Array Array - La guerra del fin del mundo

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—Muchas gracias, su señoría —murmura, con la cara hecha agua y los ojos inyectados. —Consuélate pensando que estoy tan agotado como tú —jadea Pires Ferreira—. Anda a la enfermería, que te echen desinfectante. Y deja en paz a los cornetas. La ronda se disuelve. Algunos soldados se alejan con Queluz, al que alguien echa encima una toalla, en tanto que otros descienden la barranca arcillosa para refrescarse en el Itapicurú. Pires Ferreira se moja la cara en un cubo de agua que le acerca su ordenanza. Firma el parte indicando que ha ejecutado el castigo. Mientras, responde a las preguntas del Teniente Pinto Souza, quien sigue obsesionado con su informe sobre Uauá. ¿Esos fusiles eran antiguos o comprados recientemente?

—No eran nuevos —dice Pires Ferreira—. Habían sido usados en 1894, en la campaña de Sao Paulo y Paraná. Pero la vejez no explica sus desperfectos. El problema es la constitución del Mánnlicher. Fue concebido en Europa, para ambientes y climas muy distintos, para un Ejército con una capacidad de mantenimiento que el nuestro no tiene. Lo interrumpe el toque simultáneo de muchas cornetas, en todos los campamentos. —Reunión general —dice Pinto Souza—. No estaba prevista.

—Debe ser el robo de esos cien fusiles Comblain, tiene loco al Comando —dice Pires Ferreira—. A lo mejor han encontrado a los ladrones y van a fusilarlos. —A lo mejor ha llegado el Ministro de Guerra —dice Pinto Souza—. Está anunciado. Se dirigen al punto de reunión del Tercer Batallón, pero allí les informan que se reunirán también con los oficiales del Séptimo y del Decimocuarto, es decir, toda la Primera Brigada. Corren hacia el puesto de mando, instalado en una curtiembre, a un cuarto de legua aguas arriba del Itapicurú. En el trayecto, advierten un movimiento inusitado en todos los campamentos y la algarabía de las cornetas ha crecido tanto que es difícil desentrañar sus mensajes. En la curtiembre se hallan ya varias decenas de oficiales, algunos de los cuales deben haber sido sorprendidos en plena siesta, pues están todavía embutiéndose las camisas o abrochándose las guerreras. El jefe de la Primera Brigada, Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, encaramado sobre una banca, habla, accionando, pero Pires Ferreira y Pinto Souza no oyen lo que dice pues hay a su alrededor aclamaciones, vítores al Brasil, burras a la República y algunos oficiales arrojan al aire sus quepis para manifestar su contento. —Qué pasa, qué pasa —dice el Teniente Pinto Souza.

— ¡Partimos a Canudos dentro de dos horas! —le grita, eufórico, un capitán de Artillería.

— II

—¿Locura, malentendidos? No basta, no explica todo —murmuró el Barón de Cañabrava—. Ha habido también estupidez y crueldad.

Se le había representado de pronto la cara mansa de Gentil de Castro, con sus pómulos sonrosados y sus patillas rubias, inclinándose a besar la mano de Estela en alguna fiesta de Palacio, cuando él formaba parte del gabinete del Emperador. Era delicado como una dama, ingenuo como un niño, bondadoso, servicial. ¿Qué otra cosa que la imbecilidad y la maldad podían explicar lo ocurrido con Gentil de Castro?

—Supongo que no sólo Canudos, que toda la historia está amasada con eso —repitió, haciendo una mueca de disgusto.

—A menos que uno crea en Dios —lo interrumpió el periodista miope, y su voz empedrada recordó al Barón su existencia—. Como ellos, allá. Todo era transparente. La hambruna, los bombardeos, los despanzurrados, los muertos de inanición. El Perro o el Padre, el Anticristo o el Buen Jesús. Sabían al instante qué hecho procedía de uno u otro, si era benéfico o maléfico. ¿No los envidia? Todo resulta fácil si uno es capaz de identificar el mal o el bien detrás de cada cosa que ocurre.

—Me acordé de repente de Gentil de Castro —murmuró el Barón de Cañabrava—. La estupefacción que debió sentir al saber por qué arrasaban sus periódicos, por qué destruían su casa.

