Array Array - La guerra del fin del mundo
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—Nosotros hicimos estas trincheras —dice Honorio—. ¿Se acuerda, compadre?
—Claro que me acuerdo. Hasta ahora siguen vírgenes.
Sí, ellos dirigieron las cuadrillas que han diseminado esa zona sinuosa, entre el río y el cementerio, sin árbol ni matorral, de pequeños pozos para dos o tres tiradores. Cavaron los primeros abrigos hace un año, después del combate de Uauá. Luego de cada expedición han abierto nuevos agujeros, y, últimamente, pequeñas ranuras entre pozo y pozo que permiten a los hombres arrastrarse de uno a otro sin ser vistos. Siguen vírgenes, en efecto: ni una vez se ha combatido en este sector.
Una luz azulada, con tintes amarillos en los bordes, avanza desde el horizonte. Se escucha el cocorocó de los gallos. «Han pasado los cañonazos», dice Honorio, adivinando su pensamiento. Antonio termina la frase: «Quiere decir que ya están en camino, compadre». Las trincheras se esparcen cada quince, veinte pasos, en medio kilómetro de frente y un centenar de metros de fondo. Los yagunzos, embutidos en los abrigos de a dos y de a tres, se hallan tan ocultos que los Vilanova sólo los divisan cuando se inclinan a cambiar unas palabras con ellos. Muchos tienen tubos de metal, cañas de ancho diámetro y troncos horadados que les permiten observar afuera sin asomarse. La mayoría duermen o dormitan, hechos un ovillo, con sus Mánnlichers, Máuseres y trabucos, y la bolsa de proyectiles y el cuerno de pólvora al alcance de la mano. Honorio ha colocado centinelas a lo largo del Vassa Barris; varios han descendido y explorado el cauce —allí totalmente seco — y la otra banda, sin encontrar patrullas. Regresan hacia el cobertizo, conversando. Resulta extraño ese silencio con canto de gallos, después de tantas horas de bombardeo. Antonio comenta que el asalto a Canudos le pareció inevitable desde que esa columna de refuerzos —más de quinientos soldados, al parecer — llegó a la Favela, intacta, pese a los desesperados esfuerzos de Pajeú, que los estuvo hostigando desde Cladeiráo y sólo consiguió arrebatarles unas reses. Honorio pregunta si es verdad que las tropas han dejado compañías en Jueté y Rosario, por donde antes se contentaban con pasar. Sí, es verdad.
Antonio se desabrocha el cinturón y utilizando su brazo como almohada y tapándose la cara con el sombrero, se acurruca en la trinchera que comparte con su hermano. Su cuerpo se relaja, agradecido a la inmovilidad, pero sus oídos siguen alertas, tratando de percibir en el día que comienza alguna señal de los soldados. Al poco rato se olvida de ellos y, después de flotar sobre imágenes diversas, disueltas, se concentra de pronto en ese hombre cuyo cuerpo roza el suyo. Dos años menor que él, de claros cabellos ensortijados, calmo, discreto. Honorio es más que su hermano y concuñado: su compañero, su compadre, su confidente, su mejor amigo. No se han separado nunca, no han tenido jamás una disputa seria. ¿Está Honorio en Belo Monte, como él, por adhesión al Consejero y a todo lo que representa, la religión, la verdad, la salvación del alma, la justicia? ¿O sólo por fidelidad hacia su hermano? En los años que llevan en Canudos jamás se le había pasado por la cabeza. Cuando los rozó el ángel y abandonó sus asuntos para ocuparse de los de Canudos, le pareció natural que su hermano y su cuñada, al igual que su mujer, aceptaran de buen ánimo el cambio de vida, como lo habían hecho cada vez que las desgracias les fijaron nuevos rumbos. Así ha ocurrido: Honorio y Asunción se plegaron a su voluntad sin la menor queja. Había sido cuando Moreira César asaltó Canudos, en ese día interminable, mientras peleaba en las calles, que por primera vez comenzó a carcomerlo la sospecha de que tal vez Honorio iba a morir allí, no por algo en lo que creía, sino por respeto a su hermano mayor. Cuando intenta hablar con Honorio sobre este tema, su hermano se burla: «¿Cree que me jugaría el pellejo sólo por estar a su lado? ¡Que vanidoso se ha vuelto, compadre!». Pero esas bromas, en vez de aplacar sus dudas, las han activado. Se lo había dicho al Consejero: «Por mi egoísmo, he dispuesto de Honorio y de su familia sin jamás averiguar lo que ellos querían; como si fueran muebles o chivos». El Consejero encontró un bálsamo para esa herida: «Si fuera así, los has ayudado a hacer méritos para ganar el cielo». Siente que lo remecen, pero demora en abrir los ojos. El sol brilla en el cielo y Honorio le está haciendo silencio con un dedo en los labios:
—Ahí están, compadre —murmura, con voz queda—. Nos ha tocado recibirlos.
