Array Array - La guerra del fin del mundo
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Pero esa tarde el General Osear recibe una noticia sorprendente: una familia de yagunzos, de catorce personas, se presenta espontáneamente como prisionera en el campamento de la Favela. Es la primera vez que ocurre algo así, desde el comienzo de la campaña. La noticia le levanta el ánimo de manera extraordinaria. La desmoralización y la hambruna deben estar socavando a los caníbales. En la Favela, él mismo interroga a los yagunzos. Son tres viejecillos en ruinas, una pareja adulta y niños raquíticos de vientres hinchados. Son de Ipueiras y según ellos —que responden a sus preguntas con los dientes rechinándoles de miedo — se hallan en Canudos sólo desde hace mes y medio; se refugiaron allí, no por devoción al Consejero, sino por temor al saber que se aproximaba un gran Ejército. Han huido haciendo creer a los bandidos que iban a cavar trincheras a la salida a Cocorobó, lo que en efecto han hecho hasta la víspera, en que, aprovechando un descuido de Pedráo, escaparon. Les ha tomado un día el rodeo hasta la Favela. Dan al General Osear todos los informes sobre la situación del cubil y presentan un cuadro tétrico de lo que ocurre allí, peor aún de lo que éste suponía —hambruna, heridos y muertos por doquier, pánico generalizado — y aseguran que la gente se rendiría si no fuera por los cangaceiros como Joáo Grande, Joáo Abade, Pajeú y Pedráo, que han jurado matar a toda la parentela del que deserte. Sin embargo, el General no les cree al pie de la letra lo que dicen: están tan visiblemente aterrorizados que dirían cualquier embuste para despertar su simpatía. Ordena que los encierren en el corral del ganado. La vida de todos los que, siguiendo el ejemplo de éstos, se rindan, será preservada. Sus oficiales se muestran también optimistas; algunos pronostican que el cubil caerá por descomposición interna, antes de que lleguen los refuerzos. Pero al día siguiente la tropa sufre un duro revés. Centenar y medio de reses, que venían de Monte Santo, caen en manos de los yagunzos de la manera más estúpida. Por exceso de precaución, para evitar ser víctimas de esos pisteros enrolados en el sertón que resultan casi siempre cómplices del enemigo en las emboscadas, la compañía de lanceros que escolta las reses se ha guiado sólo por los mapas trazados por los ingenieros del Ejército. La suerte no los acompaña. En vez de tomar el camino de Rosario y de las Umburanas, que desemboca en la Favela, se desvían por la ruta del Cambaio y el Tabolerinho, yendo a caer de pronto en medio de las trincheras de los yagunzos. Los lanceros dan un valeroso combate, librándose de ser exterminados, pero pierden todas las reses, que los fanáticos se apresuran a arrear a fuetazos a Canudos. Desde la Favela, el General Osear ve con sus prismáticos ese inusitado espectáculo: la polvareda y el ruido que levanta la tropilla entrando a la carrera a Canudos entre la felicidad estentórea de los degenerados. En un ataque de furia, a los que no suele ser propenso, recrimina en público a los oficiales de la compañía que extravió las reses. ¡Este fracaso será un estigma en su carrera! Para castigar a los yagunzos por el golpe de buena suerte que les ha regalado ciento cincuenta reses, el tiroteo de hoy es el doble de intenso. Como el problema de la alimentación asume caracteres críticos, el General Osear y su Estado Mayor envían a los lanceros gauchos —que nunca han desmentido su fama de grandes vaqueros — y al Batallón 27 de Infantería, a conseguir comestibles «de donde sea y como sea», pues el hambre causa ya daño físico y moral en las filas. Los lanceros retornan al anochecer con veinte reses, sin que el General les pregunte la procedencia; son inmediatamente carneadas y distribuidas entre la Favela y la «línea negra». El General y sus adjuntos dan disposiciones para mejorar la comunicación entre los dos campamentos y el frente. Se establecen rutas de seguridad, se las jalona de puestos de vigilancia y se sigue reforzando la barricada. Con su energía de costumbre, el General prepara, también, la partida de los heridos. Se fabrican angarillas, muletas, se reparan las ambulancias y se hace una lista de los que partirán.
