Array Array - La guerra del fin del mundo
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Tuvo un retortijón en el estómago y se preguntó si el auditorio les daría de comer. Era otro descubrimiento, en estos días instructivos: que la comida podía ser una preocupación absorbente, capaz de esclavizar su conciencia horas de horas, y, por momentos, una fuente mayor de angustia que la semiceguera en que la rotura de sus anteojos lo dejó, esta condición de hombre que se tropezaba contra todo y todos y tenía el cuerpo lleno de cardenales por los encontrones contra los filos de esas cosas imprecisables que se interponían y lo obligaban a ir pidiendo disculpas, diciendo no veo, lo siento mucho, para desarmar cualquier posible enojo.
El Enano hizo una pausa y dijo que, para continuar la historia —imaginó sus morisquetas implorantes—, su cuerpo reclamaba sustento. Todos los órganos del periodista entraron en actividad. Su mano derecha se movió hacia Jurema y la rozó. Hacía eso muchas veces al día, siempre que sucedía algo nuevo, pues era en los umbrales de lo novedoso y lo imprevisible, que su miedo —siempre empozado — recobraba su imperio. Era sólo un roce rápido, para apaciguar su espíritu, pues esa mujer era su última esperanza, ahora que el Padre Joaquim parecía definitivamente fuera de su alcance, la que veía por él y atenuaba su desamparo. Él y el Enano eran un estorbo para Jurema. ¿Por qué no se iba y los dejaba? ¿Por generosidad? No, sin duda por desidia, por esa terrible indolencia en que parecía sumida. Pero el Enano, al menos, con sus payaserías, conseguía esos puñados de farinha de maíz o de carne de chivo secado al sol que los mantenía vivos. Sólo él era el inútil total del que, tarde o temprano, se desprendería la mujer. El Enano, luego de unos chistes que no provocaron risas, reanudó la historia de Oliveros. El periodista miope presintió la mano de Jurema y en el acto abrió los dedos. Inmediatamente se llevó a la boca esa forma que parecía un pedazo de pan duro. Masticó tenaz, ávidamente, todo su espíritu concentrado en la papilla que se iba formando en su boca y que tragaba con dificultad, con felicidad. Pensó: «Si sobrevivo, la odiaré, maldeciré hasta las flores que se llaman como ella». Porque Jurema sabía hasta dónde llegaba su cobardía, los extremos a que podía empujarlo. Mientras masticaba, lento, avaro, dichoso, asustado, recordó la primera noche de Canudos, el hombre exhausto, de piernas de aserrín y semiciego que era, tropezando, cayendo, los oídos aturdidos por los vítores al Consejero. De pronto se había sentido levantado en peso por una vivísima confusión de olores, de puntos chisporroteantes, oleaginosos, y el rumor creciente de las letanías. De la misma manera súbita todo enmudeció. «Es él, el Consejero.» Su mano apretó con tanta fuerza esa mano que no había soltado todo el día, que la mujer dijo «suélteme, suélteme». Más tarde, cuando la voz ronca cesó y la gente comenzó a dispersarse, él, Jurema y el Enano se tumbaron en el mismo descampado. Habían perdido al cura de Cumbe al entrar a Canudos, arrebatado por la gente. Durante la prédica, el Consejero agradeció al cielo que lo hubiera hecho volver, resucitar, y el periodista miope supuso que el Padre Joaquim estaba allá, al lado del ¡santo, en la tribuna, andamio o torre desde donde hablaba. Después de todo, Moreira César tenía razón: el cura era yagunzo, era uno de ellos. Fue entonces que se puso a llorar. Había sollozado como ni siquiera imaginaba haberlo hecho de niño, implorando a la mujer que lo ayudara a salir de Canudos. Le ofreció ropas, casa, cualquier cosa para que no lo abandonara, medio ciego y medio muerto de hambre. Sí, ella sabía que el miedo lo tornaba una basura capaz de cualquier cosa para despertar la compasión. El Enano había terminado. Oyó algunos aplausos y el auditorio comenzó a deshacerse. Tenso, trató de distinguir si estiraban una mano, si daban algo, pero tuvo la desoladora impresión de que nadie lo hacía. —¿Nada? —susurró, cuando sintió que estaban solos.
