afán de rendir homenaje al amado maestro, de darle un velatorio y un entierro a la altura de su majestad, ha olvidado que los perros están apenas a unos pasos y que, en efecto, se encarnizarían como lobos rapaces contra sus despojos. Ya está, ahora comprende — es como si el techo se abriera y una luz cegadora, con el Divino en el centro, lo iluminara — por qué el Padre se lo ha llevado precisamente ahora y cuál es la obligación de los apóstoles: preservar sus restos, impedir que el demonio los mancille.
—Cierto, cierto —exclama, compungido—. Perdónenme, el dolor me ha turbado, tal vez el Maligno. Ahora entiendo, ahora sé. No diremos que ha muerto. Lo velaremos^ aquí, lo enterraremos aquí. Cavaremos su tumba y nadie, salvo nosotros, sabrá dónde. Ésa es la voluntad del Padre.
Hace un instante estaba resentido con Joáo Abade, Pajeú y Joáo Grande por oponerse a la ceremonia fúnebre y ahora, en cambio, se siente agradecido a ellos por haberle ayudado a descifrar el mensaje. Menudo, frágil, precario, lleno de energía, impaciente, se mueve entre las beatas y los apóstoles, empujándolos, urgiéndolos a dejar de llorar, a romper esa parálisis que es trampa del Demonio, implorándoles que se levanten, se muevan, traigan picos, azadas, para cavar. «No hay tiempo, no hay tiempo», los asusta. Y así consigue contagiarlos: se levantan, se secan los ojos, se animan, se miran, asienten, se codean. Es Joáo Abade, con el sentido práctico que nunca lo abandona, quien urde la piadosa mentira para los hombres de los parapetos que protegen el Santuario: van a abrir, como se ha hecho en tantas viviendas de Belo Monte, uno de esos túneles que comunican entre sí a las trincheras y las casas, por si los perros bloquean al Santuario. Joáo Grande sale y vuelve con unas palas. De inmediato comienzan a excavar, junto al camastro.
Así lo siguen haciendo, de cuatro en cuatro, turnándose una y otra vez, y volviendo, cuando dejan las palas, a arrodillarse y a rezar. Así lo seguirán haciendo varias horas, sin darse cuenta que afuera ha oscurecido, que la Madre de los Hombres prende una lamparilla de aceite, y que, afuera, el tiroteo, los gritos de odio o de victoria, se han reanudado, interrumpido y vuelto a reanudar. Cada vez que alguien, junto a la pirámide de tierra que se ha ido levantando a la vez que el pozo se hundía, pregunta, el Beatito dice: «Más hondo, más hondo».
Cuando la inspiración le dice que ya basta, todos, empezando por él, están rendidos, los pelos y las pieles embarrados de tierra. El Beatito tiene la sensación de vivir un sueño los momentos que siguen, cuando, cogiendo él la cabeza, la Madre María Quadrado una de las piernas, Pajeú la otra, Joáo Grande uno de los brazos, el Padre Joaquim el otro, alzan el cuerpo del Consejero para que las beatas puedan colocar bajo él la esterilla de paja que será su sudario. Cuando ya está allí el cuerpo, María Quadrado le pone sobre el pecho el crucifijo de metal que era el único objeto que decoraba las paredes del Santuario y el rosario de cuentas oscuras que lo acompaña desde que todos ellos recuerdan. Vuelven a cargar los restos, envueltos por la esterilla, y Joáo Abade y Pajeú los reciben en el fondo del foso. Mientras el Padre Joaquim ora en latín, otra vez trabajan por turnos, acompañando las paladas de tierra con los rezos. En esa extraña sensación de sueño a la que contribuye la rancia luz, el Beatito ve que hasta el León de Natuba, brincando entre las piernas de los demás, ayuda a rellenar la sepultura. Mientras trabaja, controla su tristeza. Se dice que este velatorio humilde y esta tumba pobre sobre la que no se pondrá inscripción ni cruz es algo que el hombre pobre y humilde que fue en vida el Consejero seguramente hubiera pedido para él. Pero cuando todo termina y el Santuario queda como antes —con el camastro vacío — el Beatito se echa a llorar. En medio de su llanto, siente que los otros lloran. Luego de un rato, se sobrepone. A media voz les pide jurar, por la salud de sus almas, que nunca revelarán, sea cual sea la tortura, el lugar donde reposa el Consejero. Les toma el juramento, uno por uno.
