Array Array - La guerra del fin del mundo
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Piensa en cómo ocurrió, en cómo debió ocurrir ese accidente. Él no estaba allí; se lo han contado y, desde entonces, ésa es, junto con la de los cuerpos que se pudren, una de las pesadillas que estorban su sueño las pocas horas que consigue dormir. La del jocundo y enérgico Capitán–cirujano encendiendo el cañón Krupp 34 cuya culata ha cerrado mal, por apresuramiento. Al detonar la espoleta, la explosión se propaga desde la culata entreabierta a un barril de cartuchos contiguo. Ha oído referir a los artilleros que vieron elevarse al Doctor Alfredo Gama varios metros, que cayó a veinte pasos convertido en un informe montón de carne. Con él han muerto el Teniente Odilón Corioano de Azevedo, el Alférez José A. do Amaral y tres soldados (otros cinco tuvieron quemaduras). Cuando Teotónio llegó al Alto do Mario, los cadáveres estaban siendo incinerados, conforme a una disposición sugerida por la Sanidad, en vista de lo difícil que es enterrar a todos los que mueren: en este suelo que es roca viva abrir una tumba es un gran desgaste de energía, pues las lampas y picos se abollan contra la piedra sin arrancarla. La orden de quemar los cadáveres ha motivado una violenta discusión entre el General Osear y el Capellán de la Primera Columna, el Padre capuchino Lizzardo, quien llama a la incineración «perversidad masónica».
El joven Teotónio guarda un recuerdo del Doctor Alfredo Gama: una cinta milagrosa del Senhor de Bonfim, que les vendieron aquella tarde, en Bahía, los funámbulos de la Plaza de la Basílica Catedral. Se la llevará a la viuda de su jefe, si regresa a Sao Paulo. Pero Teotónio duda que vuelva a ver la ciudad donde nació, estudió y donde se alistó en el Ejército por este idealismo romántico: servir a la Patria y a la Civilización. En estos meses, ciertas creencias que parecían sólidas, se han visto profundamente socavadas. Por ejemplo, su idea del patriotismo, sentimiento que, creía antes, corría por la sangre de todos estos hombres venidos de los cuatro rincones del Brasil a defender a la República contra el oscurantismo, la conspiración traidora y la barbarie. Tuvo la primera desilusión en Queimadas, en esa larga espera de dos meses, en el caos que era la aldea sertanera convertida en Cuartel General de la Primera Columna. En la Sanidad, donde trabajaba con el Capitán Alfredo Gama y otros facultativos, descubrió que muchos trataban de evitar la guerra mediante el pretexto de la mala salud. Los había visto inventar enfermedades, aprenderse los síntomas y recitarlos como consumados actores, para hacerse declarar ineptos. El médico–artillero le enseñó a desbaratar los insensatos recursos de que se valían para darse fiebres, vómitos, diarreas. Que entre ellos hubiera no sólo soldados de línea, es decir, gente inculta, sino oficiales, había sido para Teotónio un duro remezón.
El patriotismo no estaba tan extendido como suponía. Es un pensamiento que se ha confirmado en las tres semanas que lleva en esta ratonera. No es que los hombres no peleen; han peleado, están peleando. Él ha visto con qué bravura han resistido, desde Angico, los ataques de ese enemigo sinuoso, cobarde, que no da la cara, que no conoce las leyes y las maneras de la guerra, que se embosca, que ataca al sesgo, desde escondites, y se esfuma cuando los patriotas van a su encuentro. En estas tres semanas, pese a que una cuarta parte de las fuerzas expedicionarias han caído muertas o heridas, los hombres siguen combatiendo, pese a la falta de comida, pese a que todos empiezan a perder la esperanza de que llegue el convoy de refuerzos.
¿Pero, cómo conciliar el patriotismo con los negociados? ¿Qué amor al Brasil es este que permite esos sórdidos tráficos entre hombres que defienden la más noble de las causas, la de la Patria y la Civilización? Es otra realidad que desmoraliza a Teotónico Leal Cavalcanti: la forma en que se negocia y especula, en razón de la escasez. Al principio, fue sólo el tabaco el que se vendía y revendía cada hora más caro. Esa misma mañana, ha visto pagar doce mil reis por un puñado a un Mayor de Caballería… ¡Doce mil reis! Diez veces más de lo que vale una caja de tabaco en la ciudad. Después, todo ha aumentado vertiginosamente, todo ha pasado a ser objeto de puja. Como los ranchos son ínfimos —los oficiales reciben mazorcas de maíz verde, sin sal, y los soldados el pienso de los caballos — se pagan precios fantásticos por los comestibles: treinta y cuarenta mil reis por un cuarto de chivo, cinco mil por una mazorca de maíz, veinte mil por una rapadura, cinco mil por una taza de farinha, mil y hasta dos mil por una raíz de imbuzeiro o por un cacto «cabeza de frade» del que se puede extraer pulpa. Los cigarros llamados «fuzileires» se venden a mil reis y una taza de café a cinco mil. Y, lo peor, es que él también ha sucumbido al tráfico. Él también, empujado por el hambre y la necesidad de fumar, ha estado gastándose lo que tiene, pagando cinco mil reis por una cuchara de sal, artículo que sólo ahora ha descubierto lo codiciado que podía ser. Lo que horripila es saber que buena parte de esos productos tienen un origen ilícito, son robados de las despensas de la Columna, o robos de robos…
¿No es sorprendente que, en estas circunstancias, cuando se están jugando la vida cada segundo, en esta hora de la verdad que debía purificarlos, dejando en ellos sólo lo elevado, muestren esa avidez por negociar y atesorar dinero? «No es lo sublime sino lo sórdido y abyecto, el espíritu de lucro, la codicia, lo que se exacerba ante la presencia de la muerte», piensa Teotónio. La idea que se hacía del hombre se ha visto brutalmente mancillada en estas semanas.
