Array Array - La guerra del fin del mundo
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—Las veían Jurema y el Enano —dijo el periodista miope—. Yo las oía. Oía a las mujeres y a los párvulos que partían a la Fazenda Velha, con sus latas, cantimploras, cántaros, botellas, despidiéndose de sus maridos o de sus padres, dándose la bendición, citándose en el cielo. Y oía lo que ocurría cuando conseguían regresar. La lata, el balde, el cántaro, no servían para dar de beber a los viejos moribundos, a las criaturas locas de sed. No. Iban a las trincheras, para que los que todavía podían sostener un fusil, pudieran sostenerlo unos horas o minutos más.
—¿Y usted? —dijo el Barón. El disgusto que le producía esa mezcla de reverencia y terror con que el periodista miope hablaba de los yagunzos era cada vez más grande—. ¿Cómo no murió de sed? Usted no era combatiente ¿no es verdad? —Me lo pregunto —dijo el periodista—. Si hubiera lógica en esta historia, yo debería haber muerto allá varias veces. —El amor no quita la sed —trató de herirlo el Barón.
—No la quita —asintió el otro—. Pero da fuerza para resistirla. Y, además, algo bebíamos. Lo que se pudiera chupar, succionar. Sangre de pájaros, aunque fuera urubús. Masticábamos hojas, tallos, raíces, todo lo que tuviera jugo. Y orines, por supuesto. — Buscó los ojos del Barón y éste pensó de nuevo: «Como acusándome»—. ¿Usted no lo sabía? Aun cuando uno no beba líquido, sigue orinando. Fue un descubrimiento importante, allá.
—Hábleme de Pajeú, por favor —dijo el Barón—. ¿Qué fue de él?. El periodista miope se deslizó sorpresivamente al suelo. Lo había hecho varias veces en el curso de la conversación y el Barón se preguntó si esos cambios de postura se debían a su desasosiego interno o a que se le dormían los músculos.
—¿Dice usted que se enamoró de Jurema? —insistió. Tenía, de pronto, la absurda sensación de que su antigua doméstica de Calumbí era la única mujer del sertón, una fatalidad femenina bajo cuyo inconsciente dominio caían tarde o temprano todos los hombres vinculados a Canudos—. ¿Por qué no se la llevó con él?
—Tal vez por la guerra —dijo el periodista miope—. Era uno de los jefes. A medida que se iba cerrando el cerco, tenía menos tiempo. Y menos ánimos, me imagino. Se echó a reír de una manera tan desgarrada que el Barón dedujo que esta vez su risa no iba a degenerar en estornudos sino en llanto. No ocurrió ni una ni otra cosa. —De manera que me encontré deseando, a ratos, que la guerra continuara, y aun empeorara, para que tuviera ocupado a Pajeú. —Aspiró una bocanada de aire—. Deseando que la guerra o algo lo matara. —¿Qué fue de él? —insistió el Barón. El otro no le hizo caso.
—Pero, a pesar de la guerra, hubiera podido muy bien llevársela y hacerla su mujer — reflexionó, fantaseó, con la vista en el suelo—. ¿No lo hacían otros yagunzos? ¿No los oía, en medio de los tiroteos, de noche o de día, montando a sus mujeres en las hamacas, camastros y suelos de las casas?
El Barón sintió que se le inflamaba la cara. Nunca había tolerado ciertos temas, tan frecuentes entre hombres solos, ni siquiera con sus más íntimos amigos. Si seguía por este camino lo haría callar.
—De manera que la guerra no era la explicación. —Se volvió a mirarlo, como recordando que estaba allí—. Se había vuelto santo ¿ve? Así decían: se volvió santo, lo besó el ángel, lo rozó el ángel, lo tocó el ángel. —Asintió, varias veces—. Tal vez. No quería tomarla por la fuerza. Es la otra explicación. Más fantástica, sin duda, pero tal vez. Que todo se hiciera como Dios manda. Según la religión. Casarse con ella. Yo lo oí pedírselo. Tal vez.
—¿Qué fue de él? —repitió el Barón, despacio, subrayando las palabras. El periodista miope lo miraba, fijamente. Y el Barón advirtió su extrañeza. —Él quemó Calumbí —explicó, despacio—. Fue él quien… ¿Murió? ¿Cómo fue su muerte?
