Array Array - La guerra del fin del mundo

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Cuando comienza a clarear, llega el grupo de Felicio. Se ha visto sorprendido por una de las patrullas de soldados que flanquean al convoy de reses y cabras que siguen a la Columna. Ellos se dispersaron, sin sufrir bajas, pero el volver a agruparse los demoró y todavía hay tres perdidos. Cuando se enteran del encuentro en la Laguna de Lage, un curiboca que no debe tener más de trece años y que Pajeú usa como mensajero, se echa a llorar. Es el hijo del yagunzo que los perros encontraron destejando la casa y mataron. Mientras marchan hacia Rosario, atomizados en grupos de pocos hombres, Pajeú se acerca al chiquillo. Éste hace esfuerzos por contener las lágrimas, pero, a veces, se le escapa un sollozo. Le pregunta sin preámbulos si quiere hacer algo por el Consejero, algo que ayudará a vengar a su padre. El chiquillo lo mira con tanta decisión que no necesita otra respuesta. Le explica lo que espera de él. Se forma una ronda de yagunzos, que escuchan mirándolos alternativamente a él y al chiquillo.

—No es cuestión sólo de hacerte pescar —dice Pajeú—. Tienen que creerse que no querías que te pescaran. Y no es cuestión de que te pongas a hablar a la primera. Tienen que creerse que te han hecho hablar. O sea, dejar que te peguen y hasta que te corten. Tienen que creerse que estás asustado. Sólo así te creerán. ¿Podrás? El chiquillo tiene los ojos secos y una expresión adulta, como si en cinco minutos hubiera

crecido cinco años. —Podré, Pajeú.

Se reúnen con Mané Quadrado y Macambira en las afueras de Rosario, donde la senzala y la casa grande de la hacienda están en ruinas. Pajeú despliega a los hombres en una quebrada, al filo derecho de la trocha, con órdenes de no pelear sino el tiempo justo para que los perros los vean huir en dirección a Bendengó. El chiquillo está a su lado, las manos en la escopeta de perdigones casi tan alta como él. Pasan los zapadores, sin verlos, y, algo después, el primer batallón. El tiroteo estalla y se eleva una polvoreda. Pajeú espera, para disparar, que ésta se disipe un poco. Lo hace tranquilo, apuntando, disparando con intervalos de varios segundos las seis balas del Mánnlicher que lo acompaña desde Uauá. Escucha la algarabía de silbatos, cornetas, gritos, ve el desorden de la tropa. Superada en algo la confusión, urgidos por sus jefes, los soldados comienzan a arrodillarse y a responder los disparos. Hay una cometería frenética, no tardarán en llegar refuerzos. Puede oír a los oficiales ordenando a sus subordinados internarse en la caatinga en pos de los atacantes.

Entonces, carga su fusil, se incorpora y, seguido por otros yagunzos, avanza hasta el centro de la trocha. Encara a los soldados que se hallan a cincuenta metros, les apunta y les descarga su fusil. Los hombres hacen lo mismo, plantados a su alrededor. Nuevos yagunzos emergen de los matorrales. Los soldados, por fin, vienen a su encuentro. El chiquillo, siempre a su lado, se lleva la escopeta a una oreja y cerrando los ojos se dispara. El perdigón lo baña en sangre.

—Llévate mi escopeta, Pajeú —dice, alcanzándosela—. Cuídamela. Me escaparé, volveré a Belo Monte.

Se tira al suelo y se pone a dar alaridos, cogiéndose la cara. Pajeú echa a correr —las balas zumban por todas partes — y seguido por los yagunzos se pierde en la caatinga. Una compañía se lanza tras ellos y se hacen perseguir un buen rato; la enredan en las matas de xique–xiques y altos mandacarús, hasta que los soldados se encuentran tiroteados por la espalda por los hombres de Macambira. Optan por retirarse. Pajeú también da media vuelta. Dividiendo a los hombres en los cuatro grupos de siempre, les ordena regresar, adelantarse a la tropa y esperarla en Baixas, a una legua de Rosario. En el camino, todos hablan de la bravura del chiquillo. ¿Se habrán creído los protestantes que ellos lo hirieron? ¿Lo estarán interrogando? ¿O, furiosos por la emboscada, lo despedazarían a sablazos?

