Array Array - La guerra del fin del mundo
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Unos golpes en la puerta sacan a Joáo Abade de sus pensamientos. Catarina aparta la tabla, sujeta con un alambre, y asoma uno de los chiquillos de Honorio Vilanova, entre una bocanada de polvo, luz blanca y ruido. —Mi tío Antonio quiere ver al Comandante de la Calle —dice. —Dile que ya voy —responde Joáo Abade.
Tanta felicidad no podía durar, piensa, y por la cara de su mujer comprende que ella piensa lo mismo. Se enfunda el pantalón de crudo con tiras de cuero, las alpargatas, la blusa y sale a la calle. La luz brillante del mediodía lo ciega. Como siempre, los chiquillos, las mujeres, los viejos sentados a las puertas de las viviendas, lo saludan y él les va haciendo adiós. Avanza entre mujeres que muelen el maíz en sus morteros formando corros, hombres que conversan a voz en cuello mientras arman andamios de cañas y los rellenan a manotazos de barro, para reponer las paredes caídas. Hasta oye una guitarra, en alguna parte. No necesita verlos, para saber que otros centenares de personas están en estos momentos, a las orillas del Vassa Barris y a la salida a Geremoabo, acuclillados, roturando la tierra, limpiando las huertas y los corrales. Casi no hay escombros en las calles, muchas cabañas incendiadas están de nuevo en pie. «Es Antonio Vilanova», piensa. No había terminado la procesión celebrando el triunfo de Belo Monte contra los apóstatas de la República, cuando ya estaba Antonio Vilanova a la cabeza de piquetes de voluntarios y gente de la Guardia Católica, organizando el entierro de los muertos, la remoción de escombros, la reconstrucción de las cabañas, de los talleres y el rescate de las ovejas, cabras y chivos espantados. «Son también ellos», piensa Joáo Abade. «Son resignados. Son héroes.» Ahí están, tranquilos, saludándolo, sonriéndole, y esta tarde correrán al Templo del Buen Jesús a oír al Consejero, como si nada hubiese ocurrido, como si todas estas familias no tuviesen alguien abaleado, ensartado o quemado en la guerra y algún herido entre esos seres gimientes que se apiñan en las Casas de Salud y en la Iglesia de San Antonio convertida en Enfermería.
En eso, algo lo hace detenerse de golpe. Cierra los ojos, para escuchar. No se ha equivocado, no es sueño. La voz, monótona, afinada, sigue recitando. Desde el fondo de su memoria, cascada que crece y se torna río, algo exaltante toma forma y coagula en un tropel de espadas y un relumbre de palacios y alcobas lujosísimas. «La batalla del caballero Oliveros con Fierabrás», piensa. Es uno de los episodios que más lo seducen de las historias de los Doce Pares de Francia, un duelo que no ha vuelto a oír desde hace muchísimo tiempo. La voz del trovero viene de la encrucijada entre Campo Grande y el Callejón del Divino, donde hay mucha gente. Se acerca y, al reconocerlo, le abren paso. Quien canta la prisión de Oliveros y su duelo con Fierabrás es un niño. No, un enano.
Minúsculo, delgadito, hace como que toca una guitarra y va también mimando el choque de las lanzas, el galope de los jinetes, las venias cortesanas al Gran Carlomagno. Sentada en el suelo, con una lata entre las piernas, hay una mujer de cabellos largos y a su lado un ser huesudo, torcido, embarrado, que mira como los ciegos. Los reconoce: son los tres que aparecieron con el Padre Joaquim, a los que Antonio Vilanova permite dormir en el almacén. Estira un brazo y toca al hombrecito que en el acto se calla. —¿Sabes la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo? —le pregunta. El Enano, después de un instante de vacilación, asiente.
—Me gustaría oírtela alguna vez —lo tranquiliza el Comandante de la Calle. Y echa a correr, para recuperar el tiempo perdido. Aquí y allá, en Campo Grande, hay cráteres de obuses. La antigua casa grande tiene la fachada perforada de balas. —Alabado sea el Buen Jesús —murmura Joáo Abade, sentándose en un barril, junto a Pajeú. La expresión del caboclo es inescrutable, pero a Antonio y Honorio Vilanova, al viejo Macambira, a Joáo Grande y a Pedráo los nota ceñudos. El Padre Joaquim está en medio de ellos, de pie, enterrado de pies a cabeza, con los cabellos alborotados y la barba crecida.
