Array Array - La guerra del fin del mundo
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Él se encogió de hombros y se acomodó de nuevo en el parapeto. ¿Debía salir de esa trinchera, volver al otro lado, huir a Canudos? Su cuerpo no le obedecía, sus piernas se habían vuelto de trapo, si se ponía de pie se derrumbaría. ¿Por qué no aparecían con sus bayonetas, por qué tardaban si los había visto tan cerca? El yagunzo movía la boca pero ella escuchaba sólo ese zumbido confuso y ahora, también, ruidos metálicos: ¿cornetas? —No oigo nada, no oigo nada —gritó, con todas sus fuerzas—. Estoy sorda. El yagunzo asintió y le hizo una seña, como indicando que alguien se iba. Era joven, de cabellos largos y crespos que se chorreaban bajo las alas del sombrero, de piel algo verdosa. Tenía el brazalete de la Guardia Católica. «¿Qué?», rugió Jurema. Él le hizo señas de que mirara por el parapeto. Empujando a los cadáveres, asomó la cara a una de las aberturas entre las piedras. Los soldados estaban ahora más abajo, eran ellos los que se iban. «¿Por qué se van si han ganado?», pensó, viendo cómo se los tragaban los remolinos de tierra. ¿Por qué se iban en vez de subir a rematar a los sobrevivientes?
Cuando el Sargento Fructuoso Medrado —Primera Compañía, Decimosegundo Batallón — oye la corneta ordenando la retirada, cree loquearse. Su grupo de cazadores está a la cabeza de la Compañía y ésta a la cabeza del Batallón en la carga a la bayoneta, la quinta del día, a las laderas occidentales de Cocorobó. Que esta vez, cuando han ocupado las tres cuartas partes de la pendiente, sacando a bayoneta y sable a los ingleses de los escondrijos desde donde raleaban a los patriotas, les ordenen retroceder, es algo que, simplemente, no le cabe en la cabeza al Sargento Fructuoso, a pesar de que la tiene grande. Pero no hay duda: ahora son muchas las cornetas que ordenan marcha atrás. Sus once hombres están agazapados, mirándolo, y en el terral que los envuelve el Sargento Medrado los ve tan sorprendidos como él. ¿Ha perdido el juicio el Comando para privarlos de la victoria cuando sólo quedan las cumbres por limpiar? Los ingleses son pocos y casi no tienen municiones; el Sargento Fructuoso Medrado divisa allá en lo alto a los que han ido escapando de las olas de soldados que rompían sobre ellos y ve que nos disparan: hacen gestos, muestran facas y machetes, tiran piedras. «Todavía no he matado mi inglés», piensa Fructuoso.
—¿Qué espera el primer grupo de cazadores para cumplir la orden? —grita el jefe de la Compañía, el Capitán Almeida, que se materializa a su lado.
— ¡Primer grupo de cazadores! ¡Retirada! —ruge de inmediato el Sargento y sus once hombres se lanzan pendiente abajo.
Pero él no se apura; desciende al mismo paso que el Capitán Almeida. —La orden me tomó de sorpresa, su señoría —murmura, colocándose a la izquierda del oficial—. ¿Quién entiende una retirada a estas alturas?
—Nuestra obligación no es entender sino obedecer —gruñe el Capitán Almeida, que se desliza sobre los talones, utilizando el sable como bastón. Pero, un momento después añade, sin disimular su cólera —: Tampoco lo entiendo. Sólo faltaba rematarlos, era ya un juego.
