Array Array - La guerra del fin del mundo

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Está comido por esa duda cuando, en las sombras que por el lado de los cerros comienzan a deshacerse en irisación azulada, percibe dos siluetas, corriendo hacia él. Va a gritar «¡Socorro, ayuda!», cuando una sospecha le hiela el grito. Hasta que le arden los ojos se esfuerza por saber si llevan uniformes, pero no hay suficiente claridad para saberlo. Se ha sacado el fusil que llevaba en banderola, cogido una cacerina de su bolsa y carga y rastrilla el arma cuando los hombres están ya muy cerca: ninguno es soldado. Dispara a bocajarro sobre el que ofrece mejor blanco y, con el tiro, oye su resoplido animal y el golpe del cuerpo en el suelo. Y su fusil se vuelve a encasquillar: está apretando un gatillo que no retrocede un milímetro.

Maldice y se hace a un lado a la vez que, alzando el fusil con las dos manos, golpea al otro yagunzo que, pasado un segundo de aturdimiento, se le ha echado encima. Queluz sabe pelear, ha destacado siempre en las pruebas de fuerza que organiza el Capitán Oliveira. El resuello ansioso del hombre le calienta la cara y siente sus cabezazos mientras él atina a lo principal, buscarle los brazos, las manos, sabiendo que el peligro no está en esos cabezazos por más que parezcan pedradas sino en la faca que debe prolongar una de sus manos. Y, en efecto, a la vez que encuentra y aferra sus muñecas siente el desgarro del pantalón y el roce en su muslo de una punta con filo. A la vez que también él cabecea, muerde e insulta. Queluz lucha con todas sus fuerzas para contener, apartar, torcer esa mano donde está el peligro. No sabe cuántos segundos o minutos u horas le cuesta, pero de pronto se da cuenta que el traidor pierde fiereza, va desanimándose, que el brazo que empuña comienza a ablandarse bajo la presión del suyo. «Ya estás jodido —lo escupe Queluz—, ya estás muerto, traidor.» Sí, aunque todavía muerde, patea, cabecea, el yagunzo está apagándose, renunciando. Por fin, Queluz siente las manos libres. Se incorpora de un brinco, coge su fusil, lo alza, va a hundirle la bayoneta en el estómago, dejándose caer sobre él, cuando —ya no es noche sino el amanecer — ve la cara tumefacta atravesada por una horripilante cicatriz. Con el fusil en el aire, piensa: «Pajeú». Parpadeando, acezando, el pecho reventándole de excitación, grita: «¿Pajeú? ¿Eres Pajeú?» No está muerto, tiene los ojos abiertos, lo mira. «¿Pajeú?», grita, loco de alegría. «¿Quiere decir que yo te capturé, Pajeú?» El yagunzo, aunque lo mira, no le hace caso. Está tratando de levantar la faca. «¿Todavía quieres pelear?», se burla Queluz, pisándole el pecho. No, está desinteresado de él, tratando de… «O sea que quieres matarte, Pajeú», se ríe Queluz, volándole de un patadón la faca de la mano floja. «Eso no te toca a ti, traidor, sino a nosotros.»

Capturar vivo a Pajeú es una proeza aún mayor que haberlo matado. Queluz contempla la cara del caboclo: hinchada, rasguñada, mordida por él. Pero, además, tiene un balazo en la pierna, pues todo su pantalón está embebido en sangre. Le parece mentira que se encuentre a sus pies. Busca al otro yagunzo y, al tiempo que lo ve, despatarrado agarrándose el estómago, acaso no muerto aún, se da cuenta que vienen varios soldados. Les hace gestos, frenético: «¡Es Pajeú! ¡Pajeú! ¡Agarré a Pajeú!» Cuando, luego de haberlo tocado, olido, escrutado y vuelto a tocar —y haberle descargado algunas patadas, pero no muchas pues todos convienen en que lo mejor es llevárselo vivo al Coronel Medeiros — los soldados arrastran a Pajeú al campamento, Queluz merece una bienvenida apoteósica. Se corre la voz que mató a uno de los bandidos que los atacaron y que ha capturado a Pajeú y todos salen a mirarlo, a felicitarlo, a palmearlo y abrazarlo. Le llueven amistosos coscorrones, le alcanzan cantimploras, le prende un cigarrillo un teniente. No puede contenerse y se le saltan las lágrimas. Masculla que está apenado por Leopoldinho pero es por estos momentos de gloria que está llorando.

