Array Array - La guerra del fin del mundo

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—No regresó —musitó el cura—. Antonio sí, y Honorio y muchos otros que estaban en el Vassa Barris. Él no. Nadie ha podido darme cuenta, nadie lo ha visto. —Al menos, quisiera poder enterrarlo —dijo la mujer—. Que no se quede tirado en el campo, como animal sin dueño.

—Puede ser que no haya muerto —murmuró el cura de Cumbe—. Si los Vilanova y otros volvieron, por qué no Joaquincito. A lo mejor está ahora en las torres, o en la barricada de San Pedro, o con su hermano en la Fazenda Velha. Los soldados tampoco han podido tomar esas trincheras.

El periodista miope sintió alegría y deseos de preguntarle por Jurema y el Enano, pero se contuvo: sintió que no debía inmiscuirse en esa intimidad. Las voces del cura y la beata eran de un fatalismo tranquilo, nada dramáticas. El carnerito le mordisqueaba la mano. Se incorporó y se sentó, pero ni el Padre Joaquim ni la mujer dieron importancia a que estuviera despierto, escuchándolos.

—Si Joaquincito ha muerto, es mejor que Atanasio muera también —dijo la mujer—. Para que se acompañen en la muerte.

Se le escarapeló la piel del cuello, detrás, junto a la nuca. ¿Era lo que había dicho la mujer o el tañido de las campanas? Las oía tañir, muy próximas, y oía Avemarías coreadas por innumerables gargantas. Era el atardecer, pues. La batalla llevaba casi un día. Escuchó. No había cesado, a las campanas y rezos se mezclaban cargas de fusilería. Algunas, rompían encima de sus cabezas. Daban más importancia a la muerte que a la vida. Habían vivido en el desamparo más total y toda su ambición era un buen entierro. ¿Cómo entenderlos? Aunque, tal vez, si uno vivía la vida que él estaba viviendo en este momento, la muerte era la única esperanza de compensación, una «fiesta», como decía el Consejero. El cura de Cumbe lo miraba:

—Es triste que los niños tengan que matar y que morir peleando —lo oyó murmurar—. Atanasio tiene catorce anos, Joaquincito no ha cumplido trece. Llevan un año matando, haciéndose matar. ¿No es triste?

—Sí —balbuceó el periodista miope—. Lo es, lo es. Me quedé dormido. ¿Qué ocurre con la guerra, Padre?

—Han sido detenidos en San Pedro —dijo el cura de Cumbe—. En la barricada que construyó esta mañana Antonio Vilanova. —¿Quiere decir aquí, dentro de la ciudad? —preguntó el miope. —A treinta pasos de aquí.

San Pedro. Esa calle que cortaba Canudos del río al cementerio, la paralela a Campo Grande, una de las pocas que merecía el nombre de calle. Ahora era una barricada y ahí estaban los soldados. A treinta pasos. Sintió frío. El rumor de los rezos ascendía, bajaba, desaparecía, volvía, y el periodista miope pensó que en las pausas se escuchaba, allá afuera, la ronca voz del Consejero o la vocecita aflautada del Beatito, y que respondían en coro los Avemarías las mujeres, los heridos, los ancianos, los agonizantes, los yagunzos que estaban disparando. ¿Qué pensarían los soldados de esos rezos? —También es triste que un cura tenga que coger el fusil —dijo el Padre Joaquim, tocando el arma que tenía puesta en las rodillas a la manera de los yagunzos—. Yo no sabía disparar. Tampoco el Padre Martínez lo había hecho, ni para matar a un venado. ¿Era éste el viejecillo al que el periodista miope había visto lloriquear, muerto de pánico, ante el Coronel Moreira César? —¿El Padre Martínez? —preguntó.

Adivinó la desconfianza del Padre Joaquim. Había más curas en Canudos, entonces. Los imaginó cebando el arma, apuntando, disparando. ¿Acaso la Iglesia no estaba con la República? ¿No había sido excomulgado el Consejero por el Arzobispo? ¿No se habían leído condenaciones del fanático herético y demente de Canudos en todas las parroquias? ¿Cómo podía haber curas matando por el Consejero?

—¿Los oye? Escuche, escuche: ¡Fanáticos! ¡Sebastianistas! ¡Caníbales! ¡Ingleses! ¡Asesinos! ¿Quién vino hasta aquí a matar niños y mujeres, a degollar a la gente? ¿Quién obligó a niños de trece y catorce años a volverse guerreros? Usted está aquí vivo ¿no es cierto?