Fructuoso Medrado piensa que uno de los inconvenientes de esa vida militar que le gusta tanto, es lo misteriosas que pueden ser las decisiones de la autoridad. Ha participado en las cinco cargas contra los cerros de Cocorobó y, sin embargo, no está cansado. Lleva seis horas peleando, desde que, esta madrugada, su Batallón, que iba a la vanguardia de la Columna, se vio de pronto, a la entrada del desfiladero, entre un fuego cruzado de fusilería. En la primera carga, el Sargento iba detrás de la Tercera Compañía y vio cómo los grupos de cazadores del Alférez Sepúlveda eran segados por ráfagas que nadie localizó de dónde venían. En la segunda, la mortandad fue también tan grande que hubo que retroceder. La tercera carga la dieron dos Batallones de la Sexta Brigada, el Veintiséis y el Treinta y dos, pero a la Compañía del Capitán Almeida el Coronel Carlos María de Silva Telles le encargó una maniobra envolvente. No dio resultado, pues al escalar las estribaciones de la espalda descubrieron que se cortaban en cuchillo sobre una quebrada de espinas. Al regreso, el Sargento sintió un ardor en la mano izquierda: una bala acababa de llevarse la punta de su meñique. No le dolía y, en la retaguardia, mientras el médico del Batallón le ponía desinfectante, él hizo bromas para levantarles la moral a los heridos que traían los camilleros. En la cuarta carga fue de voluntario, argumentando que quería vengarse por ese pedazo de dedo y matar un inglés. Habían llegado hasta medio cerro, pero con tanta pérdida que, una vez más, tuvieron que retroceder. Pero en ésta los habían derrotado en toda la línea: ¿por qué retirarse? ¿Tal vez para que la Quinta Brigada los rematara y se llevara toda la gloria el Coronel Donaciano de Araujo Pantoja, subordinado preferido del General Savaget? «A lo mejor», murmura el Capitán Almeida.
Al pie del cerro, donde hay compañías que intentan reconstituirse, empujándose unas a otras, troperos que tratan de uncir los animales de arrastre a cañones, carros y ambulancias, toques de cornetas contradictorios, heridos que chillan, el Sargento Fructuoso Medrado descubre el porqué de la súbita retirada: la Columna que viene de Queimadas y Monte Santo ha caído en una trampa y la Segunda Columna, en vez de invadir Canudos por el Norte, irá a marchas forzadas a sacarla del atolladero. El Sargento, que entró al Ejército a los catorce años e hizo la guerra contra el Paraguay y peleó en las revoluciones que alborotaron el Sur desde la caída de la monarquía, no se inmuta con la idea de partir, por un terreno desconocido, después de haber pasado el día peleando. ¡Y qué pelea! Los bandidos son bravos, se lo reconoce. Aguantaron varias rociadas de cañonazos sin moverse, obligando a los soldados a ir a sacarlos al arma blanca, y enfrentándoseles con ferocidad en el cuerpo a cuerpo: los malparidos pelean como paraguayos. A diferencia de él, que, luego de unos tragos de agua y unas galletas, se siente fresco, sus hombres lucen exhaustos. Son novatos, reclutados en Bagé en los últimos seis meses; éste ha sido su bautismo. Se han portado bien, a ninguno lo ha visto asustarse. ¿Le tendrán más miedo que a los ingleses? Es un hombre enérgico con sus subordinados, a la primera se las ven con él. En lugar de los castigos reglamentarios — pérdida de salida, calabozo, varazos — el Sargento prefiere los coscorrones, jalones de orejas, puntapiés en el trasero o aventarios a la charca lodosa de los cerdos. Están bien entrenados, lo han probado hoy. Todos se hallan salvos, con excepción del soldado Corintio, quien se golpeó contra unas piedras y cojea. Es flacuchento, camina aplastado por la mochila. Buen tipo, Corintio, tímido, servicial, madrugador, y Fructuoso Medrado tiene con él favoritismos por ser el marido de Florisa. El Sargento siente una comezón y se ríe para sus adentros. «Qué puta eres, Florisa —piensa—. Qué puta para que, estando tan lejos y en una guerra, seas capaz de parármela.» Tiene ganas de reírse a carcajadas con las burradas que se le ocurren. Mira a Corintio, cojeando, jorobado bajo la mochila, y recuerda el día que se presentó con el mayor desparpajo al rancho de la lavandera: «O te acuestas conmigo, Florisa, o Corintio se queda todas las semanas con castigo de rigor, sin derecho a visitas». Florisa resistió un mes; cedió para ver a Corintio, al principio, pero ahora, cree Fructuoso, se sigue acostando con él porque le gusta. Lo hacen en el mismo rancho o en el recodo del río donde ella va a lavar. Es una relación de la que Fructuoso se ufana cuando está borracho. ¿Sospechará algo Corintio? No, no sabe nada. ¿O se hace, pues, qué puede hacer contra un hombre como el Sargento que es, además, su superior?
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