Array Array - La guerra del fin del mundo
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—¿Es verdad que Belo Monte se salvó del Cortapescuezos gracias a los indios de Mirandela? —susurra Catarina—. Joaquim Macambira lo dijo.
—Y también gracias a los morenos del Mocambo y a los demás —dice Joáo Abade—, Pero es cierto, fueron bravos. Los indios de Mirandela no tenían carabinas ni fusiles. ^ No habían querido tenerlos por capricho, superstición, desconfianza o lo que fuera. Él, los Vilanova, Pedráo, Joáo Grande, los Macambira habían intentado varias veces darles armas de fuego, petardos, explosivos. El cacique movía la cabeza enérgicamente, estirando las manos con una especie de asco. Él mismo se había ofrecido, poco antes de la llegada del Cortapescuezos, a enseñarles cómo cargar, limpiar y disparar las escopetas, las espingardas, los fusiles. La respuesta había sido no. Joáo Abade concluyó que los kariris tampoco pelearían esta vez. Ellos no habían ido a enfrentarse con los perros a Uauá y cuando la expedición que entró por el Cambiao ni siquiera abandonaron sus chozas, como si esa guerra no hubiera sido también suya. «Por ese lado Belo Monte no está defendido», había dicho Joáo Abade. «Pidamos al Buen Jesús que no vengan por ahí.» Pero habían venido también por ahí. «El único lado por el que no pudieron entrar», piensa Joáo Abade. Habían sido esas criaturas hoscas, distantes, incomprensibles, luchando sólo con arcos y flechas, lanzas y cuchillos, quienes se lo habían impedido. ¿Un milagro, acaso? Buscando los ojos de su mujer, Joáo pregunta: —¿Se acuerda cuando entramos a Mirandela por primera vez, con e! Consejero? Ella asiente. Han terminado de comer y Catarina lleva la escudilla y la cuchara hasta la esquina del fogón. Luego Joáo la ve venir hacia él —delgadita, seria, descalza, su cabeza rozando el techo lleno de tizne — y echarse a su lado en el camastro. Le pasa el brazo bajo la espalda y la acomoda, con precaución. Permanecen quietos, oyendo los ruidos de Canudos, próximos y lejanísimos. Así pueden permanecer horas y ésos son tal vez los momentos más profundos de la vida que comparten.
—En ese tiempo yo lo odiaba a usted tanto como usted había odiado a Custodia — susurra Catarina.
Mirandela, aldea de indios agrupados allí en el siglo XVIII por los misioneros capuchinos de la Misión de Massacará, era un extraño enclave del sertón de Canudos, separado de Pombal por cuatro leguas de terreno arenoso, caatinga espesa y espinosa, a ratos impenetrable, y de una atmósfera tan ardiente que cortaba los labios y apergaminaba la piel. El pueblo de indios kariris, erigido en lo alto de una montaña, en medio de un paisaje bravío, era desde tiempos inmemoriales escenario de sangrientas disputas, y a veces carnicerías, entre los indígenas y los blancos de la comarca por la posesión de las mejores tierras. Los indios vivían reconcentrados en el pueblo, en cabañas desperdigadas en torno a la Iglesia del Señor de la Ascensión, una construcción de piedra de dos siglos de antigüedad, con techo de paja y puerta y ventanas azules y al descampado terroso que era la Plaza, en la que sólo había un puñado de cocoteros y una cruz de madera. Los blancos permanecían en sus haciendas del rededor y esa cercanía no era coexistencia sino guerra sorda que periódicamente estallaba en recíprocas incursiones, incidentes, saqueos y asesinatos. Los pocos centenares de indios de Mirandela vivían semidesnudos, hablando una lengua vernácula aderezada de escupitajos y cazando con dardos y flechas envenenadas. Eran una humanidad hosca y miserable, que permanecía acuartelada dentro de su ronda de cabañas techadas con hojas de icó y sus sembríos de maíz, y tan pobre que ni los bandidos ni las volantes entraban a saquear Mirandela. Se habían vuelto otra vez herejes. Hacía años que los padres capuchinos y lazaristas no conseguían celebrar en el pueblo una Santa Misión, pues, apenas aparecían los misioneros por la vecindad, los indios, con sus mujeres y sus criaturas, se desvanecían en la caatinga hasta que aquéllos, resignados, daban la Misión sólo para los blancos. Joáo Abade no recuerda cuándo decidió el consejero ir a Mirandela. El tiempo de la peregrinación no es para él lineal, un antes y un después, sino circular, una repetición de días y hechos equivalentes. Recuerda, en cambio, cómo sucedió. Luego de haber restaurado la capilla de Pombal, una madrugada el Consejero enfiló hacia el Norte, por una sucesión de lomas filudas y compactas que conducían derechamente a ese reducto de indios donde acababa de ser masacrada una familia de blancos. Nadie le dijo una palabra, pues nunca, nadie, lo interrogaba acerca de sus decisiones. Pero muchos pensaron, como Joáo Abade, durante la ardiente jornada en la que el sol parecía trepanarle el cráneo, que los recibiría una aldea desierta o una lluvia de flechas.
