Array Array - La guerra del fin del mundo

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Tocan la puerta y el Teniente Pires Ferreira dice «Adelante». Su ordenanza viene a recordarle el castigo al soldado Queluz. Mientras se viste, bostezando, trata de evocar la cara de éste al que, está seguro, hace una semana o un mes, ya azotó, acaso por la misma falta. ¿Cuál? Las conoce todas: raterías al Regimiento o a las familias que aún no se han marchado de Queimadas, peleas con soldados de otros cuerpos, intentos de deserción. El Capitán de la compañía le confía a menudo los azotes con que se trata de conservar la disciplina, cada vez más estropeada por el aburrimiento y las privaciones. No es algo que le guste al Teniente Pires Ferreira, eso de dar varazos. Pero ahora tampoco le disgusta, ha pasado a formar parte de la rutina de Queimadas, como dormir, vestirse, desvestirse, comer, enseñar a los soldados las piezas de un Mánnlicher o un Comblain, lo que es el cuadrado de defensa y el de ataque, o reflexionar sobre las moscas.

Al salir del Hotel Continental, el Teniente Pires Ferreira toma la avenida de Itapicurú, nombre de la pendiente pedregosa que sube hacia la Iglesia de San Antonio, observando, por sobre los techos de las casitas pintadas de verde, blanco o azul, las colinas con arbustos resecos que rodean a Queimadas. Pobres las compañías de infantes en plena instrucción, en aquellas colinas abrasadas. Ha llevado cien veces a los reclutas a enterrarse en ellas y los ha visto empaparse de sudor y a veces perder el conocimiento. Son sobre todo los voluntarios de tierras frías los que se desploman como pollitos a poco de marchar por el desierto con la mochila a la espalda y el fusil al hombro. Las calles de Queimadas no son a estas horas el hormigueo de uniformes, el muestrario de acentos del Brasil, que se vuelven en las noches, cuando soldados y oficiales se vuelcan a las calles a conversar, tocar una guitarra, escuchar canciones de sus pueblos y saborear el trago de aguardiente que han conseguido procurarse a precios exorbitantes. Hay, aquí y allá, grupos de soldados con la camisa desabotonada, pero no divisa a un solo vecino en el trayecto hacia la Plaza Matriz, de airosas palmeras uricurís que siempre hierven de pájaros. Casi no quedan vecinos. Salvo alguno que otro vaquero demasiado viejo, enfermo o apático, que mira con odio indisimulado desde la puerta de la casa que debe compartir con los intrusos, todos han ido desapareciendo.

En la esquina de la pensión Nuestra Señora de las Gracias —en cuya fachada se lee: «No permitimos personas sin camisas» — el Teniente Pires Ferreira reconoce, en el joven oficial de cara borrada por el sol que viene a su encuentro, al Teniente Pinto Souza, de su Batallón. Está aquí hace sólo una semana, conserva la fogosidad de los recién venidos. Se han hecho amigos y en las noches suelen pasear juntos.

—He leído el informe que escribiste sobre Uauá —dice, poniéndose a caminar junto a Pires Ferreira, en dirección al campamento—. Es terrible.

El Teniente Pires Ferreira lo mira protegiéndose con una mano contra la resolana: —Para quienes lo vivimos, sí, sin duda. Para el pobre Doctor Antonio Alves de Santos sobre todo —dice—. Pero lo de Uauá no es nada comparado con lo que les ocurrió al Mayor Febronio y al Coronel Moreira César.

—No hablo de los muertos sino de lo que dices sobre los uniformes y las armas —lo corrige el Teniente Pinto Souza. —Ah, eso —murmura el Teniente Pires Ferreira.

—No lo comprendo —exclama su amigo, consternado—. La superioridad no ha hecho nada.

