Array Array - La guerra del fin del mundo
Здесь есть возможность читать онлайн «Array Array - La guerra del fin del mundo» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La guerra del fin del mundo
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La guerra del fin del mundo: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La guerra del fin del mundo»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La guerra del fin del mundo — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La guerra del fin del mundo», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Como se habían llevado todos los fusiles, cajas de municiones y explosivos, el almacén se había triplicado de tamaño. El gran vacío aumentaba el desamparo del periodista miope. El cañoneo anulaba el tiempo. ¿Cuánto hacía que estaba encerrado en el depósito con la Madre de los Hombres y el León de Natuba? Había escuchado a éste leer el papel de las disposiciones del asalto a la ciudad con un rechinar de dientes que todavía le duraba. Desde entonces, debía haber transcurrido ya la noche, estar amaneciendo. No era posible que aquello durase ya menos de ocho, diez horas. Pero el miedo alargaba los segundos, volvía inmóviles los minutos. Acaso no había pasado una hora desde que Joáo Abade, Pedráo, Pajeú, Honorio Vilanova y Joáo Grande partieron a la carrera, al escuchar las primeras explosiones de eso que el papel llamaba «el ablandamiento». Recordó su partida precipitada, la discusión entre ellos y la mujer que quería regresar al Santuario, cómo la habían obligado a permanecer allí.
Esto, pese a todo, resultaba alentador. Si habían dejado en el almacén a esos dos íntimos del Consejero, allí estaban más protegidos que en otras partes. Pero ¿no era ridículo pensar en sitios seguros, en este momento? El «ablandamiento» no era un tiroteo de blancos específicos; eran cañonazos ciegos, para prender incendios, destruir casas, sembrar las calles de cadáveres y ruinas que desmoralizaran a los pobladores de manera que no tuvieran ánimos para enfrentarse a los soldados cuando irrumpieran en Canudos.
«La filosofía del Coronel Moreira César», pensó. Qué estúpidos, qué estúpidos, qué estúpidos. No entendían palabra de lo que ocurría acá, no sospechaban cómo eran estas gentes. El cañoneo interminable, sobre la ciudad en tinieblas, sólo lo ablandaba a él. Pensó: «Debe haber desaparecido medio Canudos, tres cuartas partes de Canudos». Pero hasta ahora ningún obús había hecho impacto en el almacén. Decenas de veces, cerrando los ojos, apretando los dientes, pensó: «Éste es, éste es». Su cuerpo rebotaba al estremecerse las tejas, calaminas, maderas, al elevarse ese polvo en el que todo parecía quebrarse, rasgarse, despedazarse sobre, encima, bajo, en torno suyo. Pero el almacén seguía en pie, resistiendo los ramalazos de las explosiones. La mujer y el León de Natuba hablaban. Entendía un rumor, no lo que decían. Aguzó el oído. Habían permanecido mudos desde el comienzo del bombardeo y en algún momento imaginó que habían sido alcanzados por las balas y que velaba sus cadáveres. El cañoneo lo había ensordecido; sentía un burbujeo zumbante, pequeñas explosiones internas. ¿Y Jurema? ¿Y el Enano? Habían ido en vano a la Fazenda Velha a llevar comida a Pajeú, pues se cruzaron con él, que vino a la reunión del almacén. ¿Estarían vivos? Una correntada impetuosa, afectuosa, apasionada, dolorida, lo recorrió, mientras los adivinaba en la trinchera de Pajeú, encogidos bajo las bombas, seguramente extrañándolo, como él a ellos. Eran parte de él y él parte de ellos. ¿Cómo era posible que sintiera por esos seres con los que no tenía nada en común y sí, en cambio, grandes diferencias de extracción social, de educación, de sensibilidad, de experiencia, de cultura, una afinidad tan grande, un amor tan desbordante? Lo que compartían desde hacía meses había creado entre ellos ese vínculo, el haberse visto, sin soñarlo, sin quererlo, sin saber cómo, por esos extraños, fantásticos encadenamientos de causas y efectos, de azares, accidentes y de coincidencias que era la historia, catapultados juntos en estos sucesos extraordinarios, en esta vida al borde de la muerte. Eso los había unido así. «No volveré a separarme de ellos», pensó. «Los acompañaré a llevar la comida a Pajeú, iré con ellos a…»
Pero tuvo una sensación de ridículo. ¿Acaso iba a continuar la rutina de los días pasados después de esta noche? Si salían indemnes del cañoneo ¿sobrevivirían a la segunda parte del programa leído por el León de Natuba? Presintió las filas cerradas, macizas, de miles y miles de soldados, bajando de los cerros con las bayonetas caladas, entrando a Canudos por todas las esquinas y sintió un fierro frío en las carnes flacas de su espalda. Les gritaría quién era y no oirían, les gritaría soy uno de ustedes, un civilizado, un intelectual, un periodista y no lo creerían ni entenderían, les gritaría no tengo nada que ver con estos locos, con estos bárbaros, pero sería inútil. No le darían tiempo para abrir la boca. Morir como yagunzo, entre la masa anónima de yagunzos: ¿no era el colmo del absurdo, prueba flagrante de la estupidez innata del mundo? Con todas sus fuerzas echó de menos a Jurema y al Enano, sintió urgencia de tenerlos cerca, de hablarles y de oírlos. Como si se le destaparan ambos oídos, oyó, muy clara, a la Madre de los Hombres: había faltas que no se podían expiar, pecados que no podían ser redimidos. En la voz convencida, resignada, callosa, atormentada, un sufrimiento parecía venir del fondo de los años.