—Qué honor, compadre —responde, con voz pastosa.
Se arrodilla en la trinchera. De las barrancas de la otra banda del Vassa Barris un mar de uniformes azules, plomos, rojos, con brillos de abotonaduras y de espadas y bayonetas, viene hacia ellos en la resplandeciente mañana. Eso es lo que sus oídos están oyendo, hace rato: repique de tambores, clarín de cornetas. «Parece que vinieran derechito hacia nosotros», piensa. El aire está limpio y, pese a la distancia, ve con suma nitidez a las tropas, desplegadas en tres cuerpos, uno de los cuales, el del centro, parece enfilar rectilíneamente hacia estas trincheras. Algo pegajoso en la boca le atranca las palabras. Honorio le dice que ha despachado ya dos «párvulos» a Fazenda Velha y a la salida a Trabubú, a avisar a Joáo Abade y Pedráo que vienen por ese lado. —Tenemos que aguantarlos —se oye decir—. Aguantarlos como sea hasta que Joáo Abade y Pedráo se replieguen a Belo Monte.
—Siempre y cuando no estén atacando a la vez por Favela —gruñe Honorio. Antonio no lo cree. Al frente, bajando las barrancas del río seco, hay varios miles de soldados, más de tres mil, tal vez cuatro mil, lo que tiene que ser toda la fuerza útil de los perros. Los yagunzos saben, por los «párvulos» y espías, que en el hospital de la quebrada entre la Favela y el Alto do Mario hay cerca de mil heridos y enfermos. Una parte de la tropa debe haber quedado allí, protegiendo el hospital, la artillería e instalaciones. Esa tropa tiene que ser toda la del asalto. Se lo dice a Honorio, sin mirarlo, la vista clavada en las barrancas, mientras verifica con los dedos si el tambor del revólver está lleno de cartuchos. Aunque tiene un Mánnlicher, prefiere ese revólver, con el que se ha batido desde que está en Canudos. Honorio, en cambio, tiene el fusil apoyado en el reborde, con el alza levantada y el dedo en el gatillo. Así deben estar todos los otros yagunzos, en sus cuevas, recordando la instrucción: no disparar sino cuando el enemigo esté muy cerca, para ahorrar munición y aprovechar la sorpresa. Es lo único que los favorece, lo único que puede atenuar la desproporción de número y de equipo. Llega arrastrándose y se deja caer en la poza, un chiquillo que les trae un zurrón de café caliente y unas tortas de maíz. Antonio reconoce sus ojos vivos y risueños, su cuerpo torcido. Se llama Sebastián y es veterano en estas lides, pues ha servido de mensajero a Pajeú y a Joáo Grande. Mientras bebe el café, que le compone el cuerpo, Antonio ve desaparecer al chiquillo, reptando con sus zurrones y alforjas, silente y veloz como una lagartija.
«Si se acercan unidos, formando una masa compacta», piensa. Qué fácil sería entonces derribarlos con granizadas a quemarropa, en ese territorio sin árboles, matorrales ni rocas. Las depresiones del suelo no les sirven de mucho pues las trincheras de los yagunzos están en altozanos desde los cuales pueden dominarlas. Pero no vienen unidos. El cuerpo del centro avanza más rápido, como una proa; es el primero en cruzar el cauce y en escalar las barrancas. Unas figurillas azulinas, con listas rojas en los pantalones y puntos destellantes, asoman a menos de doscientos pasos de Antonio. Es una compañía de exploradores, un centenar de hombres, todos a pie, que se reagrupan en dos bloques de tres en fondo y progresan rápidamente, sin la menor precaución. Los ve estirar los pescuezos, avizorar las torres de Belo Monte, totalmente inconscientes de esos tiradores rastreros que los apuntan.
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