Array Array - La guerra del fin del mundo

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Se siente agotado, el corazón a punto de estallar. Táramela también jadea. Es bueno que esté ahí ese compañero leal, amigo de tantos años, con el que no ha tenido jamás un cambio de palabras. Y en eso le salen al frente cuatro uniformes, cuatro rifles. «Tírate, tírate», grita. Se arroja al suelo y rueda, sintiendo que por lo menos dos disparan. Cuando alcanza a agazaparse ya tiene su fusil apuntando a los soldados que vienen hacia él. El Mánnlicher se ha encasquillado: el gatillo golpea sin provocar explosión. Oye un tiro y uno de los protestantes cae, agarrándose el vientre. «Sí, Táramela, eres mi suerte», piensa, a la vez que, utilizando el fusil como garrote, se lanza sobre los tres soldados a quienes ver a su compañero herido desconcierta unos segundos. Golpea y hace trastabillar a uno de ellos pero los otros se le echan encima. Siente un ardor, una punzada. Súbitamente la cara de uno de los soldados revienta en sangre y lo oye rugir. Táramela está ahí, después de irrumpir como un bólido. El enemigo que le toca no es adversario para Pajeú: muy joven, transpira y el uniforme en que está embutido apenas lo deja moverse. Forcejea hasta que Pajeú le arrebata el fusil y, entonces, corre. Táramela y el otro están en el suelo, resollando. Pajeú se les acerca y de un impulso hunde la faca hasta el mango en el cuello del soldado, el que gargariza, tiembla y queda inmóvil. Táramela tiene unos cuantos moretones y Pajeú sangra del hombro. Táramela le frota emplasto de huevo y lo venda, con la camisa de uno de los muertos. «Eres mi suerte, Táramela», dice Pajeú. «Soy», asiente éste. No pueden correr ahora, pues, además de los suyos, cada uno lleva un fusil de los soldados y su morral. Poco después oyen un tiroteo. Empieza ralo pero pronto cobra intensidad. La vanguardia ya está en Pitombas, recibiendo las balas de Felicio. Imagina la rabia que deben sentir al encontrarse, colgando de los árboles, los uniformes, las botas, las gorras, los correajes del Cortapescuezos, de darse con los restos comidos por los urubús. Durante casi toda su marcha hacia Pitombas, sigue el tiroteo y Táramela comenta: «Quién como ellos, les sobran balas, pueden disparar por disparar». Los tiros cesan de pronto. Felicio debe haber emprendido la retirada, sirviendo de señuelo a la Columna por el camino de las Umburanas, donde el viejo Macambira y Mané Quadrado la recibirán con otra lluvia de fuego.

Cuando Pajeú y Táramela —deben descansar un rato, pues el sobrepeso de los fusiles y morrales los fatiga el doble — llegan a la caatinga de Pitombas, todavía hay allí yagunzos diseminados. Disparan esporádicamente a la Columna que, sin prestarles atención, continúa discurriendo, entre una polvareda amarilla, hacia esa profunda depresión, antaño cauce de río, que los sertañeros llaman camino de las Umburanas. —No te debe doler mucho, cuando te ríes, Pajeú —dice Táramela. Pajeú está soplando el pito de madera, para hacer saber a los yagunzos que ya está allí, y piensa que tiene derecho a sonreír. ¿No están los perros hundiéndose por la quebrada, batallón tras batallón, camino de las Umburanas? ¿No los lleva ese camino, indefectiblemente, hacia la Favela?

Él y Táramela están en una explanada boscosa que cuelga sobre las barrancas peladas; no necesitan ocultarse, pues, además del ángulo muerto, los protegen los rayos del sol que ciegan a los soldados si miran en esta dirección. Ven cómo la Columna, allí abajo, va azulando, enrojeciendo la tierra grisácea. Escuchan siempre tiros esporádicos. Los yagunzos llegan reptando, emergen de cuevas, se descuelgan de palenques disimulados en los árboles.