—Supongo que murió —dijo el periodista miope—. ¿Cómo no hubieran muerto? ¿Cómo no hubiera muerto él, Joáo Abade, Joáo Grande, todos ellos? —Usted no murió, y, según me ha dicho, tampoco Vilanova. ¿Pudo escapar? —No querían escapar —dijo el periodista, con pena—. Querían entrar, quedarse, morir allí. Lo de Vilanova fue excepcional. Él tampoco quería irse. Se lo ordenaron. De modo que no le constaba que Pajeú hubiera muerto. El Barón lo imaginó, retomando su antigua vida, libre otra vez a la cabeza de un cangaco reconstituido con malhechores de aquí y de allá, añadiendo a su historial fechorías sin término, en el Ceará, en Pernambuco, en regiones más alejadas. Sintió vértigo.
«Antonio Vilanova», susurra el Consejero y hay como una descarga eléctrica en el Santuario. «Ha hablado, ha hablado», piensa el Beatito, todos los poros de su piel erizados por la impresión. «Alabado sea el Padre, alabado sea el Buen Jesús». Avanza hacia el camastro de varas al mismo tiempo que María Quadrado, el León de Natuba, el Padre Joaquim y las beatas del Coro Sagrado; en la luz taciturna del atardecer, todos los ojos se clavan en la cara oscura, alargada, inmóvil, que sigue con los párpados sellados. No es una alucinación: ha hablado.
El Beatito ve que esa boca amada, a la que la flacura ha dejado sin labios, se abre para repetir: «Antonio Vilanova». Reaccionan, dicen «sí, sí, padre», se atropellan hasta la puerta del Santuario a pedir a la Guardia Católica que llamen a Antonio Vilanova. Varios hombres echan a correr entre los sacos y piedras del parapeto. En ese instante, no hay tiros. El Beatito regresa a la cabecera del Consejero: está otra vez callado, quieto, boca arriba, los ojos cerrados, las manos y los pies al aire, sus huesos sobresaliendo de la túnica morada cuyos pliegues denuncian aquí y allá su pavorosa delgadez. «Es espíritu más que carne ya», piensa el Beatito. La Superiora del Coro Sagrado, alentada al oírlo, le acerca un tazón con un poco de leche. La oye murmurar, llena de recogimiento y esperanza: «¿Quieres tomar algo, padre?» Le ha oído la misma pregunta muchas veces en estos días. Pero esta vez, a diferencia de las otras, en que el Consejero permanecía sin responder, la esquelética cabeza sobre la que caen, revueltos, largos cabellos grises, se mueve diciendo que no. Un vaho de felicidad asciende por el Beatito. Está vivo, va a vivir. Porque en estos días, aunque el Padre Joaquim, cada cierto tiempo, se acercaba a tomarle el pulso y a oírle el corazón y les decía que respiraba, y aunque había esa aguadija constante que fluía de él, el Beatito no podía evitar, ante su inmovilidad y su silencio, pensar que el alma del Consejero había subido al cielo.
Una mano lo tironea desde el suelo. Encuentra los ojos grandes, ansiosos, luminosos, del León de Natuba, mirándolo por entre una selva de greñas. «¿Va a vivir, Beatito?» Hay tanta angustia en el escriba de Belo Monte que el Beatito tiene ganas de llorar. —Sí, sí, León, va a vivir para nosotros, va a vivir todavía mucho tiempo. Pero sabe que no es así; algo, en sus entrañas, le dice que éstos son los últimos días, acaso horas, del hombre que cambió su vida y la de todos los que están en el Santuario, de todos los que allá afuera mueren, agonizan y pelean en las cuevas y trincheras en que ha quedado convertido Belo Monte. Sabe que es el final. Lo ha sabido desde que supo, simultáneamente, la caída de la Fazenda Velha y el desmayo en el Santuario. El Beatito sabe descifrar los símbolos, interpretar el mensaje secreto de esas coincidencias, accidentes, aparentes casualidades que pasan inadvertidas para los demás; tiene una intuición que le permite reconocer de inmediato, bajo lo inocente y lo trivial, la presencia profunda del más allá. Estaba ese día en la Iglesia de San Antonio, haciendo rezar el rosario a los heridos, enfermeros, parturientas y huérfanos de ese lugar convertido en Casa de Salud desde el comienzo de la guerra, elevando la voz para que la doliente humanidad sangrante, purulenta y a medio morir oyera sus Avemarías y Padrenuestros entre el estrépito de la fusilería y los cañonazos. Y en eso vio entrar, a la vez, a la carrera, saltando sobre los cuerpos hacinados, a un «párvulo» y a Alejandrinha Correa. El niño habló primero:
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