El periodista miope alargó el pescuezo. Estaban sentados frente a frente, en los sillones de cuero, separados por una mesita con una jarra de refresco de papaya y plátano. La mañana transcurría de prisa, la luz que alanceaba la huerta era ya la del mediodía. Voces de pregoneros ofreciendo viandas, loros, rezos, servicios, sobrevolaban las tapias. —Esta parte de la historia tiene explicación —retintineó el hombre que parecía plegadizo—. Lo que ocurrió en Río de Janeiro, en Sao Paulo, es lógico y racional. —¿Lógico y racional que la multitud se vuelque a las calles a destruir periódicos, a asaltar casas, a asesinar a gentes incapaces de señalar en el mapa dónde está Canudos, porque unos fanáticos derrotan a una expedición a miles de kilómetros de distancia? ¿Lógico y racional eso?

—Estaban intoxicados por la propaganda —insistió el periodista miope—. Usted no ha leído los periódicos, Barón.

—Conozco lo que pasó en Río por una de las propias víctimas —dijo éste—. Se salvó por un pelo de que lo mataran a él también.

El Barón se había encontrado con el Vizconde de Ouro Préto en Lisboa. Había pasado toda una tarde con el anciano líder monárquico, refugiado en Portugal luego de huir precipitadamente del Brasil, después de las terribles jornadas que vivió Río de Janeiro al llegar allí la noticia de la derrota del Séptimo Regimiento y la muerte de Moreira César. Incrédulo, confuso, espantado, el viejo ex–dignatario había visto desfilar en la rua Marqués de Abrantes, bajo los balcones de la casa de la Baronesa de Guanabara, donde se hallaba de visita, una manifestación que, iniciada en el Club Militar, llevaba carteles pidiendo su cabeza como responsable de la derrota de la República en Canudos. Poco después venía un mensajero a avisarle que su hogar había sido saqueado, al igual que los de otros conocidos monárquicos, y que la Gazeta de Noticias y A Liberdade ardían. —El espía inglés de Ipupiará —recitó el periodista miope, golpeando con los nudillos en la mesa—. Los fusiles encontrados en el sertón que iban rumbo a Canudos. Los proyectiles de Kropatchek de los yagunzos que sólo podían haber traído barcos británicos. Y las balas explosivas. Las mentiras machacadas día y noche se vuelven verdades.

—Usted sobrestima la audiencia del Jornal de Noticias —sonrió el Barón de Cañabrava. —El Epaminondas Goncalves de Río de Janeiro se llama Aleindo Guanabara y su diario A República —afirmó el periodista miope—. Desde la derrota del Mayor Febronio, A República no dejó un solo día de presentar pruebas concluyentes de la complicidad del Partido Monárquico con Canudos.

El Barón lo oía a medias, porque estaba oyendo lo que, arropado en una manta que apenas le dejaba la boca libre, le había dicho el Vizconde de Ouro Préto: «Lo patético es que nunca tomamos en serio a Gentil de Castro. Nunca fue nadie durante el Imperio. Jamás recibió un título, una distinción, un cargo. Su monarquismo era sentimental, no tenía que ver con la realidad».

—Por ejemplo, la prueba concluyente de las reses y las armas de Sete Lagoas, en Minas Gerais —seguía diciendo el periodista miope—. ¿No iban acaso hacia Canudos? ¿No las conducía el conocido jefe de capangas de caudillos monárquicos, Manuel Joáo Brandao? ¿No había trabajado éste para Joaquim Nabuco, para el Vizconde de Ouro Préto? Aleindo da los nombres de los policías que prendieron a Brandao, reproduce sus declaraciones confesándolo todo. ¿Qué importa que Brandao no existiera y que nunca fuera descubierto tal cargamento? Estaba escrito, era verdad. La historia del espía de Ipupiará repetida, multiplicada. ¿Ve cómo es lógico, racional? A usted no lo lincharon porque en Salvador no hay jacobinos, Barón. Los bahianos sólo se exaltan con los Carnavales, la política les importa un bledo.

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