Array Array - La guerra del fin del mundo

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—¿Teotónio? —repite Pires Ferreira. Las vendas le cubren media cara, pero no la boca ni el mentón.

—Sí —dice el estudiante, sentándose a su lado. Indica a los dos enfermeros con el botiquín y los zurrones que descansen; ellos se retiran unos pasos y se dejan caer sobre el cascajo—. Voy a acompañarte un rato, Manuel da Silva. ¿Necesitas algo? —¿Nos están oyendo? —dice el vendado, en voz baja—. Es confidencial, Teotónio. En ese momento suenan las campanas, al otro lado de los cerros. El joven Leal Cavalcanti mira al cielo: sí, oscurece, es la hora de las campanas y el rosario de Canudos. Repican todos los días, con una puntualidad mágica, e infaliblemente, poco después, si no hay tiroteo y cañonazos, hasta los campamentos de la Favela y el Monte Mario llegan las avemarías de los fanáticos. Una inmovilidad respetuosa se instala a esta hora en el Hospital de Sangre; muchos heridos y enfermos se persignan al oír las campanas y mueven los labios, rezando al mismo tiempo que sus enemigos. El mismo Teotónio, pese a que ha sido un católico apático, no puede dejar de sentir cada tarde, con estos rezos y campanadas, una sensación curiosa, indefinible, algo que, si no es la fe, es nostalgia de fe.

—O sea que el campanero sigue vivo —murmura, sin responder al Teniente Pires Ferreira—. No pueden bajarlo todavía.

El Capitán Alfredo Gama hablaba mucho del campanero. Lo había visto un par de veces trepando al campanario del Templo de las torres, y, otra, en el pequeño campanario de la capilla. Decía que era un viejecito insignificante e imperturbable, que se columpiaba del badajo, indiferente a la fusilería con que respondían a las campanas los soldados. El Doctor Gama le refirió que tumbar esos campanarios desafiantes y acallar al viejecillo provocador es ambición obsesiva allá, en el Alto do Mario, entre los artilleros, y que todos alistan sus fusiles para apuntarlo, a la hora del Ángelus. ¿No han podido matarlo aún o éste es un nuevo campanero?

—Lo que voy a pedirte no es producto de la desesperación —dice el Teniente Pires Ferreira—. No es el pedido de alguien que ha perdido el juicio.

Tiene la voz serena y firme. Está totalmente inmóvil sobre la manta que lo separa del cascajo, con la cabeza apoyada en una almohadilla de paja, y los muñones vendados sobre su vientre.

—No debes desesperar —dice Teotónio—. Serás de los primeros evacuados. Apenas lleguen los refuerzos y regrese el convoy, te llevarán en ambulancia a Monte Santo, a Queimadas, a tu casa. El General Osear lo prometió el día que vino al Hospital de Sangre. No desesperes, Manuel da Silva.

—Te lo pido por lo que más respetes en el mundo —dice, suave y firme, la boca de Pires Ferreira—. Por Dios, por tu padre, por tu vocación. Por esa novia a la que escribes versos, Teotónio.

—¿Qué quieres, Manuel da Silva? —murmura el joven paulista, apartando la vista del herido, disgustado, absolutamente seguro de lo que va a oír.

—Un tiro en la sien —dice la voz suave, firme—. Te lo suplico desde el fondo de mi alma.

No es el primero que le pide semejante cosa y sabe que no será el último. Pero es el primero que se lo pide con tanta tranquilidad, con tan poco dramatismo. —No puedo hacerlo sin manos —explica el hombre vendado—. Hazlo tú por mí. —Un poco de valor, Manuel da Silva —dice Teotónio, advirtiendo que es él quien tiene la voz alterada por la emoción—. No me pidas algo que va contra mis principios, contra mi profesión.

—Entonces, uno de tus ayudantes —dice el Teniente Pires Ferreira—. Ofrécele mi cartera. Debe haber unos cincuenta mil reis. Y mis botas, que están sin huecos. —La muerte puede ser peor que lo que te ha ocurrido —dice Teotónio—. Serás evacuado. Sanarás, recobrarás el amor a la vida.