Abrió los ojos y seguía sintiéndose feliz, como la noche pasada, la víspera y la antevíspera, sucesión de días que se confundían hasta la tarde en que, después de creerlo enterrado bajo los escombros del almacén, halló en la puerta del Santuario al periodista miope, se echó en sus brazos y le oyó decir que la amaba y dijo que ella también lo amaba. Era verdad, o, en todo caso, desde que lo dijo comenzó a serlo. Y a partir de ese momento, a pesar de la guerra que se cerraba alrededor suyo y de la hambruna y la sed que mataban más gente que las balas, Jurema era feliz. Más de lo que recordaba haber sido nunca, más que en su matrimonio con Rufino, más que en esa infancia confortable a la sombra de la Baronesa Estela, en Calumbí. Tenía ganas de echarse a los pies del santo para agradecerle lo que había acontecido a su vida. Sonaban tiros cerca —los había oído reventar en el sueño, toda la noche — pero no advertía movimiento en la callecita del Niño Jesús, ni las carreras con gritos ni el frenético trajín de arrumbar piedras y sacos con arena, de abrir fosos y derribar techos y paredes para levantar parapetos que se habían hecho frecuentes, en esta últimas semanas, a medida que Canudos se encogía y retrocedía por todas partes, detrás de barricadas y trincheras sucesivas, concéntricas, y los soldados iban capturando casas, calles, esquinas, y el cerco se aproximaba a las Iglesias y el Santuario. Pero nada de eso le importaba: era feliz.
Fue el Enano quien descubrió que se había quedado sin dueño esa vivienda de estacas acuñada entre otras más amplias, en esa callejuela del Niño Jesús, que unía Campo Grande, donde había ahora una triple barricada repleta de yagunzos que dirigía el propio Joáo Abade, y la quebradiza calle de la Madre Iglesia, convertida, en la apretada Canudos de estos días, en frontera Norte de la ciudad. Hacia ese sector se habían replegado los negros del Mocambo, ya capturado, y los pocos kariris de Mirandela y de Rodelas que no habían muerto. Indios y negros convivían ahora, en los fosos y parapetos de la Madre Iglesia, con los yagunzos de Pedráo, que, a su vez, habían venido retrocediento hasta allí después de contener a los soldados en Cocorobó, Trabubú y en los corrales y establos de las afueras. Cuando Jurema, el Enano y el periodista miope vinieron a instalarse a esta casita, encontraron a un viejo despatarrado sobre su mosquetón, muerto, en el foso excavado en el único cuarto del lugar. Pero, además, hallaron una bolsa de farinha y un tarro de miel de abejas, que habían hecho durar avaramente. Salían apenas, para arrastrar cadáveres a unos pozos convertidos en osarios por Antonio Vilanova y para ayudar a hacer barreras y fosos, algo que ocupaba a todo el mundo más horas todavía que la misma guerra. Se habían cavado tantos fosos, dentro y fuera de las casas, que, prácticamente, era posible circular por todo lo que quedaba de Belo Monte —de vivienda a vivienda, de calle a calle — sin salir a la superficie, como las lagartijas y los topos. El Enano se movió a su espalda. Le preguntó si estaba despierto. No respondió y un momento después lo oyó roncar. Dormían los tres uno contra otro, en el estrecho foso, en el que cabían apenas. Lo hacían no sólo por las balas que atravesaban sin dificultad las paredes de estacas y de barro, sino, también, porque en las noches bajaba la temperatura y sus organismos, debilitados por el forzado ayuno, temblaban de frío. Jurema escudriñó la cara del periodista miope, que dormía recostado contra su pecho. Tenía la boca entreabierta y un hilillo de saliva, transparente y delgado como telaraña, le colgaba del labio. Avanzó la boca y, con delicadeza para no despertarlo, sorbió el hilito de saliva. La expresión del periodista miope era serena ahora, una expresión que no tenía jamás despierto. Pensó: «Ahora no tiene miedo». Pensó: «Pobrecito, pobrecito, si pudiera quitarle el miedo, hacer algo para que no se asustara más». Porque él le había confesado que, aun en los momentos en que era feliz con ella, el miedo estaba siempre ahí, como un lodo en su corazón, atormentándolo. Pese a que ahora lo amaba como una mujer ama un hombre, pese a que había sido suya como una mujer es de su marido o amante, Jurema seguía cuidándolo, mimándolo, jugando mentalmente con él como una madre con su hijo.
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