Array Array - La guerra del fin del mundo

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Es lo que hubiera ocurrido, ahora también, si no hubiera llegado esa noticia: que los perros van a asaltar Canudos en cualquier momento. Los dientes apretados, apresurando el paso, las frentes arrugadas, Antonio y sus catorce compañeros tienen una idea fija que los espolea: estar en Belo Monte con los demás, rodeando al Consejero, cuando los ateos ataquen. ¿Cómo se ha enterado el Comandante de la Calle del plan de asalto? El mensajero, un viejo baqueano que camina a su lado, le dice a Vilanova que trajeron la noticia dos yagunzos vestidos de soldados, que merodeaban por la Favela. Lo dice con naturalidad, como si fuera normal que los hijos del Buen Jesús anduvieran entre diablos disfrazados de diablos.

«Ya se acostumbraron, ya no les llama la atención», piensa Antonio Vilanova. Pero la primera vez que Joáo Abade trató de convencer a los yagunzos que usaran uniformes de soldados había habido casi una rebelión. El propio Antonio sintió gusto a ceniza con la propuesta. Ponerse encima aquello que simbolizaba lo malvado, insensible y hostil que hay en el mundo, le repelía visceralmente y entendía muy bien que los hombres de Canudos se resistieran a morir ataviados de perros. «Y, sin embargo, nos equivocamos, piensa. Y, como siempre, Joáo Abade tuvo razón.» Porque la información que traían los valerosos «párvulos» que se introducían a los campamentos, a soltar hormigas, cobras, escorpiones, a echar veneno a los odres de la tropa, no podía jamás ser tan precisa como la de los hombres hechos y derechos, sobre todo los licenciados o desertores del Ejército. Había sido Pajeú quien zanjó el problema, al presentarse, luego de una discusión, en las trincheras de Rancho do Vigario, vestido de cabo, anunciando que se deslizaría a través de las líneas. Todos sabían que él no pasaría desapercibido. Joáo Abade preguntó a los yagunzos si les parecía bien que Pajeú fuera al sacrificio para darles el ejemplo y quitarles el miedo a unos trapos con botones. Varios hombres del antiguo cangaco del caboclo se ofrecieron entonces a uniformarse. Desde ese día, el Comandante de la Calle no ha tenido dificultad en filtrar yagunzos en los campamentos.

Se detienen a descansar y comer, después de varias horas. Comienza a oscurecer y, bajo un cielo plomizo, se distinguen el Cambaio y la entrecortada Sierra de Cañabrava. Sentados en círculo, con las piernas cruzadas, los yagunzos abren sus bolsones de cuerdas trenzadas y sacan puñados de bolacha y carne reseca. Comen en silencio. Antonio Vilanova siente el cansancio en las piernas, acalambradas e hinchadas. ¿Está envejeciendo? Es una sensación de los últimos meses. ¿O es la tensión, la actividad frenética provocada por la guerra? Ha bajado tanto de peso que ha abierto nuevos agujeros a su cinturón y Antonia Sardelinha ha tenido que arreglarle sus dos camisas que le bailaban como camisolas. Pero ¿no les ocurre eso mismo a los hombres y mujeres de Belo Monte? ¿No han enflaquecido también Joáo Grande y Pedráo, que eran unos gigantes? ¿No está Honorio encorvado y encanecido? ¿Y Joáo Abade y Pajeú no están también más viejos?

Escucha el bramido del cañón, hacia el Norte. Una pequeña pausa y, luego, varios cañonazos seguidos. Antonio y los yagunzos saltan del sitio y reanudan la marcha, a tranco largo.

Se acercan a la ciudad por el Tabolerinho, al amanecer, después de cinco horas en las que los cañonazos se suceden casi sin interrupción. En las aguadas, donde comienzan las casas, hay un mensajero esperándolos para conducirlos adonde Joáo Abade. Lo encuentran en las trincheras de Fazenda Velha, reforzadas ahora con el doble de hombres, todos con los dedos en los gatillos de fusiles y espingardas, oteando, en las sombras de la madrugada, las faldas de la Favela, por donde esperan ver derramarse a los masones. «Alabado sea el Buen Jesús Consejero», murmura Antonio y Joáo Abade, sin contestarle, le pregunta si vio soldados por la ruta. No, ni una patrulla. —No sabemos por dónde van a atacar —dice Joáo Abade y el ex–comerciante advierte su enorme preocupación—. Sabemos todo, menos lo principal.