—¿Sin ojos y sin manos? —pregunta, suavemente, Pires Ferreira. Teotónio se siente avergonzado. El Teniente tiene la boca entreabierta —: Eso no es lo peor, Teotónio. Son las moscas. Siempre las odié, siempre sentí mucho asco por ellas. Ahora, estoy a su merced. Se pasean por mi cara, se meten a mi boca, se cuelan por las vendas hasta las llagas.

Calla. Teotónio lo ve pasarse la lengua por los labios. Se siente tan conmovido de oír hablar así a ese herido ejemplar, que no atina siquiera a pedir el zurrón de agua a los enfermeros, para aliviarle la sed.

—Se ha vuelto algo personal entre los bandidos y yo —dice Pires Ferreira—. No quiero que se salgan con la suya. No permitiré que me dejen convertido en esto, Teotónio. No seré un monstruo inútil. Desde Uauá, supe que algo trágico se había cruzado en mi camino. Una maldición, un hechizo. —¿Quieres agua? —susurra Teotónio.

—No es fácil matarse cuando no tienes manos ni ojos —prosigue Pires Ferreira—. He intentado los golpes contra la roca. No sirve. Tampoco lamer el suelo, pues no hay piedras capaces de ser tragadas y…

—Calla, Manuel da Silva —dice Teotónio, poniéndole la mano en el hombro. Pero le resulta falso calmar a un hombre que parece el más tranquilo del planeta, que no sube ni apresura la voz, que habla de sí como de otra persona.

—¿Me vas a ayudar? Te lo pido en nombre de nuestra amistad. Una amistad nacida aquí es algo sagrado. ¿Me vas a ayudar?

—Sí —susurra Teotónio Leal Cavalcanti—. Te voy a ayudar, Manuel da Silva.

IV

—¿Su cabeza? —repitió el Barón de Cañabrava. Estaba ante la ventana de la huerta; se había acercado con el pretexto de abrirla, por el calor creciente, pero, en realidad, para localizar al camaleón, cuya ausencia lo angustiaba. Su ojos recorrieron la huerta en todas direcciones, buscándolo. Se había hecho invisible, otra vez, como si jugara con él—. La noticia de que lo decapitaron salió en The Times, en Londres. La leí allí. —Decapitaron su cadáver —lo corrigió el periodista miope.

El Barón regresó a su sillón. Se sentía apesadumbrado, pero, sin embargo, acababa de interesarse de nuevo en lo que decía el visitante. ¿Era un masoquista? Todo eso le traía recuerdos, escarbaba y reabría la herida. Pero quería oírlo.

—¿Lo vio alguna vez a solas? —preguntó, buscando los ojos del periodista—. ¿Llegó a hacerse una idea de la clase de hombre que era?

Habían encontrado la tumba sólo dos días después de caer el último reducto. Consiguieron que el Beatito les indicara el lugar donde estaba enterrado. Bajo tortura, se entiende. Pero no cualquier tortura. El Beatito era un mártir nato y no hubiera hablado por simples brutalidades como ser pateado, quemado, castrado o porque le cortaran la lengua o le reventaran los ojos. Pues a veces devolvían así a los yagunzos prisioneros, sin ojos, sin lengua, sin sexo, creyendo que ese espectáculo destruiría la moral de los que aún resistían. Conseguían lo contrario, claro está. Para el Beatito encontraron la única tortura que no podía resistir: los perros.

—Creía conocer a todos los jefes facinerosos —dijo el Barón—. Pajeú, Joáo Abade, Joáo Grande, Táramela, Pedráo, Macambira. Pero ¿el Beatito?

Lo de los perros era una historia aparte. Tanta carne humana, tanto banquete de cadáver, los meses del cerco, los volvieron feroces, igual a lobos y hienas. Surgieron manadas de perros carniceros que entraban a Canudos, y, sin duda, al campamento de los sitiadores, en busca de alimento humano.

—¿No eran esas manadas el cumplimiento de las profecías, los seres infernales del Apocalipsis? —masculló el periodista miope, cogiéndose el estómago—. Alguien debió decirles que el Beatito tenía un horror especial a los perros, mejor dicho al Perro, el Mal encarnado. Lo pondrían frente a una jauría rabiosa, sin duda, y, ante la amenaza de ser llevado en pedazos al infierno por los mensajeros del Can, los guió al lugar donde lo habían enterrado.

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