Array Array - La guerra del fin del mundo
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La visita al Hospital de Sangre, a orillas del cauce seco, lo abruma; debe luchar para que los médicos, enfermeros, agonizantes, no lo adviertan. Agradece que esto suceda en la semioscuridad, pues las linternas y fogatas revelan apenas una insignificante parte del espectáculo que tiene lugar a sus pies. Los heridos están más desamparados que en la Favela, sobre la arcilla y el cascajo, agrupados como han ido llegando y los médicos le explican que, para colmo de males, toda la tarde y parte de la noche un ventarrón ha aventado contra esas heridas abiertas, que no hay con qué vendar ni desinfectar ni suturar, nubarrones de tierra rojiza. Por todas partes escucha alaridos, gemidos, llantos, desvarío de fiebre. La pestilencia es asfixiante y el Capitán Coriolano, que lo acompaña, tiene de pronto una arcada. Lo oye deshacerse en excusas. Cada cierto trecho, se detiene a decir palabras afectuosas, a palmear, estrechar la mano de un herido. Los felicita por su coraje, les agradece su sacrificio en nombre de la República. Pero queda mudo cuando hacen un alto frente a los cadáveres de los Coroneles Carlos Telles y Serra Martins, que serán enterrados mañana. El primero ha muerto de un tiro en el pecho, al comenzar el ataque, cruzando el río. El segundo al atardecer, asaltando a la cabeza de sus hombres la barrera de los yagunzos, en un combate cuerpo a cuerpo. Le informan que su cadáver cosido a heridas de puñal, lanza y machete, está castrado, desorejado y desnarigado. En momentos como éste, cuando oye que un destacado y bravo militar es vejado de ese modo, el General Osear se dice que es justa la política de degollar a todos los Sebastianistas que caen prisioneros. La justificación de esa política, para su conciencia, es de dos órdenes: se trata de bandidos, no de soldados, a los que el honor mandaría respetar; y, de otro lado, la escasez de víveres no deja alternativa, pues sería más cruel matarlos de hambre y absurdo privar de raciones a los patriotas para alimentar a monstruos capaces de hacer lo que han hecho con ese jefe. Cuando está terminando el recorrido, se detiene ante un pobre soldado al que dos enfermeros sujetan mientras le amputan un pie. El cirujano, acuclillado, serrucha, y el General lo oye pedir que le limpien el sudor de los ojos. No debe ver mucho, de todos modos, pues otra vez hay viento y la fogata bailotea. Cuando el cirujano se incorpora reconoce al joven paulista Teotónio Leal Cavalcanti. Cambian un saludo. Cuando el General Osear emprende el regreso, la cara flaca y atormentada del estudiante, cuya abnegación encomian sus colegas y pacientes, lo acompaña. Hace unos días ese joven a quien no conocía se le presentó a decirle: «He matado a mi mejor amigo y quiero ser castigado». Asistía a la entrevista su adjunto, el Teniente Pinto Souza, y al enterarse de quién es el oficial al que Teotónio, por compasión, ha disparado un balazo en la sien, se puso lívido. La escena hizo vibrar al General. Teotónio Leal Cavalcanti, con la voz rota, explicó la condición del Teniente Pires Ferreira —ciego, sin manos, destrozado en el cuerpo y en el alma—, sus súplicas para que pusiera fin a su sufrimiento y los remordimientos que lo acosan por haberlo hecho. El General Osear le ha ordenado guardar absoluta reserva y continuar en sus funciones como si nada hubiera sucedido. Una vez que acaben las operaciones, decidirá sobre su caso.
En casa del Fogueteiro, ya en la hamaca, recibe un informe del Teniente Pinto Souza, que acaba de regresar de la Favela. La Séptima Brigada estará aquí a primera hora, para reforzar la «línea negra».
