Array Array - La guerra del fin del mundo
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—En efecto, ahora puede trabajar en el Diario de Bahía —bromeó el Barón—. Ya conoce las infamias de nuestros adversarios.
—Ustedes no son mejores que ellos —susurró el periodista miope—. ¿Se olvida que Epaminondas es su aliado y sus antiguos amigos miembros del gobierno? —Descubre un poco tarde que la política es algo sucio —dijo el Barón. —No para el Consejero —dijo el periodista miope—. Para él era limpia. —También para el pobre Gentil de Castro —suspiró el Barón.
Al volver de Europa se había encontrado en su escritorio una carta, despachada desde Río varios meses atrás, en la que el propio Gentil de Castro, con estudiada caligrafía, le preguntaba: «¿Qué es esto de Canudos, mi afectísimo Barón? ¿Qué está ocurriendo en sus queridas tierras nordestinas? Nos achacan toda clase de disparates conspiratorios y no podemos siquiera defendernos pues no entendemos el asunto. ¿Quién es Antonio Consejero? ¿Existe? ¿Quiénes son esos depredadores Sebastianistas con quien se empeñan en vincularnos los jacobinos? Mucho le agradecería me ilustrara el respecto…». Ahora, el anciano al que el nombre de Gentil correspondía tan bien estaba muerto por haber armado y financiado una rebelión que pretendía restaurar el Imperio y esclavizar el Brasil a Inglaterra. Años atrás, cuando comenzó a recibir ejemplares de A Gazeta de Noticias y A Liberdade, el Barón de Cañabrava le escribió al Vizconde de Ouro Préto, preguntándole qué absurdidad era esa de sacar dos hojas nostálgicas de la monarquía, a estas alturas, cuando era obvio para todo el mundo que el Imperio estaba definitivamente enterrado. «Qué quiere usted, mi querido… No ha sido idea mía ni de Joáo Alfredo ni de Joaquim Nabuco ni de ninguno de sus amigos de aquí, sino, exclusivamente del Coronel Gentil de Castro. Ha decidido gastarse sus dineros sacando esas publicaciones con el propósito de defender el nombre de quienes servimos al Emperador, del vilipendio a que nos someten. A todos nos parece bastante extemporánea la reivindicación de la monarquía en estos momentos, pero ¿cómo cortarle este arranque al pobre Gentil de Castro? No sé si usted lo recuerda. Un buen hombre, nunca figuró demasiado…»
—No estaba en Río sino en Petrópolis, al llegar las noticias a la capital —dijo el Vizconde de Ouro Préto—. Con mi hijo, Alfonso Celso, le mandé decir que no se le ocurriera volver, que sus diarios habían sido arrasados, su casa destruida y que una turbamulta en la rua do Ouvidor y en el Largo de San Francisco pedía su muerte. Bastó eso para que Gentil de Castro decidiera volver.
El Barón lo imaginó, sonrosado, haciendo su maletín y dirigiéndose a la estación, mientras en Río, en el Club Militar, una veintena de oficiales mezclaban sus sangres ante un compás y una escuadra y juraban vengar a Moreira César, elaborando una lista de traidores que debían ser ejecutados. El primer nombre: Gentil de Castro. —En la estación de Merití, Alfonso Celso le compró los diarios —prosiguió el Vizconde de Ouro Préto—. Gentil de Castro pudo leer todo lo ocurrido la víspera en la capital federal. Los mítines, el cierre de comercios y de teatros, las banderas a media asta y los crespones negros en los balcones, los ataques a diarios, los asaltos. Y, por supuesto, la noticia sensacional en A República: «Los fusiles descubiertos en Gazeta de Noticias y A Liberdade son de la misma marca y el mismo calibre que los de Canudos». ¿Cuál cree usted que fue su reacción?
—No tengo más alternativa que mandar mis padrinos a Aleindo Guanabara —musitó el Coronel Gentil de Castro, atusándose el blanco bigote—. Ha llevado la vileza demasiado lejos.