El terror lo anegó de pies a cabeza. El Padre Joaquim lo iba a entregar a la venganza y el odio de los yagunzos.

—Porque, usted venía con el Cortapescuezos, ¿no es verdad? —añadió el cura—. Y sin embargo le han dado techo, comida, hospitalidad. ¿Se portarían así los soldados con un hombre de Pedráo, de Pajeú, de Joáo Abade? Con voz estrangulada, balbuceó:

—Sí, sí, tiene usted razón. Yo le estoy muy agradecido por haberme ayudado tanto, Padre Joaquim. Se lo juro, se lo juro.

—Mueren por decenas, por centenas —señaló el cura de Cumbe hacia la calle—. ¿Por qué? Por creer en Dios, por ajustar sus vidas a la ley de Dios. La matanza de los Inocentes, de nuevo.

¿Se pondría a llorar, a patalear, se revolcaría de desesperación? Pero el periodista miope vio que el cura se calmaba, haciendo un gran esfuerzo, y que permanecía cabizbajo, escuchando los tiros, los rezos, las campanas. Creyó oír, también, toques de corneta. Tímidamente, aún no repuesto del susto, preguntó al párroco si no había visto a Jurema y al Enano. El cura dijo que no con la cabeza. En ese momento oyó a su lado una voz bien timbrada, de barítono:

—Han estado en San Pedro, ayudando a levantar la barricada.

El anteojo astillado le dibujó, borrosamente, junto a la puertecita abierta del Santuario, al León de Natuba, sentado o arrodillado, en todo caso encogido dentro de su túnica terrosa, mirándolo con sus ojos grandes y brillantes. ¿Había estado allí hacía rato o acababa de asomarse? El extraño ser, medio hombre medio animal, lo turbaba tanto que no atinó a agradecerle ni a pronunciar palabra. Lo veía apenas, pues la luz había bajado, aunque, por las rendijas de las estacas, entraba un rayo de luz menguante que moría en la espesa melena de crenchas revueltas del escriba de Canudos.

—Yo escribía todas las palabras del Consejero —lo oyó decir, con su voz bella y cadenciosa. Se dirigía a él, tratando de ser amable—. Sus pensamientos, sus consejos, sus rezos, sus profecías, sus sueños. Para la posteridad. Para añadir otro Evangelio a la Biblia.

—Sí —murmuró, confuso, el periodista miope.

—Pero ya no hay papel ni tinta en Belo Monte y la última pluma se rompió. Ya no se puede eternizar lo que dice —prosiguió el León de Natuba, sin amargura, con esa aquiescencia tranquila que el periodista miope había visto a las gentes de aquí enfrentar al mundo, como si las desgracias fueran, igual que las lluvias, los crepúsculos, las mareas, fenómenos naturales contra los que sería estúpido rebelarse. —El León de Natuba es una persona muy inteligente —murmuró el cura de Cumbe—. Lo que Dios le quitó en las piernas, en la espalda, en los hombros, se lo dio en inteligencia. ¿No es verdad, León?

—Sí —asintió, moviendo la cabeza, el escriba de Canudos. Y el periodista miope, del que los grandes ojos no se apartaban un instante, estuvo seguro que era cierto—. He leído el Misal Abreviado y las Horas Marianas muchas veces. Y todas las revistas y papeles que la gente me traía de regalo, antes. Muchas veces. ¿El señor ha leído mucho, también? El periodista miope sentía una incomodidad tan grande que hubiera querido salir de allí corriendo, aunque fuera a encontrarse con la guerra.

—He leído algunos libros —repuso, avergonzado. Y pensó: «No me ha servido de nada». Era una cosa que había descubierto en estos meses: la cultura, el conocimiento, mentiras, lastres, vendas. Tantas lecturas y no le habían valido de nada para escapar, para librarse de esta trampa.

—Sé qué es la electricidad —dijo el León de Natuba, con orgullo—. Si el señor quiere, se lo puedo enseñar. Y el señor, a cambio, me puede enseñar cosas que yo no sepa. Sé qué es el principio o ley de Arquímedes. Cómo se momifican los cuerpos. Las distancias que hay entre los astros.

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