No ocurrió ni una ni otra cosa. El Consejero y los peregrinos subieron la montaña al atardecer y entraron en el pueblo en procesión, cantando Loores a María. Los indios los recibieron sin espantarse, sin hostilidad, en una actitud que simulaba la indiferencia. Los vieron instalarse en el descampado frente a sus cabañas y encender una fogata y arremolinarse alrededor. Luego los vieron entrar a la Iglesia del Señor de la Ascensión y rezar las estaciones del Calvario, y, más tarde, desde sus cabañas y corralitos y sembríos esos hombres con incisiones y rayas blancas y verdes en las caras, escucharon al Consejero dar los consejos de la tarde. Lo oyeron hablar del Espíritu Santo, que es la libertad, de las aflicciones de María, celebrar las virtudes de la frugalidad, de la pobreza y del sacrificio y explicar que cada sufrimiento ofrecido a Dios se convierte en premio en la otra vida. Luego oyeron a los peregrinos del Buen Jesús rezar un rosario a la Madre de Cristo. Y a la mañana siguiente, siempre sin acercarse a ellos, siempre sin dirigirles una sonrisa o un gesto amistoso, los vieron partir por la ruta del cementerio en el que se detuvieron a limpiar las tumbas y cortar la yerba.
—Fue inspiración del Padre que el Consejero fuera a Mirandela esa vez —dice Joáo Abade—. Sembró una semilla y ésta acabó por florecer.
Catarina no dice nada pero Joáo sabe que está recordando, como él, la sorprendente aparición en Belo Monte de más de un centenar de indios, arrastrando consigo sus pertenencias, sus viejos, algunos en parihuelas, sus mujeres y sus niños, por la ruta que venía de Bendengó. Habían pasado años, pero nadie puso en duda que la llegada de esas gentes semidesnudas y pintarrajeadas era la devolución de la visita del Consejero. Los kariris entraron a Canudos acompañados por un blanco de Mirandela —Antonio el Fogueteiro—, como si entraran a su casa, y se instalaron en el descampado vecino al Mocambo que les indicó Antonio Vilanova. Allí levantaron sus cabañas y abrieron entre ellas sus sembríos. Iban a oír los consejos y chapurreaban suficiente portugués para entenderse con los demás, pero constituían un mundo aparte. El Consejero solía ir a verlos —lo recibían zapateando en la tierra en su extraña manera de bailar — y también los hermanos Vilanova con quienes comerciaban sus productos. Joáo Abade siempre había pensado en ellos como forasteros. Ahora ya no. Porque el día de la invasión del Cortapescuezos los vio resistir tres cargas de infantes, que, dos por el lado del Vassa Barris y la otra por la ruta de Geremoabo, cayeron directamente sobre su barrio. Cuando él, con una veintena de hombres de la Guardia Católica, fue a reforzar ese sector, se había quedado asombrado del número de atacantes que circulaban entre las chozas y de la reciedumbre con que los indios resistían, flechándolos desde las techumbres y abalanzándoseles con sus hachas de piedra, sus hondas y sus lanzas de madera. Los kariris peleaban prendidos de los invasores y también sus mujeres les saltaban encima y los mordían y rasguñaban tratando de arrancarles fusiles y bayonetas, a la vez que les rugían seguramente conjuros y maldiciones. Por lo menos un tercio de ellos habían quedado muertos o heridos al terminar el combate.
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