—Nada —repuso la mujer, con su indiferencia de siempre, poniéndose de pie. El periodista miope se incorporó también y, al notar que ella —figurilla alargada, cuyos cabellos sueltos y camisola en jirones recordaba — se ponía a andar, la imitó. El Enano iba a su lado, su cabeza a la altura de su codo.
—Están más hueso y pellejo que nosotros —lo oyó murmurar—. ¿Te recuerdas de Cipo, Jurema? Aquí se ven todavía más desechos. ¿Has visto nunca tantos mancos, ciegos, tullidos, tembladores, albinos, sin orejas, sin narices, sin pelos, con tantas costras y manchas? Ni te has dado cuenta, Jurema. Yo sí. Porque aquí me siento normal. Se rió, de buen humor, y el periodista miope lo oyó silbar una tonada alegre un buen rato.
—¿Nos darán hoy también farinha de maíz? —dijo, de pronto, con ansiedad. Pero estaba pensando algo distinto y añadió, con amargura —: Si es verdad que el Padre Joaquim se ha ido de viaje, ya no tenemos quien nos ayude. ¿Por qué nos hizo eso, por qué nos abandonó?
—¿Y por qué no nos iba a abandonar? —dijo el Enano—. ¿Acaso somos algo de él? ¿Nos conocía? Agradece que, por él, tengamos techo para dormir.
Era cierto, ya los había ayudado, gracias a él tenían techo. Quién si no el Padre Joaquim podía haber sido la razón de que, al día siguiente de dormir a la intemperie, con los huesos y músculos adoloridos, una voz poderosa, eficiente, que parecía corresponder a ese bulto sólido, a ese rostro barbado, les había dicho: —Vengan, pueden dormir en el depósito. Pero no salgan de Belo Monte. ¿Estaban prisioneros? Ni él, ni Jurema ni el Enano le preguntaron nada a ese hombre que sabía mandar y que, con una simple frase, les organizó el mundo. Los llevó sin decir otra palabra a un sitio que el periodista miope adivinó grande, sombreado, caluroso y repleto y, antes de desaparecer —sin averiguar quiénes eran, ni qué hacían allí ni qué querían hacer — les repitió que no podían irse de Canudos y que tuvieran cuidado con las armas. El Enano y Jurema le explicaron que estaban rodeados de fusiles, de pólvora, de morteros, de cartuchos de dinamita. Comprendió que eran las armas arrebatadas al Séptimo Regimiento. ¿No era absurdo que durmieran ahí, en medio de ese botín de guerra? No, la vida había dejado de ser lógica y por eso nada podía ser absurdo. Era la vida: había que aceptarla así o matarse.
Pensaba eso, que, aquí, algo distinto a la razón ordenaba las cosas, los hombres, el tiempo, la muerte, algo que sería injusto llamar locura y demasiado general llamar fe, superstición, desde la tarde en que oyó por primera vez al Consejero, inmerso en esa multitud que al escuchar la voz profunda, alta, extrañamente impersonal, había adoptado una inmovilidad granítica, un silencio que podía tocarse. Antes que por las palabras y el tono majestuoso del hombre, el periodista se sintió golpeado, aturdido, anegado, por esa quietud y ese silencio con que lo escuchaban. Era como… era como… Buscó con desesperación esa semejanza con algo que sabía depositado al fondo de la memoria porque, está seguro, una vez que asomara a su conciencia le aclararía lo que estaba sintiendo. Sí: los candomblés. Alguna vez, en esos humildes ranchos de los morenos de Salvador, o en los callejones de detrás de la Estación de la Calzada, asistiendo a los ritos frenéticos de esas sectas que cantaban en perdidas lenguas africanas, había percibido una organización de la vida, un contubernio de las cosas y de los hombres, del tiempo, el espacio y la experiencia humana tan totalmente prescindente de la lógica, del sentido común, de la razón, como la que, en esta noche rápida que comenzaba a deshacer las siluetas, percibía en esos seres a los que aliviaba, daba fuerzas y asiendo esa voz profunda, cavernosa, dilacerada, tan despectiva de las necesidades materiales, tan orgullosamente concentrada en el espíritu, en todo lo que no se comía ni vestía ni usaba, los pensamientos, las emociones, los sentimientos, las virtudes. Mientras la oía, el periodista miope creyó intuir el porqué de Canudos, el porqué duraba esa aberración que era Canudos. Pero cuando la voz cesó y terminó el éxtasis de la gente, su confusión volvió a ser la de antes.
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