Array Array - La guerra del fin del mundo

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—¿Dijo usted Galileo Gall? —lo oyó decir.

—Sí —asintió el Barón, viendo los ojos enloquecidos, la cabeza rapada, oyendo los discursos apocalípticos—. Esa historia, Gall la habría entendido. Creía que el secreto de las personas estaba en los huesos de la cabeza. ¿Llegaría finalmente a Canudos? Si llegó, sería terrible para él comprobar que ésa no era la revolución con la que soñaba. —No lo era y sin embargo lo era —dijo el periodista miope—. Era el reino del oscurantismo y, a la vez, un mundo fraterno, de una libertad muy particular. Tal vez no se hubiera sentido tan decepcionado. —¿Supo qué fue de él?

—Murió en alguna parte, no muy lejos de Canudos —dijo el periodista—. Yo lo veía mucho, antes de todo esto. En «El Fuerte», una taberna de la ciudad baja. Era hablador, pintoresco, alocado; palpaba cabezas, profetizaba tumultos. Lo creía un embustero. Nadie hubiera adivinado que se convertiría en un personaje trágico. —Tengo unos papeles de él —dijo el Barón—. Una especie de memoria, o testamento, que escribió en mi casa, en Calumbí. Debí entregarlos a unos correligionarios suyos. Pero no pude. No por mala voluntad, pues fui hasta Lyon para cumplir el encargo. ¿Por qué había hecho ese viaje a Lyon, desde Londres, para entregar personalmente el texto de Gall a los redactores de l'Étincelle de la révolte? No por afecto al frenólogo, en todo caso; lo que había llegado a sentir por él era curiosidad, interés científico por esa variante insospechada de la especie humana. Se había dado el trabajo de ir a Lyon para ver la cara y oír a esos compañeros del revolucionario, comprobar si se parecían a él, si creían y decían las cosas que él. Pero había sido un viaje inútil. Todo lo que consiguió averiguar fue que l'Étincelle de la révolte, hoja esporádica, había dejado de salir tiempo atrás, y que la editaba una pequeña imprenta cuyo propietario había sido encarcelado, bajo la acusación de imprimir billetes falsos, hacía ya tres o cuatro años. Congeniaba muy bien con el destino de Gall haber estado, acaso, enviando artículos a unos fantasmas y haber muerto sin que nadie que lo hubiera conocido, en su vida europea, supiera dónde, cómo y por qué murió.

—Historia de locos —dijo, entre dientes—. El Consejero, Moreira César, Gall. Canudos enloqueció a medio mundo. A usted también, por supuesto.

Pero un pensamiento le tapó la boca: «No, ellos estaban locos desde antes. Canudos hizo

perder la razón sólo a Estela». Tuvo que hacer un esfuerzo para evitar las lágrimas. No recordaba haber llorado de niño, de joven. Pero, desde lo ocurrido a la Baronesa, lo había hecho muchas veces, en su despacho, en las noches de desvelo.

—Más que de locos es una historia de malentendidos —volvió a corregirlo el periodista miope—. Quiero saber una cosa, Barón. Le suplico que me diga la verdad. —Desde que me aparté de la política, casi siempre la digo —susurró el Barón—. ¿Qué quiere saber?

—Si hubo contactos entre el Consejero y los monárquicos —le repuso, espiando su reacción, el periodista miope—. No hablo del grupito de nostálgicos del Imperio que tenían la ingenuidad de proclamarse que lo eran, como Gentil de Castro. Sino de gentes como ustedes, los Autonomistas, los monárquicos de corazón, que, sin embargo, lo ocultaban. ¿Tuvieron contactos con el Consejero? ¿Lo azuzaron? El Barón, que lo había escuchado con burla, se echó a reír.

—¿No lo averiguó en esos meses en Canudos? ¿Vio políticos bahianos, paulistas, cariocas entre los yagunzos?