Lo aparta de sus pensamientos alguien que llora a sus pies. A diferencia de otros, que sollozan, éste llora en silencio, como avergonzado. Se arrodilla junto a él. Es un soldado viejo que ya no aguanta más la comezón.
—Me he rascado, Señor Doctor —murmura—. No me importa que se infecte o lo que sea.
Es una de las víctimas de esa arma diabólica de los caníbales que ha destrozado la epidermis de buen número de patriotas: las hormigas cacaremas. Al principio parecía un fenómeno natural, una fatalidad, que esos bichos feroces, que perforan la piel, producen sarpullidos y un ardor atroz, salieran de sus escondrijos con el fresco de la noche para ensañarse en los dormidos. Pero se ha descubierto que los hormigueros, unas construcciones esféricas de barro, los suben hasta el campamento los yagunzos, y los revientan allí, para que los enjambres voraces hagan estragos entre los patriotas que descansan… ¡Y son niños de pocos años a quienes los caníbales mandan arrastrándose a depositar los hormigueros! Uno de ellos ha sido capturado; al joven Teotónio le han dicho que el «yagunzinho» se debatía en los brazos de sus captores como una fiera, insultándoles con las groserías del rufián más deslenguado….
Al levantar la camisa del viejo soldado para examinar su pecho, Teotónio encuentra que las placas amoratadas de ayer, son ahora una mancha rojiza con pústulas presas de continua agitación. Sí, ya están allí, reproduciéndose, royendo las entrañas del pobre hombre. Teotónio ha aprendido a disimular, a mentir, a sonreír. Las picaduras van mejor, afirma, el soldado debe tratar de no rascarse. Le da de beber media taza de agua con quinina asegurándole que con esto la comezón disminuirá.
Prosigue su ronda, imaginando a esos niños a quienes los degenerados mandan en las noches con los hormigueros. Bárbaros, inciviles, salvajes: sólo gentes sin sentimientos pueden pervertir así a seres inocentes. Pero también sobre Canudos han cambiado las ideas del joven Teotónio. ¿Son, efectivamente, restauradores monárquicos? ¿Están coludidos, de veras, con la Casa de Braganza y los esclavistas? ¿Es cierto que los salvajes son apenas un instrumento de la Pérfida Albión? Aunque los oye gritar ¡Muera la República!, Teotónio Leal Cavalcanti ya no está tan seguro de eso, tampoco. Todo se ha vuelto confuso. Él esperaba encontrar, aquí, oficiales ingleses, asesorando a los yagunzos, enseñándoles a manejar el armamento modernísimo metido de contrabando por las costas bahianas que se ha descubierto. ¡Pero entre los heridos que simula que cura hay víctimas de hormigas cacaremas y, también, de dardos y flechas emponzoñadas y de piedras puntiagudas lanzadas con hondas de trogloditas! De modo que eso del ejército monárquico, reforzado por oficiales ingleses, le parece ahora algo fantástico. «Tenemos al frente a simples caníbales», piensa. «Y, sin embargo, estamos perdiendo la guerra; la hubiéramos perdido si la Segunda Columna no llega a socorrernos cuando nos emboscaron en estos cerros.» ¿Cómo entender semejante paradoja? Una voz lo detiene: «¿Teotónio?». Es un Teniente en cuya guerrera en hilachas se lee todavía su grado y destino: Noveno Batallón de Infantería, Salvador. Se halla en el Hospital de Sangre desde el día que la Primera Columna llegó a la Favela; estaba entre los cuerpos de vanguardia de la Primera Brigada, a los que el Coronel Joaquim Manuel de Medeiros llevó insensatamente a intentar una carga, descendiendo la cuesta de la Favela hacia Canudos. La carnicería que les causaron los yagunzos, desde sus trincheras invisibles, fue espantosa; todavía se ve a la primera línea de soldados petrificada a media pendiente, donde fue detenida. El Teniente Pires Ferreira ha recibido una explosión en la cara; le arrancó las dos manos que había levantado y lo ha dejado ciego. Como era el primer día, el Doctor Alfredo Gama pudo anestesiarlo con morfina mientras le suturaba los muñones y desinfectaba su cara llagada. El Teniente Pires Ferreira tiene la fortuna de que sus heridas estén protegidas por vendas del polvo y los insectos. Es un herido ejemplar, al que Teotónio nunca ha oído llorar ni quejarse. Cada día, al preguntarle cómo se siente, lo oye responder: «Bien». Y decir «Nada» cuando le pregunta si quiere algo. Teotónio suele conversar con él, en Jas noches, tumbado a su lado en el cascajo, mirando las estrellas siempre abundantes en el cielo de Canudos. Así se ha enterado que el Teniente Pires Ferreira es veterano de esta guerra, uno de los pocos que ha servido en las cuatro expediciones enviadas por la República a combatir a los yagunzos; así ha sabido que para este infortunado oficial esta tragedia es el remate de una serie de humillaciones y derrotas. Ha comprendido, entonces, el porqué de la amargura que rumia, por qué resiste con estoicismo esas penalidades que destruyen la moral y la dignidad de otros. En él las peores heridas no son físicas.
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