Duerme cinco horas, y a la mañana siguiente se siente repuesto, lleno de ánimos, mientras toma su café y un puñado de esas galletas de maicena que son el tesoro de su despensa. Reina un extraño silencio en todo el frente. Los batallones de la Séptima Brigada están por llegar y, para cubrir su cruce del descampado, el General ordena que los Krupp bombardeen las torres. Desde los primeros días, ha pedido a la superioridad que, junto con los refuerzos, le manden esas granadas especiales, de setenta milímetros, con puntas de acero; que se fabricaron en la Casa de la Moneda de Río, para perforar los cascos de los barcos rebelados el 6 de septiembre. ¿Por qué no le hacen caso? Ha explicado a la jefatura que los shrapnel y obuses de gasolina no bastan para destruir esas malditas torres de roca viva. ¿Por qué se hacen los sordos?
El día transcurre en calma, con tiroteos ralos, y al General Osear se le pasa dedicado a distribuir a los hombres frescos de la Séptima Brigada a lo largo de la «línea negra». En una reunión con su Estado Mayor se descarta terminantemente otro asalto, mientras no lleguen los refuerzos. Se mantendrá una guerra de posiciones, tratando de avanzar gradualmente por el flanco derecho —el más débil de Canudos, a simple vista—, en ataques parciales, sin exponer a toda la tropa. Se decide, también, que parta una expedición a Monte Santo llevándose a los heridos en condiciones de soportar el viaje. A mediodía, cuando están enterrando a los Coroneles de Silva Telles y Serra Martins, junto al río, en una sola tumba con dos crucecillas de madera, le dan al General una mala noticia: acaba de ser herido en la cadera, por una bala perdida, el Coronel Neri, mientras hacía una necesidad biológica en una encrucijada de la «línea negra». Esa noche lo despierta un fuerte tiroteo. Los yagunzos atacan los dos cañones Krupp 7,5 del descampado y el Batallón 32 de Infantería vuela a reforzar a los artilleros. Los yagunzos cruzaron la «línea negra» en la oscuridad, en
las barbas de los centinelas. El combate es reñido, de dos horas, y la mortandad grande: perecen siete soldados y hay quince heridos, entre ellos un alférez. Pero los yagunzos tienen cincuenta muertos y diecisiete prisioneros. El General va a verlos. Es el alba, una irisación azulada pespunta los cerros. El viento es tan frío que el General Osear se cubre con una manta mientras recorre el descampado a trancos. Los Krupp, felizmente, están intactos. Pero la violencia de la lucha y los compañeros muertos y heridos han exasperado de tal modo a los artilleros e infantes que el General Osear encuentra a los prisioneros medio muertos de los golpes que han recibido. Son muy jóvenes, algunos niños, y hay entre ellos dos mujeres, todos esqueléticos. El General Osear confirma lo que confiesan todos los prisioneros: la gran escasez de alimentos entre los bandidos. Le explican que eran las mujeres y los jóvenes quienes disparaban, pues los yagunzos se dedicaron a tratar de destruir los cañones con picas, mazas, garrotes, martillos, o en atorarlos con arena. Buen síntoma: es la segunda vez que lo intentan, los Krupp 7,5 les están haciendo daño. Las mujeres, igual que los niños, tienen trapos azules. Los oficiales presentes están asqueados de esos extremos de barbarie: que envíen niños y mujeres les parece el colmo de la abyección humana, un escarnio del arte y la moral de la guerra. Cuando se retira, el General Osear oye que los prisioneros, al darse cuenta que los van a ejecutar, vitorearon al Buen Jesús. Sí, los tres generales que rehusaron venir sabían lo que hacían; adivinaban que esto de guerrear contra niños y mujeres que matan y a los que por tanto hay que matar, y que mueren dando vivas a Jesús, es algo que no puede producir alegría a ningún soldado. Tiene la boca amarga, como si hubiera masticado tabaco.
Ese día transcurre en la «línea negra» sin novedad, dentro de lo que —piensa el jefe de la Expedición — será la rutina hasta que lleguen los refuerzos: tiroteos esporádicos de una parte a otra de las dos barricadas que se desafían, ceñudas y enrevesadas; torneos de insultos que sobrevuelan las barreras sin que los insultados se vean las caras, y el cañoneo contra las Iglesias y el Santuario, ahora breve debido a la escasez de municiones. Se hallan prácticamente sin nada que comer; quedan apenas diez reses en el corral habilitado detrás de la Favela y unos cuantos sacos de café y de grano. Reduce a la mitad las raciones de la tropa, que ya eran exiguas.
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