Duerme esa noche en su barraca de la Favela. A la mañana siguiente, cuando está desayunando su café con galletas de maicena, se da cuenta que llueve. Boquiabierto, observa el prodigio. Es una lluvia diluvial, acompañada de un viento silbante que lleva y trae las trombas de agua turbia. Cuando sale a empaparse, regocijado, ve que todo el campamento chapotea bajo la lluvia, en el barro, en un estado de fervor. Es la primera lluvia en muchos meses, una verdadera bendición después de estas semanas de calor endemoniado y de sed. Todos los cuerpos almacenan el precioso líquido en los recipientes de que disponen. Con sus prismáticos trata de ver lo que ocurre en Canudos, pero hay una neblina espesa y no distingue siquiera las torres. La lluvia no dura mucho, unos minutos después, está allí, de nuevo, el viento cargado de polvo. Ha pensado muchas veces que cuando esto termine, su memoria conservará de manera indeleble esos ventarrones continuos, deprimentes, que presionan las sienes. Mientras se quita las botas para que su ordenanza les saque el barro, compara la tristeza de este paisaje sin verde, sin siquiera una mata floreada, con la exuberancia vegetal que lo rodeaba en el Piauí.
—Quién me iba a decir que echaría de menos mi jardín —le confiesa al Teniente Pinto Souza, que prepara la Orden del Día—. Nunca entendí la pasión de mi esposa por las flores. Las podaba y regaba todo el día. Me parecía una enfermedad encariñarse con un jardín. Ahora, frente a esta desolación, lo comprendo.
Todo el resto de la mañana, mientras despachaba con distintos subordinados, piensa de manera recurrente en la polvareda que ciega y sofoca. Ni dentro de las barracas se escapa al suplicio. «Cuando uno no come polvo con asado, come asado con polvo. Y siempre aderezado de moscas», piensa.
Un tiroteo lo saca de esas filosofías, al atardecer. Una partida de yagunzos se lanza de pronto —emergiendo de la tierra como si hubieran cavado un túnel bajo la «línea negra» — contra un crucero de la barricada, con la intención de cortarla. El ataque toma de sorpresa a los soldados, que abandonan la posición, pero, una hora después, los yagunzos son desalojados con grandes pérdidas. El General Osear y los oficiales llegan a la conclusión de que el ataque tenía por objeto proteger a las trincheras de la Fazenda Velha. Todos los oficiales sugieren por eso ocuparlas, a como dé lugar: eso precipitará la rendición del cubil. El General Osear traslada tres ametralladoras de la Favela a la «línea negra».
Ese día, los lanceros gauchos vuelven al campamento con treinta reses. La tropa goza de un banquete, que mejora el humor de todo el mundo. El General Osear inspecciona los dos Hospitales de Sangre, donde se realizan los últimos preparativos para la partida de los enfermos y heridos. Para evitar escenas desgarradoras anticipadas, ha decidido dar a conocer sólo en el momento de la partida los nombres de los que emprenderán viaje. Esa tarde, los artilleros le muestran, alborozados, cuatro cajas repletas de obuses para los Krupp 7,5 que una patrulla ha encontrado en el camino de las Umburanas. Los proyectiles están en perfecto estado y el General Osear autoriza lo que el Teniente Macedo Soares, responsable de los cañones de la Favela, llama «un fuego de artificio». Sentado junto a ellos y tapándose los oídos con algodones, como los servidores de las piezas, el General asiste al disparo de sesenta obuses, dirigidos todos contra el corazón de la resistencia de los traidores. Entre la polvareda que las explosiones levantan, observa con ansiedad las altas moles que sabe atestadas de fanáticos. Pese a estar desconchadas y con huecos, resisten. ¿Cómo sigue en pie el campanario de la Iglesia de San Antonio, que parece un colador y que está más ladeado que la famosa Torre de Pisa? Durante todo el bombardeo, espera ávidamente ver desmoronarse esa torrecilla en ruinas. Dios debería concederle esa dádiva, para inyectar un poco de entusiasmo a su espíritu. Pero la torre no cae.
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