Unas horas después, desde las matas densas de la planicie arcillosa de Baixas —han descansado, comido, contado a la gente, descubierto que faltan dos hombres y que hay once heridos — Pajeú y Táramela ven acercarse a la vanguardia. A la cabeza de la Columna, renqueando junto a un jinete que lo lleva atado a una cuerda, entre un grupo de soldados, está el chiquillo. Tiene la cabeza vendada y camina cabizbajo. «Le han creído —piensa Pajeú—. Si está ahí delante, es que va de pistero.» Siente un ramalazo de afecto por el curiboca.

Dándole un codazo, Táramela le susurra que los perros ya no están en el mismo orden que en Rosario. En efecto, las banderas de los escoltas de adelante son encarnadas y doradas en vez de azules y los cañones van a la vanguardia, incluso la Matadeira. Para protegerlos, hay compañías que peinan la caatinga; de continuar donde se hallan, alguna se dará de bruces con ellos. Pajeú indica a Macambira y a Felicio que se adelanten hasta Rancho do Vigario, adonde sin duda acampará la tropa. Gateando, sin ruido, sin que sus movimientos alteren la quietud del ramaje, los hombres del viejo y de Felicio se alejan y desaparecen. Poco después, estallan disparos. ¿Los han descubierto? Pajeú no se mueve: a cinco metros ve, por el entramado de matorrales, un cuerpo de masones a caballo, con largas lanzas rematadas en puntas de metal. Al oír los tiros, los soldados apuran el paso, hay galopes, toque de cornetas. La fusilería continúa, aumenta. Pajeú no mira a Táramela, no mira a ninguno de los yagunzos aplastados contra la tierra, ovillados entre las ramas. Sabe que el centenar y medio de hombres están, como él, sin respirar, sin moverse, pensando que Macambira y Felicio pueden estar siendo exterminados… El estruendo lo remece de pies a cabeza. Pero más que el cañonazo lo asusta el gritito que el estampido arranca a un yagunzo, detrás de él. No se vuelve a recriminarlo; con los relinchos y exclamaciones es improbable que lo hayan oído. Después del cañonazo, los tiros cesan.

En las horas que siguen, la cicatriz parece incandescente, irradia ondas ardientes hacia su cerebro. Ha elegido mal el sitio, dos veces pasan, a su espalda, patrullas con macheteros de paisano haciendo volar los arbustos. ¿Es milagro que no vean a sus hombres, pese a pasar casi pisándolos? ¿O esos macheteros son elegidos del Buen Jesús? Si los descubren, escaparán pocos pues, con esos miles de soldados, les será fácil cercarlos. Es el temor de ver a sus hombres diezmados, sin haber cumplido la misión, lo que convierte en llaga viva su cara. Pero, ahora, sería insensato moverse. Cuando empieza a oscurecer, ha contado veintidós carros de burros; aún falta la mitad de la Columna. Cinco horas ha visto soldados, cañones, animales. Nunca se le ocurrió que había tantos soldados en el mundo. La bola roja está cayendo rápido; en media hora estará oscuro. Le ordena a Táramela que se lleve la mitad de la gente a Rancho do Vigario y lo cita en las grutas donde hay armas escondidas. Apretándole el brazo, le susurra: «Ten cuidado». Los yagunzos parten, inclinados hasta tocar con el pecho las rodillas, de a tres, de a cuatro.

Pajeú continúa allí hasta que el cielo se estrella. Cuenta diez carros más y ya no duda: es evidente que ningún batallón tomó otro rumbo. Llevándose a la boca el pito de madera, sopla, corto. Ha estado tanto rato inmóvil que le duele todo el cuerpo. Se soba con fuerza las pantorrilas antes de echarse a andar. Cuando va a tocarse el sombrero, descubre que no lo tiene. Recuerda que lo perdió en Rosario: una bala se lo llevó, una bala que le dejó el calor de su paso.

La marcha hasta Rancho do Vigario, a dos leguas de Baixas, es lenta, fatigante; progresan cerca de la trocha, en fila india, deteniéndose a cada momento, arrastrándose como lombrices para cruzar los descampados. Llegan pasada la medianoche. En vez de acercarse a la vivienda misionera al que el sitio debe el nombre, Pajeú se desvía hacia el Oeste, en busca del desfiladero rocoso, al que siguen colinas con grutas. Es el punto de reunión. No sólo Joaquim Macambira y Felicio —han perdido sólo tres hombres en el choque con los soldados — los esperan. También Joáo Abade.

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