Array Array - La guerra del fin del mundo
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Lloraba a gritos, encogido, prendido con las dos manos de la Madre de los Hombres, balbuceando, quejándose de su mala suerte y sus desgracias, volcando a borbotones, entre babas y sollozos, su amargura y su desesperación, actuales y pasadas, las de su juventud extinta, su frustración vital e intelectual, habiéndole con una sinceridad que no había tenido antes ni consigo mismo, diciéndole cuán miserable y desdichado se sentía por no haber compartido un gran amor, por no haber sido el exitoso dramaturgo, el poeta inspirado que hubiera querido ser, y por saber que iba a morir aún más estúpidamente de lo que había vivido. Se oyó decir, entre jadeos: «No es justo, no es justo, no es justo». Se dio cuenta que ella lo besaba en la frente, en las mejillas, en los párpados, a la vez que le susurraba palabras tiernas, dulces, incoherentes, como las que se dicen a los recién nacidos para que el ruido los hechice y haga felices. Sentía, en efecto, un gran alivio, una maravillosa gratitud hacia estas palabras mágicas: «Hijito, hijito, niñito, palomita, corderito…».
Pero súbitamente lo devolvieron al presente, a la brutalidad, a la guerra. El trueno de la explosión que arrancó el techo puso de pronto, encima suyo, el cielo, el sol destellante, nubes, la mañana luciente. Volaban astillas, ladrillos, tejas rotas, alambres retorcidos, y el periodista miope sentía impactos de guijarros, granos de tierra, piedras, en mil lugares de su cuerpo, cara, manos. Pero ni él ni la mujer ni el León de Natuba fueron arrollados por el derrumbe. Estaban de pie, apretados, abrazados, y él buscaba afanosamente en sus bolsillos su anteojo de añicos, pensando que se había deshecho, que en adelante ni siquiera contaría con esa ayuda. Pero ahí estaba, intacto, y, siempre aferrado a la Superiora del Coro Sagrado y al León de Natuba, fue reconociendo, en imágenes distorsionadas, los estragos de la explosión. Además del techo, había caído la pared del frente y, salvo el rincón que ocupaban, el almacén era un montón de escombros. Vio por la tapia caída otros escombros, humo, siluetas que corrían.
Y en eso el local se repletó de hombres armados, con brazaletes y pañuelos azules, entre los que adivinó la maciza figura semidesnuda de Joáo Grande. Mientras los veía abrazar a María Quadrado, al León de Natuba, el periodista miope, la pupila aplastada contra el anteojo, tembló: se los iban a llevar, se quedaría abandonado en estas ruinas. Se prendió de la mujer y del escriba y, perdida toda vergüenza, todo escrúpulo, se puso a gimotear que no lo dejaran, a implorarles, y la Madre de los Hombres lo arrastró de la mano, tras ellos, cuando el negro grande ordenó salir de allí.
Se encontró trotando en un mundo revuelto por el desorden, las humaredas, el ruido, las pilas de escombros. Había dejado de llorar, sus sentidos estaban centrados en la arriesgadísima tarea de sortear obstáculos, no tropezar, resbalar, caer, soltar a la mujer. Había recorrido decenas de veces Campo Grande, rumbo a la Plaza de las Iglesias, y sin embargo no reconocía nada: paredes caídas, huecos, piedras, objetos regados aquí y allá, gente que iba y venía, que parecía disparar, huir, rugir. En vez de cañonazos, oía tiros de fusil y llanto de niños. No supo en qué momento se soltó de la mujer, pero, de repente, advirtió que no estaba cogido de ella sino de una forma disímil, trotadora, cuyo ansioso jadeo se confundía con el suyo. Lo tenía asido de unas crenchas espesas, abundante. Se rezagaban, los dejaban atrás. Empuñó con fuerza la cabellera del León de Natuba, si lo soltaba habría perdido todo. Y, mientras corría, saltaba, esquivaba, se oía pidiéndole que no se adelantara, que tuviera compasión de alguien que no podía valerse por sí mismo.
