Array Array - La guerra del fin del mundo
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—¿Canudos? —murmuró el Barón—. Epaminondas hace bien en querer que no se hable de esa historia. Olvidémosla, es lo mejor. Es un episodio desgraciado, turbio, confuso. No sirve. La historia debe ser instructiva, ejemplar. En esa guerra nadie se cubrió de gloria. Y nadie entiende lo que pasó. Las gentes han decidido bajar una cortina. Es sabio, es saludable.
—No permitiré que se olviden —dijo el periodista, mirándolo con la dudosa fijeza de su mirada—. Es una promesa que he hecho.
El Barón sonrió. No por la súbita solemnidad del visitante, sino porque el camaleón acababa de materializarse, detrás del escritorio y las cortinas, en el verde brillante de las yerbas del jardín, bajo las nudosas ramas de la pitanga. Largo, inmóvil, verdoso, con su orografía de cumbres puntiagudas, casi transparente, relucía como una piedra preciosa. «Bienvenido, amigo», pensó. —¿Como? —dijo, porque sí, para llenar el vacío.
—De la única manera que se conservan las cosas —oyó gruñir al visitante—. Escribiéndolas.
—También me acuerdo de eso —asintió el Barón—. Usted quería ser poeta, dramaturgo. ¿Va a escribir esa historia de Canudos que no vio?
«¿Qué culpa tiene el pobre diablo de que Estela no sea ya ese ser lúcido, la clara inteligencia que era?», pensó.
—Desde que pude sacarme de encima a los impertinentes y a los curiosos, he estado yendo al Gabinete de Lectura de la Academia Histórica —dijo el miope—. A revisar los periódicos, todas las noticias de Canudos. El Jornal de Noticias, el Diario de Bahía, el Republicano. He leído todo lo que se escribió, lo que escribí. Es algo… difícil de expresar. Demasiado irreal, ¿ve usted? Parece una conspiración de la que todo el mundo participara, un malentendido generalizado, total.
—No entiendo. —El Barón había olvidado al camaleón e incluso a Estela y observaba intrigado al personaje que, encogido, parecía pujar: su mentón rozaba su rodilla. —Hordas de fanáticos, sanguinarios abyectos, caníbales del sertón, degenerados de la raza, monstruos despreciables, escoria humana, infames lunáticos, filicidas, tarados del alma —recitó el visitante, deteniéndose en cada sílaba—. Algunos de esos adjetivos eran míos. No sólo los escribí. Los creía, también.
—¿Va a hacer una apología de Canudos? —preguntó el Barón—. Siempre me pareció un poco chiflado. Pero me cuesta creer que lo sea tanto como para pedirme que lo ayude en eso. ¿Sabe lo que me costó Canudos, no es cierto? ¿Que perdí la mitad de mis bienes? Que por Canudos me ocurrió la peor desgracia, pues, Estela…
Sintió que su voz vacilaba y calló. Miró a la ventana, pidiendo ayuda. Y la encontró: seguía allí, quieto, hermoso, prehistórico, eterno, a medio camino entre los reinos animal y vegetal, sereno en la resplandeciente mañana.
—Pero esos adjetivos eran preferibles, al menos la gente pensaba en eso —dijo el periodista, como si no lo hubiera oído—. Ahora, ni una palabra. ¿Se habla de Canudos en los cafés de la rua de Chile, en los mercados, en las tabernas? Se habla de las huérfanas desvirginadas por el Director del Hospicio Santa Rita de Cassia, más bien. O de la píldora antisifilítica del Dr. Silva Lima o de la última remesa de jabones rusos y calzados ingleses que han recibido los Almacenes Clarks. —Miró al Barón a los ojos y éste vio que en las bolas miopes había furia y pánico—. La última noticia sobre Canudos apareció en los diarios hace doce días. ¿Sabe cuál era?
—Desde que dejé la política no leo periódicos —dijo el Barón—. Ni siquiera el mío. —El retorno a Río de Janeiro de la Comisión que mandó el Centro Espiritista de la capital a fin de que, valiéndose de sus poderes meddiúmnicos, ayudaran a las fuerzas del orden a acabar con los yagunzos. Pues bien, ya volvieron a Río, en el barco Río Vermelho, con sus mesas de tres patas y sus bolas de vidrio y lo que sea. Desde entonces, ni una línea. Y no han pasado ni tres meses.
—No quiero seguir oyéndolo —dijo el Barón—. Ya le he dicho que Canudos es un tema doloroso para mí.
—Necesito saber lo que usted sabe —lo cortó el periodista en voz rápida, conspiratoria— . Usted sabe muchas cosas, usted les mandó varias cargas de farinha y también ganado. Tuvo contactos con ellos, habló con Pajeú.