—Ya le dije que no vi gran cosa —repuso la voz antipática—. Pero supe que usted había enviado desde Calumbí maíz, azúcar, rebaños. —Entonces, sabrá también que no fue por mi voluntad, sino forzado —dijo el Barón—. Tuvimos que hacerlo todos los hacendados de la región, para que no nos quemaran las haciendas. ¿No es ésa la manera de tratar con los bandidos en el sertón? Si no se les puede matar, se les alquila. Si yo hubiera tenido la menor influencia sobre ellos no habrían destruido Calumbí y mi mujer estaría sana. Los fanáticos no eran monárquicos ni sabían lo que era el Imperio. Es fantástico que no lo haya comprendido, a pesar de… El periodista miope tampoco lo dejó continuar esta vez: —No lo sabían, pero sí eran monárquicos, aunque de una manera que ningún monárquico hubiera entendido —dijo, de prisa y pestañeando —: Sabían que la monarquía había abolido la esclavitud. El Consejero elogiaba a la Princesa Isabel por haber dado la libertad a los esclavos. Parecía convencido de que la monarquía cayó por haber abolido la esclavitud. Todos en Canudos creían que la República era esclavista, que quería restaurar la esclavitud.

—¿Piensa que yo y mis amigos inculcamos al Consejero semejante cosa? —volvió a sonreír el Barón—. Si alguien nos lo hubiera propuesto lo hubiéramos creído un imbécil.

—Sin embargo, eso explica muchas cosas —elevó la voz el periodista—. Como el odio al censo. Me devanaba los sesos, tratando de entenderlo, y ahí está la explicación. Raza, color, religión. ¿Para qué podía querer averiguar la República la raza y color de la gente, sino para convertir otra vez en esclavos a los negros? ¿Y para qué la religión sino para identificar a los creyentes antes de la matanza? —¿Ése es el malentendido que explica Canudos? —dijo el Barón.

—Uno de ellos —acezó el periodista miope—. Yo sabía que los yagunzos no habían sido equivocados así por ningún politicastro. Pero quería oírselo decir.

—Pues ya lo ha oído —dijo el Barón. ¿Qué hubieran dicho sus amigos si hubieran podido anticipar una maravilla así? ¡Los hombres y mujeres humildes del sertón levantándose en armas para atacar a la República, con el nombre de la Infanta Doña Isabel en los labios! No, era demasiado irreal para que a ningún monárquico brasileño se le hubiera ocurrido ni en sueños.

El mensajero de Joáo Abade alcanza a Antonio Vilanova en las afueras de Jueté, donde el ex–comerciante está emboscado con catorce yagunzos, al acecho de un convoy de reses y cabras. La noticia es tan grave que Antonio decide regresar a Canudos sin terminar lo que lo ha traído hasta allí: conseguir comida. Es un trabajo que ha hecho ya tres veces, desde que llegaron los soldados, las tres con éxito: veinticinco reses y varias docenas de chivos la primera; ocho reses la segunda, y la tercera una docena, además de un carromato de farinha, café, azúcar y sal. Él ha insistido en dirigir estas correrías destinadas a procurar alimento a los yagunzos, alegando que Joáo Abade, Pajeú, Pedráo y Joáo Grande son indispensables en Belo Monte. Desde hace tres semanas asaltan los convoyes que parten de Queimadas y Monte Santo, por la ruta de Rosario, llevando comida a la Favela.

Es una operación relativamente fácil, que el ex–comerciante, con sus maneras metódicas y escrupulosas y su talento organizador, ha perfeccionado a extremos científicos. El éxito se debe, sobre todo, a los informes que recibe, a la colaboración de los pisteros y cargadores de los soldados, que son, la mayoría, yagunzos que se han hecho contratar o levar en localidades diversas, de Tucano a Itapicurú. Ellos lo mantienen al tanto del movimiento de los convoyes y lo ayudan a decidir el lugar para la estampida, remate de la operación. En el sitio convenido —generalmente el fondo de una cañada o una zona frondosa de monte, siempre de noche — Antonio y su hombres irrumpen súbitamente entre el rebaño, provocando un estruendo con sus trabucos, reventando cartuchos de dinamita y soplando pitos, a fin de que los animales, asustados, se desboquen por la caatinga. En tanto que Antonio y su grupo distraen a la tropa, tiroteándola, los pisteros y cargadores rescatan a los animales que pueden y los azuzan por atajos acordados —la ruta que viene de Calumbí, la más corta y segura, sigue desconocida de los soldados — a Canudos. Antonio y los otros les dan alcance después.

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