El Coronel Medeiros quiere verlo. Mientras va hacia el puesto de mando, como en trance, Queluz no recuerda el furor en que ha estado la víspera el Coronel Medeiros —furor que se tradujo en castigos, amonestaciones y reprimendas de las que no se libraron mayores ni capitanes — por la frustración que le produjo que la Primera Brigada no participase en el asalto de ese amanecer y que, creían todos, sería el definitivo, el que permitiría ocupar a los patriotas todo lo que queda en poder de los traidores. Se ha dicho, incluso, que el Coronel Medeiros tuvo un incidente con el General Osear por no haber accedido éste a que la Primera Brigada diera el asalto y que, al saberse que la Segunda Brigada del Coronel Gouveia había tomado las trincheras del cementerio de los fanáticos, el Coronel Medeiros había pulverizado en el suelo su taza de café. También se ha dicho que, al anochecer, cuando el Estado Mayor interrumpió el asalto, en vista de lo elevado de las pérdidas y de la resistencia feroz, el Coronel Medeiros bebió aguardiente, como si estuviera celebrando, como si hubiera algo que celebrar.

Pero, al entrar a la barraca del Coronel Medeiros, Queluz recuerda inmediatamente todo eso. La cara del jefe de la Primera Brigada está a punto de estallar de rabia. No lo espera en la puerta para felicitarlo, como él creía. Sentado en su banqueta de tijera, vomita sapos y culebras. ¿A quién grita de ese modo? A Pajeú. Entre las espaldas y perfiles de los oficiales que repletan la barraca, Queluz divisa en el suelo, a los pies del Coronel, la cara amarillenta partida por la cicatriz granate. No está muerto; tiene los ojos semiabiertos y Queluz, a quien nadie hace caso, que ya no sabe para qué lo han traído y tiene ganas de irse, se dice que la rabieta del Coronel se debe sin duda a la manera ausente, despectiva, con que lo mira Pajeú. Pero no es eso sino el ataque al campamento: ha habido dieciocho muertos.

— ¡Dieciocho! ¡Dieciocho! —mastica, como si tuviera un freno, el Coronel Medeiros—. ¡Treinta y tantos heridos! A nosotros, que nos pasamos aquí todo el día, rascándonos las bolas mientras la Segunda Brigada pelea, vienes tú con tus degenerados y nos haces más bajas que a ellos.

«Va a ponerse a llorar», piensa Queluz. Asustado, imagina que el Coronel averiguará de algún modo que se echó a dormir y dejó pasar a los bandidos sin dar la alarma. El jefe de la Primera Brigada salta del asiento y se pone a patear, a pisotear y zapatear. La espalda y los perfiles le ocultan lo que ocurre en el suelo. Pero segundos después lo vuelve a ver: la cicatriz bermeja ha crecido, cubre la cara del bandido, una masa de barro y sangre sin rasgos ni forma. Pero tiene aún los ojos abiertos y hay aún en ellos esa indiferencia tan ofensiva y tan extraña. Una baba sanguinolenta aflora de sus labios. Queluz ve un sable en las manos del Coronel Medeiros y está seguro que va a rematar a Pajeú. Pero se limita a apoyarle la punta en el cuello. Reina silencio total en la barraca y Queluz se contagia de la gravedad hierática de todos los oficiales. Por fin, el Coronel Medeiros se calma. Vuelve a sentarse en la banqueta y arroja su sable al camastro. —Matarte sería hacerte un favor —masculla, con amargura y rabia—. Has traicionado a tu país, asesinado a tus compatriotas, robado, saqueado, cometido todos los crímenes. No hay castigo a la altura de lo que has hecho.

«Se está riendo», se asombra Queluz. Sí, el caboclo se está riendo. Ha arrugado la frente y la pequeña cresta que le queda de nariz, entreabierto la boca y sus ojitos rasgados brillan al tiempo que emite un ruido que, no hay duda, es risa.

—¿Te hace gracia lo que digo? —silabea el Coronel Medeiros. Pero al instante cambia de tono, pues la cara de Pajeú ha quedado rígida—. Examínelo, Doctor… El Capitán Bernardo da Ponte Sanhuesa se arrodilla, pega su oído al pecho del bandido, le observa los ojos, le toma el pulso.

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