Array Array - La guerra del fin del mundo

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Se escinden en grupos de tres o cuatro y, dando el brazo a los que cojean, protegiéndose en las arrugas del terreno, emprenden el regreso. Antonio va rezagado, junto a Honorio y a Zósimo. Acaso los nubarrones de polvo, acaso los rayos de sol, acaso la premura que tienen por invadir Canudos expliquen que ni las tropas que progresan a su izquierda ni los lanceros que divisan a la derecha, vengan a rematarlos. Porque los ven, es imposible que no los vean como ellos los están viendo. Pregunta a Honorio por las Sardelinhas. Le responde que a todas las mujeres les mandó decir que se fueran, antes de abandonar las trincheras. Todavía hay un millar de pasos hasta las viviendas. Será difícil, yendo tan despacio, llegar hasta allí sanos y salvos. Pero el temblor de sus piernas y el tumulto de su sangre le dicen que ni él ni ninguno de los sobrevivientes están en condiciones de ir más de prisa. El viejo Zósimo se tambalea, presa de un pasajero desvanecimiento. Le da una palmada, alentándolo, y lo ayuda a caminar. ¿Será cierto que este anciano estuvo alguna vez a punto de quemar vivo al León de Natuba, antes de ser rozado por el ángel? —Mire por el lado de la casa de Antonio el Fogueteiro, compadre.

Una intensa, ruidosa fusilería viene de ese macizo de viviendas que se elevan delante del antiguo cementerio y cuyas callejuelas, enrevesadas como jeroglíficos, son las únicas de Canudos que no llevan nombres de santos, sino de cuentos de troveros: Reina Magalona, Roberto el Diablo, Silvaninha, Carlomagno, Fierabrás, Pares de Francia. Allí están concentrados los nuevos peregrinos. ¿Son ellos quienes tirotean de ese modo a los ateos? Techos, puertas, bocacalles del barrio vomitan fuego contra los soldados. De pronto, entre las siluetas de yagunzos tumbados, de pie o acuclillados, descubre la inconfundible silueta de Pedráo, saltando de aquí a allá con su mosquetón, y está seguro de distinguir, entre el ruido atronador de los disparos, el estruendo del arma del mulato gigantón. Pedráo ha rechazado siempre cambiar esa vieja arma, de sus épocas de bandido, por los fusiles de repetición Mánnlicher y Máuser, pese a que éstos disparan cinco tiros y se cargan de prisa, en tanto que él, cada vez que usa el mosquete, tiene que limpiar el cañón y cebarlo de pólvora y taponarlo, antes de disparar los absurdos proyectiles: pedazos de fierro, de limonita, de vidrio, de plomo, de cera y hasta de piedra. Pero Pedráo tiene una destreza asombrosa y hace esa operación a una velocidad que parece cosa de brujo, como su extraordinaria puntería.

Lo alegra verlo allí. Si Pedráo y sus hombres han tenido tiempo de regresar, también lo habrán hecho Joáo Abade y Pajeú y, entonces, Belo Monte está bien defendido. Les falta ya menos de doscientos pasos para la primera línea de trincheras y los yagunzos que van delante agitan los brazos y se identifican a gritos para que los defensores no les disparen. Algunos corren; él y Honorio los imitan, pero se detienen pues el viejo Zósimo no puede seguirlos. Lo toman de los brazos y lo llevan a rastras, inclinados, tropezando, bajo una granizada de explosiones que a Antonio le parece dirigida contra ellos tres. Llega hasta lo que era una bocacalle y es ahora una tapia de piedras y latas de arena, tablas, tejas, ladrillos y toda clase de objetos sobre los que divisa una compacta hilera de tiradores. Muchas manos se estiran para ayudarlos a trepar. Antonio se siente levantado en peso, bajado, depositado al otro lado de la trinchera. Se sienta a descansar. Alguien le alcanza un zurrón lleno de agua, que bebe a sorbos, con los ojos cerrados, sintiendo una sensación dolorosa y dichosa cuando el líquido moja su lengua, su paladar, su garganta, que parecen de lija. Sus oídos zumbantes se destapan de rato en rato y puede oír la fusilería y los mueras a la República y a los ateos y los vítores al Consejero y al Buen Jesús. Pero en una de ésas —la gran fatiga va cediendo, pronto se levantará — se da cuenta que los yagunzos no pueden aullar «¡Viva la República!», «¡Viva el Mariscal Floriano!», «¡Mueran los traidores!», «¡Mueran los ingleses!». ¿Es posible que estén tan cerca que oiga sus voces? Los toques de corneta vibran en sus mismos oídos. Siempre sentado, coloca cinco balas en el tambor de revólver. Al cargar el Mánnlicher, ve que es la última cacerina. Haciendo un esfuerzo que resiente todos sus huesos, se pone de pie y trepa, ayudándose con codos y rodillas, hasta lo alto de la barricada. Le abren un hueco. A menos de veinte metros carga una maraña de soldados, en filas apretadas. Sin apuntar, sin buscar oficiales, descarga al bulto todas las balas del revólver y luego las del Mánnlicher, sintiendo, en cada rebote de la culata, un agujazo en el hombro. Mientras recarga apresurado el revólver mira el contorno. Los masones atacan por todos lados, y en el sector de Pedráo están aún más cerca que aquí; algunas bayonetas han llegado al borde mismo de las barricadas y hay yagunzos que se alzan de pronto armados de garrotes y fierros, golpeando con furia. No ve a Pedráo. Hacia su derecha, en una polvareda descomunal, las oleadas de uniformes avanzan hacia Espíritu Santo, Santa Ana, San José, Santo Tomás, Santa Rita, San Joaquim. Por cualquiera de esas calles llegarán en segundos hasta San Pedro o Campo Grande, el corazón de Belo Monte, y podrán asaltar las Iglesias y el Santuario. Lo tironean de un pie. Un jovencito le dice a gritos que el Comandante de la Calle quiere verlo, en San Pedro. El jovencito ocupa su puesto en el parapeto.