Se apiñan en torno a Pajeú, al que alguien pasa un zurrón con leche, que él toma a sorbitos y que le deja un hilo blanco en las comisuras. Nadie le pregunta por su herida y, más bien, evitan mirársela, como si fuera algo impúdico. Pajeú va comiendo un puñado de frutas que ponen en sus manos: quixabas, trozos de umbú, mangabas. A la vez, escucha el informe entrecortado de dos hombres que Felicio dejó allí, mientras él iba a reforzar a Joaquim Macambira y a Mané Quadrado en las Umburanas. Los perros tardaron en reaccionar al ser tiroteados desde la explanada, porque les parecía arriesgado trepar el declive y ponerse en la mira de los tiradores o porque adivinaban que éstos eran grupos insignificantes. Sin embargo, cuando Felicio y sus hombres se adelantaron hasta la orilla del barranco y los ateos vieron que comenzaban a tener bajas, mandaron varias compañías a cazarlos. Así habían estado, ellos tratando de subir y los yagunzos aguantándolos, hasta que, por fin, los soldados se les colaron por uno y otro sitio y ellos los vieron desaparecer entre las matas. Felicio partió poco después. —Hasta hace un rato —dice uno de los mensajeros—, todo esto hervía de soldados. Táramela, que ha estado contando a la gente, le informa a Pajeú que hay treinta y cinco. ¿Esperarán a los otros?

—No hay tiempo —responde Pajeú—. Nos necesitan.

Deja un mensajero, para orientar a los demás, reparte los rifles y morrales que han traído y parte por el filo de las barrancas a encontrarse con Mané Quadrado, Felicio y Macambira. El reposo le ha hecho bien, y haber bebido y comido. Ya no le duelen los músculos; la herida le arde menos. Va de prisa, sin ocultarse, por la vereda quebradiza que los obliga a hacer eses. Sigue, a sus pies, la progresión de la Columna. La cabeza está ya lejos, tal vez subiendo la Favela, pues ni siquiera en las perspectivas sin obstáculos la divisa. El río de soldados, caballos, cañones, carromatos, no tiene fin. «Es un crótalo», piensa Pajeú. Cada batallón son los anillos, los uniformes las escamas, la pólvora de sus cañones el veneno con que emponzoña a sus víctimas. Le gustaría poder contarle a la mujer lo que le ha ocurrido.

Entonces, oye disparos. Todo ha salido como Joáo Abade planeó. Ahí están ya fusilando a la serpiente desde las rocas de las Umburanas, dándole el último empujón hacia la Favela. Al contornear una loma, ven subiendo a un pelotón de jinetes. Comienza a disparar, a los animales, para hacerlos rodar por el barranco. Qué buenos caballos, cómo escalan la pendiente tan parada. La salva de fusilería derriba a dos pero varios alcanzan la cumbre. Pajeú da orden de escapar, sabiendo, mientras corre, que los hombres deben sentirse resentidos pues los ha privado de una victoria fácil.

Cuando llegan por fin a las quebradas en las que se despliegan los yagunzos, Pajeú se da cuenta que sus compañeros están en una situación difícil. El viejo Macambira, a quien localiza después de un buen rato, le explica que los soldados bombardean las cumbres, provocando derrumbes, y que les envía compañías frescas cada cuerpo que pasa. «Hemos perdido bastantes», dice el viejo, mientras baquetea su fusil con energía y lo carga, cuidadosamente, con pólvora que extrae de un cuerno. «Lo menos veinte, gruñe. No sé si aguantaremos la próxima carga. ¿Qué hacemos?»

Desde donde está, Pajeú ve, próximo, el haz de lomas que componen la Favela y, más adelante, el Monte Mario. Esos cerros, grises y ocres, se han vuelto azulosos, rojizos, verdosos, y se mueven como infestados de larvas.

—Hace tres o cuatro horas que suben —dice el viejo Macambira—. Han subido hasta los cañones. Y también la Matadeira.

—Entonces, hicimos lo que teníamos que hacer —dijo Pajeú—. Entonces, vamonos todos a reforzar el Riacho.

Cuando las Sardelinhas le preguntaron si quería ir con ellas a cocinar a los hombres que esperaban a los soldados en Trabubú y Cocorobó, Jurema dijo que sí. Lo dijo mecánicamente, como decía y hacía las cosas. El Enano se lo reprochó y el miope lanzó ese ruido entre gemido y gárgara que emitía cada vez que algo lo asustaba. Llevaban ya más de dos meses en Canudos y no se separaban nunca.

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