Se dio de bruces contra algo que creyó una pared y eran hombres. Se sintió atajado, rechazado, cuando oyó a la mujer pidiendo que lo dejaran entrar. La muralla se abrió, percibió barriles y costales y hombres que disparaban y hablaban a gritos, e ingresó, entre la Madre de los Hombres y el León de Natuba, en un recinto sombreado, por una puertecita de estacas. La mujer, tocándole la cara, le dijo: «Quédate aquí. No tengas miedo. Reza». Alcanzó a ver que por una segunda puertecita desaparecían ella y el León de Natuba.
Se desmoronó al suelo. Estaba rendido, sentía hambre, sed, sueño, urgencia de olvidar la pesadilla. Pensó: «Estoy en el Santuario». Pensó: «Ahí está el Consejero». Sintió asombro de haber llegado hasta aquí, pensó en el privilegiado que era, vería y oiría de cerca al eje de la tempestad que vivía el Brasil, al hombre más conocido y odiado del país. ¿De qué le serviría? ¿Acaso tendría ocasión de contarlo? Trató de escuchar lo que decían en el interior del Santuario, pero el barullo exterior no le permitió escuchar nada. La luz que se filtraba entre los carrizos era blanca y viva y el calor muy fuerte. Los soldados debían estar aquí, habría combates en las calles. Pese a ello, lo embargaba una profunda tranquilidad en ese sombreado reducto solitario.
Crujió la puerta de estacas y entrevió una sombra de mujer con un pañuelo en la cabeza. Le puso en las manos una escudilla con comida y una lata con un líquido que, al beber, descubrió que era leche.
—La Madre María Quadrado está rezando por usted —oyó—. Alabado sea el Buen Jesús Consejero.
«Alabado», dijo, sin dejar de masticar, de tragar. Siempre que comía en Canudos le dolían las mandíbulas, como anquilosadas por falta de práctica: era un dolor placentero, que su cuerpo festejaba. Apenas hubo terminado, se recostó en la tierra, apoyó su cabeza en el brazo, y se quedó dormido. Comer, dormir: era ahora la única felicidad posible. Las descargas de fusilería se acercaban, alejaban, parecían girar alrededor suyo y había carreras precipitadas. Ahí estaba la cara ascética, menuda, nerviosa, del Coronel Moreira César, como la había visto tantas veces, cabalgando a su lado, o, en las noches del campamento, conversando después del rancho. Reconocía su voz sin pizca de vacilación, su tonito perentorio, acerado: el ablandamiento debía ejecutarse antes de la carga final para ahorrar vidas a la República, una pústula debía ser reventada de inmediato y sin sentimentalismos so pena de que la infección pudriera el organismo todo. Al mismo tiempo, sabía que el tiroteo arreciaba, las muertes, las heridas, los derrumbes, y tenía la sospecha de que gentes armadas pasaban encima suyo, evitando pisarlo, con noticias de la guerra que preferiría no entender porque eran malas. Estuvo seguro que ya no soñaba, cuando comprobó que esos balidos eran de un carnerito blanco que le lamía la mano. Acariñó la cabeza lanosa y el animal lo dejó hacer, sin espantarse. El rumor era una conversación de dos personas, al lado suyo. Se llevó a la cara el anteojo que había mantenido empuñado mientras dormía. En la incierta luz, reconoció la forma del Padre Joaquim y la de una mujer descalza, con túnica blanca y un pañuelo azul en la cabeza. El cura de Cumbe tenía un fusil entre las piernas y una sarta de balas en el cuello. Hasta donde alcanzaba a percibir, su aspecto era el de un hombre que había combatido: los ralos mechones revueltos y apelmazados por la tierra, la sotana en jirones, una sandalia sujeta con un cordel en vez de pasador de cuero. Mostraba agotamiento. Hablaba de alguien llamado Joaquincito.
—Salió con Antonio Vilanova, a conseguir comida —lo oyó decir, con desánimo—. Sé por Joao Abade que todo el grupo regresó salvo y que fueron a las trincheras del Vassa Barris. —Se atoró y carraspeó —: Las que aguantaron la embestida. —¿Y Joaquincito? —repitió la mujer.
Era Alejandrinha Correa, de la que se contaban tantos cuentos: que descubría cacimbas subterráneas, que había sido concubina del Padre Joaquim. No alcanzaba a distinguirle la cara. Ella y el cura estaban sentados por tierra. La puerta del interior del Santuario se hallaba abierta y adentro no parecía haber nadie.
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