El Barón se echó a reír: «Quería batirse a duelo», pensó. «Lo único que se le ocurrió fue retar a duelo al Epaminondas Goncalves de Río. Mientras la muchedumbre lo buscaba para lincharlo, él pensaba en padrinos vestidos de oscuro, en espadas, en desafíos a primera sangre o a muerte.» La risa le humedecía los ojos y el periodista miope lo miraba sorprendido. Mientras ocurría eso, él viajaba hacia Salvador, estupefacto, sí, por la derrota de Moreira César, pero, en realidad, obsesionado por Estela, contando las horas que faltaban para que los médicos del Hospital Portugués y de la Facultad de Medicina lo tranquilizaran asegurándole que era una crisis pasajera, que la Baronesa volvería a ser una mujer alegre, lúcida, vital. Había estado tan aturdido por lo que ocurría a su mujer que recordaba como un sueño sus negociaciones con Epaminondas Goncalves y sus sentimientos al enterarse de la gran movilización nacional para castigar a los yagunzos, el envío de batallones de todos los estados, la formación de cuerpos de voluntarios, las kermesses y rifas públicas donde las damas subastaban sus joyas y sus cabelleras para armar nuevas compañías que fueran a defender a la República. Volvió a sentir el vértigo que había sentido al darse cuenta de la magnitud de aquello, ese laberinto de equivocaciones, desvaríos y crueldades.
—Al llegar a Río, Gentil de Castro y Alfonso Celso se deslizaron hasta una casa amiga, cerca de la estación de San Francisco Xavier —añadió el Vizconde de Ouro Préto—. Allí fui a reunirme con ellos, a escondidas. A mí me tenían de un lado a otro, oculto, para protegerme de las turbas que seguían en las calles. Todo el grupo de amigos tardamos un buen rato en convencer a Gentil de Castro que lo único que nos quedaba era huir cuanto antes de Río y del Brasil.
Se acordó trasladar al Vizconde y al Coronel a la estación, embozados, segundos antes de las seis y media de la tarde, hora de la partida del tren a Petrópolis. Allí permanecerían en una hacienda mientras se preparaba su fuga al extranjero. —Pero el destino estaba con los asesinos —murmuró el Vizconde—. El tren se atrasó media hora. En ese tiempo, el grupo de hombres embozados que éramos acabó por llamar la atención. Comenzaron a llegar manifestaciones que recorrían el andén dando vivas al Mariscal Floriano y mueras a mí. Acabábamos de subir al vagón cuando nos rodeó una turba con revólveres y puñales. Sonaron varios pistoletazos en el instante en que el tren arrancaba. Todas las balas dieron en Gentil de Castro. No sé por qué estoy vivo.
El Barón se imaginó al anciano de mejillas sonrosadas con la cabeza y el pecho abierto, tratando de persignarse. Tal vez esa muerte no le hubiera disgustado. ¿Era una muerte de caballero, no?
—Tal vez —dijo el Vizconde de Ouro Préto—. Pero, su entierro, estoy seguro que le disgustó.
Había sido enterrado a escondidas, por consejo de las autoridades. El Ministro Amaro Cavalcanti advirtió a los deudos que, debido a la excitación callejera, el gobierno no podía garantizar la seguridad de los familiares y amigos si intentaban un sepelio aparatoso. Ningún monárquico asistió al entierro y Gentil de Castro fue llevado al cementerio en una carroza cualquiera, a la que seguía una berlina en la que se hallaban su jardinero y dos sobrinos. Éstos no permitieron que el sacerdote terminara el responso, temerosos de que aparecieran los jacobinos.
—Veo que la muerte de ese hombre, allá en Río, lo impresiona mucho —volvió a sacarlo de sus reflexiones el periodista miope—. En cambio, no lo impresionan las otras. Porque hubo otras muertes, allá en Canudos.
¿En qué momento se había puesto de pie su visitante? Estaba frente a los estantes de libros, inclinado, torcido, un rompecabezas humano, mirándolo ¿con furia? detrás de sus lentes espesos.
—Es más fácil imaginar la muerte de una persona que la de cien o mil —murmuró el Barón—. Multiplicado, el sufrimiento se vuelve abstracto. No es fácil conmoverse por cosas abstractas.
—A menos que uno lo haya visto pasar de uno a diez, a cien, a mil, a miles —dijo el periodista miope—. Si la muerte de Gentil de Castro fue absurda, en Canudos murieron muchos por razones no menos absurdas.
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