—A la segunda y a la tercera expedición les pasó lo que a nosotros —dice Pires Ferreira—. También las derrotaron el calor, las espinas y el polvo antes que los yagunzos. Se encoge de hombros. Redactó ese informe recién llegado a Joazeiro, después de la derrota, con lágrimas en los ojos, deseoso de que su experiencia aprovechara a sus compañeros de armas. Con lujo de detalles explicó que los uniformes quedaron destrozados con el sol, la lluvia y la polvareda, que las casacas de franela y los pantalones de paño se convertían en cataplasmas y eran desgarrados por las ramas de la caatinga. Contó que los soldados perdieron gorras y zapatos y tuvieron que andar descalzos la mayor parte del tiempo. Pero sobre todo fue explícito, escrupuloso, insistente en lo de las armas: «Pese a su magnífica puntería, el Mánnlicher se malogra con gran facilidad; bastan unos granos de arena en la recámara para que el cerrojo deje de funcionar. De otro lado, si se dispara seguido, el calor dilata el cañón y entonces se estrecha la recámara y los cargadores de seis cartuchos ya no entran en ella. El extractor, por efecto del calor, se estropea y hay que sacar los cartuchos usados con la mano. Por último, la culata es tan frágil que al primer golpe se quiebra». No sólo lo ha escrito; lo ha dicho a todas las comisiones que lo han interrogado y lo ha repetido en decenas de conversaciones privadas. ¿De qué ha servido?

—Al principio, creí que no me creían —dice—. Que pensaban que escribí eso para excusar mi derrota. Ahora ya sé por qué la superioridad no hace nada. —¿Por qué? —pregunta el Teniente Pinto Souza.

—¿Van a cambiar los uniformes de todos los cuerpos del Ejército del Brasil? ¿No son todos de franela y paño? ¿Van a tirar a la basura todos los zapatos? ¿Echar al mar todos los Mánnlichers que tenemos? Hay que seguir usándolos, sirvan o no sirvan. Han llegado al campamento del Tercer Batallón de Infantería, en la margen derecha del Itapicurú. Está junto al pueblo, en tanto que los otros se alejan de Queimadas, aguas arriba. Las barracas se alinean frente a las laderas de tierra rojiza, de grandes pedruscos oscuros, a cuyos pies discurren las aguas negro–verdosas. Los soldados de la compañía están aguardándolo; los castigos son siempre muy concurridos pues es uno de los pocos entretenimientos del Batallón. El soldado Queluz, ya preparado, tiene la espalda desnuda, entre una ronda de soldados que le hacen bromas. Él les contesta riéndose. Al llegar los dos oficiales todos se ponen serios y Pires Ferreira ve, en los ojos del castigado, un súbito temor, que disimula tratando de conservar la expresión burlona e indócil. —Treinta varas —lee, en el parte del día—. Son muchas. ¿Quién te castigó? —El Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, su señoría —murmura Queluz. —¿Qué hiciste? —pregunta Pires Ferreira. Está calzándose el guante de cuero, para que la frotación de las varas no le reviente las ampollas. Queluz pestañea, incómodo, mirando con el rabillo del ojo a derecha y a izquierda. Brotan risitas, murmullos. —Nada, su señoría —dice, atragantado.

Pires Ferreira interroga con los ojos al centenar de soldados que forman círculo. —Quiso violar a un corneta del Quinto Regimiento —dice el Teniente Pinto Souza, con disgusto—. Un cabra que no ha cumplido quince años. Lo sorprendió el propio Coronel. Eres un degenerado, Queluz.

—No es cierto, su señoría, no es cierto —dice el soldado, negando con la cabeza—. El

Coronel interpretó mal mis intenciones. Estábamos bañándonos en el río sanamente. Se lo juro.

—¿Y por eso se puso a pedir auxilio el corneta? —dice Pinto Souza—. No seas cínico. —Es que el corneta también interpretó mal mis intenciones, su señoría —dice el soldado, muy serio. Pero como estalla una risotada general, él mismo acaba por reírse. —Más pronto comenzamos, más pronto terminamos —dice Pires Ferreira, cogiendo la primera vara, de varias que tiene a su alcance el ordenanza. La prueba en el aire y con el movimiento cimbreante, que produce un silbido de enjambre, la ronda de soldados retrocede—. ¿Te amarramos o aguantas como bravo? —Como bravo, su señoría —dice el soldado Queluz, palideciendo. —Como bravo que se tira a los cornetas —aclara alguien y hay otra salva de risas. —Media vuelta, entonces, y cógete las bolas —ordena el Teniente Pires Ferreira. La da los primeros azotes con fuerza, viéndolo trastabillar cuando la varilla enrojece su espalda; luego, a medida que el esfuerzo lo empapa de transpiración a él también, lo hace de modo más suave. El corro de soldados canta los varazos. No han llegado a veinte cuando los puntos cárdenos de la espalda de Queluz comienzan a sangrar. Con el último varazo, el soldado cae de rodillas, pero se incorpora ahí mismo y se vuelve hacia el Teniente, tambaleándose:

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