¿Un chantaje? ¿Venía a amenazarlo, a sacarle dinero? El Barón se sintió decepcionado de que la explicación de tanto misterio y tanta palabrería fuera algo tan vulgar. —¿De verdad le dio a Antonio Vilanova ese recado para mí? —dice Joáo Abade, despertando de la sensación cálida en que lo sumen los dedos delgadísimos de Catarina cuando se hunden en sus crenchas, a la caza de liendres.
—No sé qué recado le dio Antonio Vilanova —responde Catarina, sin dejar de explorar su cabeza.
«Está contenta», piensa Joáo Abade. La conoce lo bastante para percibir, por furtivas inflexiones en su voz o chispas en sus ojos pardos, cuándo lo está. Sabe que la gente habla de la tristeza mortal de Catarina, a la que nadie ha visto reír y muy pocos hablar. ¿Para qué sacarlos de su error? Él sí la ha visto sonreír y hablar, aunque siempre como un secreto.
—Que si yo me condeno, usted también quiere condenarse —murmura. Los dedos de su mujer se inmovilizan, igual que cada vez que encuentran un piojo anidado entre sus crenchas y sus uñas van a triturarlo. Luego de un momento, reanudan su labor y Joáo vuelve a sumirse en la placidez bienhechora que es estar así, sin zapatos, con el torso desnudo, en el camastro de varas de la minúscula casita de tablas y barro de la calle del Niño Jesús, con su mujer arrodillada a su espalda, despiojándolo. Siente pena por la ceguera de la gente. Sin necesidad de hablarse, Catarina y él dicen más cosas que las cotorras más deslenguadas de Canudos. Es media mañana y el sol alardea el único cuarto de la cabaña, por las ranuras de la puerta de tablas y los huececillos del trapo azulado que cubre la única ventana. Afuera, se oyen voces, chiquillos correteando, ruido de seres atareados, como si éste fuera un mundo de paz, como si no acabara de morir tanta gente que Canudos ha tardado una semana en enterrar a sus muertos y en arrastrar a las afueras los cadáveres de los soldados para que se los coman los urubús. —Es verdad. —Catarina le habla al oído, su aliento lo cosquillea—. Si se va al infierno, quiero irme con usted.
Joáo alarga el brazo, toma a Catarina de la cintura y la sienta en sus rodillas. Lo hace con la mayor delicadeza, como cada vez que la toca, pues por su extrema flacura o por los remordimientos, siempre tiene la angustiosa sensación de hacerle daño, y pensando que ahora mismo deberá soltarla pues encontrará esa resistencia que aparece siempre que intenta incluso cogerla del brazo. Él sabe que el contacto físico le es insoportable y ha aprendido a respetarla, violentándose a sí mismo, porque la ama. Pese a vivir ya tantos años juntos, han hecho el amor pocas veces, por lo menos el amor completo, piensa Joáo Abade, sin esas interrupciones que lo dejan acezante, sudoroso, con el corazón alborotado. Pero esta mañana, ante su sorpresa, Catarina no lo rechaza. Por el contrario, se encoge en sus rodillas y él siente su cuerpo frágil, de costillas salientes, casi sin pechos, apretándose contra el suyo.
—En la Casa de Salud, tenía miedo por usted —dice Catarina—. Mientras cuidábamos a los heridos, mientras veíamos pasar a los soldados, disparando y tirando antorchas. Tenía miedo. Por usted.
No lo dice de manera febril, apasionada, sino impersonal, en todo caso fría, como si hablara de otros. Pero Joáo Abade siente una emoción profunda y, de pronto, deseo. Su mano se introduce bajo el batín de Catarina y le acaricia la espalda, los costados, los pezones pequeñitos, mientras su boca sin dientes delanteros baja por su cuello, por su mejilla, buscándole los labios. Catarina deja que la bese, pero no abre su boca y cuando Joáo intenta echarla en el camastro, se pone rígida. En el acto, la suelta, respirando hondo, cerrando los ojos. Catarina se pone de pie, se acomoda el batín, se coloca en la cabeza el pañuelo azul que ha caído al suelo. El techo de la cabaña es tan bajo que debe mantenerse inclinada, en el rincón donde se guardan (cuando las hay) las provisiones: el charqui, la farinha, el fréjol, la rapadura. Joáo la mira preparar la comida y calcula cuántos días —¿o semanas? — no tenía la fortuna de hallarse así, a solas con ella, olvidados ambos de la guerra y del Anticristo. Al poco rato, Catarina viene a sentarse a su lado en el camastro, con un cazo de madera lleno de fréjol rociado de farinha. Tiene en la mano una cuchara de palo. Comen pasándose la cuchara, dos o tres bocados él por cada bocado de ella.
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