Calcula que atacarán por aquí, el camino más corto, y por eso ha venido el Comandante de la Calle a reforzar con trescientos yagunzos a Pajeú, en esta trinchera que se curva, un cuarto de legua, desde los pies del Monte Mario hasta el Tabolerinho. Joáo Abade le explica que Pedráo cubre el Oriente de Belo Monte, la zona de los corrales y sembríos, y los montes por donde serpentean las trochas a Trabubú, Macambira, Cocorobó y Geremoabo. La ciudad, defendida por la Guardia Católica de Joáo Grande tiene nuevos parapetos de piedra y arena en callejuelas y encrucijadas y se ha reforzado el cuadrilátero de las Iglesias y el Santuario, ese centro al que convergirán los batallones de asalto, como convergen hacia allí los obuses de sus cañones.

Aunque está ávido por hacer preguntas, Vilanova comprende que no hay tiempo. ¿Qué debe hacer? Joáo Abade le dice que a él y a Honorio les corresponde el territorio paralelo a los barrancos del Vassa Barris, al Este del Alto do Mario y la salida a Geremoabo. Sin más explicaciones, le pide que avise en el acto si aparecen soldados, pues lo importante es descubrir a tiempo por dónde tratarán de entrar. Vilanova y los catorce hombres echan a correr.

La fatiga se ha evaporado como por ensalmo. Debe ser otro indicio de la presencia divina, otra manifestación de lo sobrenatural en su persona. ¿Cómo explicarlo, si no es a través del Padre, del Divino o del Buen Jesús? Desde que supo la noticia del asalto no ha hecho otra cosa que andar y correr. Hace un rato, cruzando la Laguna de Cipó, las piernas le flaquearon y el corazón le latía con tanta furia que temió caer desvanecido. Y ahí está ahora, corriendo sobre ese terreno pedregoso, de subidas y bajadas, en ese final de la noche que las bombardas fulminantes de la tropa iluminan y atruenan. Se siente descansado, lleno de energía, capaz de desplegar cualquier esfuerzo, y sabe que así se sienten los catorce hombres que corren a su lado. ¿Quién sino el Padre puede operar semejante cambio, rejuvenecerlos así, cuando las circunstancias lo requieren? No es la primera vez que le ocurre. Muchas veces, en estas semanas, cuando creía que iba a desplomarse, ha sentido de pronto una nueva fuerza que parece alzarlo, renovarlo, inyectarle un ventarrón de vida.

En la media hora que les toma llegar a las trincheras del Vassa Barris —corriendo, andando, corriendo — Antonio Vilanova percibe, en Canudos, llamaradas de incendios. No piensa si alguno de esos fuegos consume su hogar, sino: ¿estará funcionando el sistema que ha ideado para que los incendios no se propaguen? Hay, para eso, en las esquinas y las calles, cientos de barriles y cajas de arena. Los que permanecen en la ciudad saben que apenas estalla una explosión deben correr a sofocar las llamas con baldazos de tierra. El propio Antonio ha organizado, en cada manzana de viviendas, grupos de mujeres, niños y ancianos encargados de esa tarea.

En las trincheras, encuentra a su hermano Honorio y también a su mujer y a su cuñada. Las Sardelinhas están instaladas con otras mujeres bajo un cobertizo, entre cosas de comer y de beber, remedios y vendas. «Bien venido, compadre», lo abraza Honorio. Antonio se demora un momento con él mientras come con apetito los cazos que las Sardelinhas sirven a los recién llegados. Apenas termina su breve refrigerio, el excomerciante distribuye a sus catorce compañeros por los alrededores, les aconseja dormir algo y va con Honorio a recorrer la zona.

¿Por qué les ha encargado Joáo Abade esta frontera a ellos, los menos guerreros de los guerreros? Sin duda porque es la más alejada de la Favela: no atacarán por aquí. Tendrían tres o cuatro veces más de camino que si descienden las laderas y atacan la Fazenda Velha; tendrían, además, antes de llegar al río, que atravesar un territorio abrupto y crispado de espinos que obligaría a los batallones a quebrarse y disgregarse. No es así como pelean los ateos. Lo hacen en bloques compactos, formando esos cuadros que resultan tan buen blanco para los yagunzos atrincherados.

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