—Hay un sitio en el fuego, esperándome —la oyó repetir—. No puedo cegarme, hijito. —No hay crimen que el Padre no pueda perdonar —respondió el León de Natuba con presteza—. La Señora ha intercedido por ti y el Padre te ha perdonado. No sufras, Madre. Era una voz bien timbrada, segura, fluida, con la música del interior. El periodista pensó que esa voz normal, cadenciosa, sugería a un hombre erecto, entero, apuesto, jamás a quien hablaba.
—Era pequeñito, indefenso, tierno, recién nacido, un corderito —salmodió la mujer—. Su madre tenía los pechos secos y era malvada y vendida al Diablo. Entonces, con el pretexto de no verlo sufrir, le metió una madeja de lana en la boca. No es un pecado como los otros, hijito. Es el pecado que no tiene perdón. Me verás quemándome por los siglos de los siglos.
—¿No crees en el Consejero? —la consoló el escriba de Canudos—. ¿No habla con el Padre? ¿No ha dicho que…?
El estruendo ahogó sus palabras. El periodista miope endureció el cuerpo y cerró los ojos y tembló con el remezón, pero siguió escuchando a la mujer, asociando lo que había oído con un remoto recuerdo que, al conjuro de sus palabras, ascendía a su conciencia desde las profundidades donde estaba enterrado. ¿Era ella? Oyó de nuevo la voz que había oído ante el Tribunal, veinte años atrás: suave, afligida, desasida, impersonal. —Usted es la filicida de Salvador —dijo.
No tuvo tiempo de asustarse de haberlo dicho, pues se sucedieron dos explosiones y el almacén crujió salvajemente, como si fuera a derrumbarse. Lo invadió un terral que pareció concentrarse todo en sus narices. Comenzó a estornudar, en accesos crecientes, potentes, acelerados, desesperados, que lo hacían torcerse en el suelo. Su pecho iba a estallar por falta de aire y se lo golpeó con ambas manos mientras estornudaba y, a la vez, entreveía como en sueños, por las rendijas azules, que, en efecto, había amanecido. Con las sienes estiradas hasta rasgarse pensó que esto sí era el fin, moriría asfixiado, a estornudos, una manera estúpida pero preferible a las bayonetas de los soldados. Se desplomó de espaldas, siempre estornudando. Un segundo después su cabeza reposaba sobre un regazo cálido, femenino, acariciante, protector. La mujer lo acomodó sobre sus rodillas, le secó la frente, lo acunó como las madres a sus hijos para que duerman. Aturdido, agradecido, murmuró: «Madre de los Hombres».
Los estornudos, el malestar, el ahogo, la debilidad, tuvieron la virtud de librarlo del miedo. Sentía el cañoneo como algo ajeno y extraordinaria indiferencia ante la idea de morir. Las manos, el susurro, el aliento de la mujer, el repaso de sus dedos en su cráneo, frente, ojos, lo llenaban de paz, lo regresaban a una infancia borrosa. Había dejado de estornudar pero el cosquilleo en sus narices —dos llagas vivas — le decían que el acceso podía repetirse en cualquier instante. En esa borrachera difusa, rememoraba otros accesos, en que también había tenido la certeza del fin, esas noches de bohemia bahiana que los estornudos interrumpían brutalmente, como una conciencia censora, provocando la hilaridad de sus amigos, esos poetas, músicos, pintores, periodistas, vagos, actores y las luciérnagas noctámbulas de Salvador entre quienes había malgastado su vida. Recordó cómo había comenzado a aspirar éter porque el éter le traía el sosiego después de esos ataques en que quedaba exhausto, humillado y con los nervios erizados, y cómo, luego, el opio lo salvaba de los estornudos con una muerte transitoria y lúcida. Los cariños, el arrullo, el consuelo, el olor de esa mujer que había matado a su hijo cuando él, adolescente, comenzaba a trabajar en un diario y que era ahora sacerdotisa de Canudos, se parecían al opio y al éter, eran algo suave y letárgico, una grata ausencia, y se preguntó si alguna vez, de niño, esa madre a la que él no había conocido lo acarició así y le hizo sentir invulnerabilidad e indiferencia ante los peligros del mundo. Por su mente desfilaron las aulas y patios del Colegio de los Padres Salesianos donde, gracias a sus estornudos, había sido, como sin duda el Enano, como sin duda el monstruo lector que estaba allí, hazmerreír y víctima, blanco de burlas. Por los accesos de estornudos y por su escasa vista había sido apartado de los deportes, juegos fuertes, excursiones, tratado como inválido. Por eso se había vuelto tímido, por esa maldita nariz ingobernable había tenido que usar pañuelos grandes como sábanas, y por culpa de ella y de sus ojos obtusos no había tenido enamorada, novia ni esposa y había vivido con esa permanente sensación de ridículo que no le permitió declarar su amor a las muchachas a las que amó, ni enviarles los versos que les escribía y que luego cobardemente rompía. Por culpa de esa nariz y esa miopía sólo había tenido entre los brazos a las putas de Bahía, conocido esos amores mercantiles, rápidos, sucios, que dos veces pagó con purgaciones y curas con sondas que lo nacían aullar. Él también era monstruo, tullido, inválido, anormal. No era accidente que estuviese donde habían venido a congregarse los tullidos, los desgraciados, los anormales, los sufridos del mundo. Era inevitable pues era uno de ellos.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La guerra del fin del mundo»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La guerra del fin del mundo» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La guerra del fin del mundo» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.