—¿Averiguó algo en Joazeiro, Padre? —le preguntan—. ¿Vienen más soldados? —Tal como ofreció, el Padre Maximiliano vino desde Queimadas y me llevó la lista completa —carraspea el Padre Joaquim. Saca un papel de su bolsillo y lee, jadeando —: Primera Brigada: Batallones Séptimo, Decimocuarto y Tercero de Infantería, al mando del Coronel Joaquim Manuel de Medeiros. Segunda Brigada: Batallones Decimosexto, Vigesimoquinto y Vigesimoséptimo de Infantería, al mando del Coronel Ignacio María Gouveia. Tercera Brigada: Quinto Regimiento de Artillería y Batallones Quinto y Noveno de Infantería al mando del Coronel Olimpio de Silveira. Jefe de la División: General Juan de Silva Barboza. Jefe de la Expedición: General Artur Osear. Deja de leer y mira a Joáo Abade, exhausto y alelado. —¿Qué quiere decir eso en soldados, Padre? —pregunta el ex cangaceiro. —Unos cinco mil, parece —balbucea el curita—. Pero ésos son sólo los que están en Queimadas y Monte Santo. Vienen otros por el Norte, por Sergipe. —Lee de nuevo, con voz temblona —: Columna al mando del General Claudio de Amaral Savaget. Tres Brigadas: Cuarta, Quinta y Sexta. Integradas por los Batallones Decimosegundo, Trigesimoprimero y Trigesimotercero de Infantería, de una División de Artillería y de los Batallones Trigesimocuarto, Trigesimoquinto, Cuadragésimo, Vigesimosexto, Trigesimosegundo y de otra División de Artillería. Otros cuatro mil hombres, más o menos. Desembarcaron en Aracajú y vienen hacia Geremoabo. El Padre Maximiliano no consiguió los nombres de los que los mandan. Le dije que no importaba. No importa, ¿no,Joáo?
—Claro que no, Padre Joaquim —dice Joáo Abade—. Consiguió usted una buena información allá. Dios se lo pagará.
—El Padre Maximiliano es un buen creyente —murmura el curita—. Me confesó que tenía mucho miedo de hacer esto. Yo le dije que tenía más que él. —Hace un simulacro de risa y de inmediato añade —: Tienen muchos problemas allá en Queimadas, me explicó. Demasiadas bocas para alimentar. No han resuelto lo del transporte. No tienen carros, mulares, para el enorme equipo. Dice que pueden tardar semanas en ponerse en marcha.
Joáo Abade asiente. Nadie habla. Todos parecen concentrados en el bordoneo de las moscas y en las acrobacias de una avispa que termina por posarse en la rodilla de Joáo Grande. El negro la aparta de un capirotazo. Joáo Abade extraña de pronto el cotorreo del papagayo de los Vilanova.
—Estuve también con el Doctor Aguilar de Nascimento —añade el Padre Joaquim—. Dijo que les dijera que lo único que podían hacer era dispersar a la gente y regresar todos a los pueblos, antes de que ese cepo blindado llegara aquí. —Hace una pausa y echa un ojeada temerosa a los siete hombres que lo miran con respeto y atención—. Pero que si, pese a todo, van a enfrentarse a los soldados, sí, sí puede ofrecer algo. Baja la cabeza, como si la fatiga o el miedo no le permitieran decir más. —Cien fusiles Comblain y veinticinco cajas de municiones —dice Antonio Vilanova—. Sin estrenar, del Ejército, en sus cajas de fábrica. Se pueden traer por Uauá y Bendengó, la ruta está libre. —Suda copiosamente y se seca la frente mientras habla—. Pero no hay pieles ni bueyes ni cabras en Canudos para pagar lo que pide.
—Hay joyas de plata y oro —dice Joáo Abade, leyendo en los ojos del comerciante lo que éste debe haber dicho o pensado ya, antes que él llegara.
—Son de la Virgen y de su Hijo —murmura el Padre Joaquim, en voz casi inaudible—. ¿No es sacrilegio, eso?
—El Consejero sabrá si es, Padre —dice Joáo Abade—. Hay que preguntárselo.
«Siempre se puede sentir más miedo», pensó el periodista miope. Era la gran enseñanza de estos días sin horas, de figuras sin caras, de luces recubiertas por nubes que sus ojos se esforzaban en perforar hasta infligirse un ardor tan grande que era preciso cerrarlos y permanecer un rato a oscuras, entregado a la desesperación: haber descubierto lo cobarde que era. ¿Qué dirían de eso sus colegas del Jornal de Noticias, del Diario de Bahía, de O Republicano? Tenía la fama de temerario entre ellos, por andar siempre a la caza de experiencias nuevas: había sido de los primeros en asistir a los candomblés, no importa en qué secreto callejón o ranchería se celebraran, en una época en que las prácticas religiosas de los negros inspiraban repugnancia y temor a los blancos de Bahía, un tenaz frecuentador de brujos y hechiceros y uno de los primeros en fumar opio. ¿No había sido por espíritu de aventura que se ofreció a ir a Joazeiro a entrevistar a los sobrevivientes de la Expedición del Teniente Pires Ferreira, no propuso él mismo a Epaminondas Goncalves acompañar a Moreira César? «Soy el hombre más cobarde del mundo», pensó. El Enano proseguía enumerando las aventuras, desventuras y galanterías de Oliveros y Fierabrás. Esos bultos, que él no conseguía saber si eran hombres o mujeres, permanecían quietos y era evidente que el relato los mantenía absortos, fuera del tiempo y de Canudos. ¿Cómo era posible que aquí, en el fin del mundo, estuviera oyendo, recitado por un enano que sin duda no sabía leer, un romance de los Caballeros de la Mesa Redonda llegado a estos lugares haría siglos, en las alforjas de algún navegante o algún bachiller de Coimbra? ¿Qué sorpresas no le depararía esta tierra?
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