Mientras sube, trotando, la cuesta de San Crispín, ve a ambos lados de la calle mujeres llenando baldes y cajas de arena, que cargan al hombro. Todo a su alrededor es polvo, carreras, desbarajuste, entre casas con techos desfondados, fachadas acribilladas y ennegrecidas por el humo y otras desmoronadas o removidas. El movimiento frenético tiene un sentido, que descubre al llegar a San Pedro, la paralela a Campo Grande que taja Belo Monte del Vassa Barris al cementerio. El Comandante de la Calle está allí, con dos carabinas cruzadas, clausurando el lugar con barricadas en todas las esquinas que miran al río. Le estira la mano y sin preámbulos —pero, piensa Antonio, sin precipitación, con la calma debida para que el ex–comerciante lo comprenda exactamente — le pide que se encargue él de cerrar esas callejuelas transversales de San Pedro, utilizando toda la gente disponible.

—¿No es mejor reforzar la trinchera de abajo? —dice Antonio Vilanova, señalando el lugar de donde viene.

—Ahí no podremos aguantarlos mucho, es abierto —dice el Comandante de la Calle—. Aquí se enredarán y estorbarán. Tiene que ser una verdadera muralla, ancha, alta. —No te preocupes, Joáo Abade. Anda, yo me encargo. —Pero cuando el otro da media vuelta, añade —: ¿Y Pajeú?

—Vivo —dice Joáo Abade, sin volverse—. En la Fazenda Velha.

«Defendiendo las aguadas», piensa Vilanova. Si los sacan de allí, se quedarían sin gota de agua. Después de las Iglesias y el Santuario, es lo más importante para seguir viviendo: las aguadas. El ex–cangaceiro se pierde en la polvareda, por la cuesta que baja al río. Antonio se vuelve hacia las torres del Templo del Buen Jesús. Por el terror supersticioso de que no las iba a ver en su sitio, no las ha mirado desde que volvió a Belo Monte. Ahí están, desportilladas pero intactas, con su espesa osatura de piedra resistiendo las balas, los obuses, la dinamita de los perros. Los yagunzos encaramados en el campanario, en los techos, en los andamios, disparan sin tregua, y, otros, acuclillados o sentados, lo hacen desde el techo y el campanario de San Antonio. Entre los racimos de tiradores de la Guardia Católica que hacen fuego desde las barricadas del Santuario, divisa a Joáo Grande. Todo eso lo embarga de fe, evapora el pánico que le ha subido desde la planta de los pies al oír a Joáo Abade que los soldados van a trasponer inevitablemente las trincheras de abajo, que allí no hay esperanza de atajarlos. Sin perder más tiempo, ordena a gritos a los enjambres de mujeres, niños y viejos que comiencen a derribar todas las viviendas de las esquinas de San Crispín, de San Joaquim, de Santa Rita, de Santo Tomás, de Espíritu Santo, de Santa Ana, de San José, para convertir en una selva inextricable esa parte de Belo Monte. Les da el ejemplo, utilizando su fusil como ariete. Hacer trincheras, parapetos, es construir, organizar, y ésas son cosas que Antonio Vilanova hace mejor que la guerra.

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