Array Array - La guerra del fin del mundo
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Siente en su mano derecha una mano que sólo puede ser —por su tamaño, por su presión — la de la mujer descalza. Tira de él, sin decir una palabra, orientándolo en ese mundo de pronto inaprensible, ciego.
Lo primero que sorprendió a Epaminondas Gonce, al entrar en el palacio del Barón de Cañabrava, en el que nunca había puesto los pies, fue el olor a vinagre y a yerbas aromáticas que impregnaba las habitaciones, por las que un criado negro lo conducía, alumbrándolo con un candil. Lo introdujo a un despacho con estanterías llenas de libros, iluminado por una lámpara de cristales verdosos que daba apariencia selvática al escritorio de extremidades ovaladas y a los confortables y mesitas con adornos. Curioseaba un mapa antiguo, en el que alcanzó a leer escrito en letras cardenalicias el nombre de Calumbí, cuando entró el Barón. Se dieron la mano sin calor, como personas que apenas se conocen.
—Le agradezco que viniera —dijo el Barón, ofreciéndole asiento—. Tal vez hubiera sido mejor celebrar esta entrevista en un lugar neutral, pero me permití proponerle mi casa porque mi esposa está delicada y prefiero no salir.
—Espero que se recobre pronto —dijo Epaminondas Goncalves, rechazando la caja de cigarros que el Barón le alcanzó—. Todo Bahía espera verla otra vez tan sana y bella como siempre.
El Barón se había adelgazado y envejecido mucho y el dueño del Jornal de Noticias se preguntó si esas arrugas y ese abatimiento eran obra de la vejez o de los últimos acontecimientos.
—En realidad, Estela se halla físicamente bien, su organismo se ha recuperado —dijo el Barón, con viveza—. Es su espíritu el que sigue dolido, por la impresión que fue para ella el incendio de Calumbí.
—Una desgracia que nos concierne a todos los bahianos —murmuró Epaminondas. Alzó la vista para seguir al Barón, que se había puesto de pie y estaba sirviendo dos copas de cognac—. Lo he dicho en la Asamblea y en el Jornal de Noticias. La destrucción de propiedades es un crimen que nos afecta a aliados y adversarios por igual. El Barón asintió. Alcanzó a Epaminondas su copa y brindaron en silencio, antes de beber. Epaminondas colocó su copa en la mesita y el Barón la retuvo, calentando y removiendo el líquido rojizo.
—He pensado que era bueno que habláramos —dijo, despacio—. El éxito de las negociaciones entre el Partido Republicano y el Partido Autonomista dependen de que usted y yo nos pongamos de acuerdo.
—Tengo que advertirle que no he sido autorizado por mis amigos políticos para negociar nada esta noche —lo interrumpió Epaminondas Gonce.
—No necesita su autorización —sonrió el Barón, con sorna—. Mi querido Epaminondas, no juguemos a las sombras chinas. No hay tiempo. La situación es gravísima y usted lo sabe. En Río, en Sao Paulo, asaltan los diarios monárquicos y linchan a sus dueños. Las señoras del Brasil rifan sus joyas y sus cabellos para ayudar al Ejército que viene a Bahía. Vamos a poner las cartas sobre la mesa. No podemos hacer otra cosa a menos que queramos suicidarnos. Volvió a beber un sorbo de cognac.
—Ya que quiere franqueza, le confesaré que sin lo ocurrido a Moreira César en Canudos no estaría aquí ni habría conversaciones entre nuestros partidos —asintió Epaminondas Goncalves.
—En eso estamos de acuerdo —dijo el Barón—. Supongo que también lo estamos en lo que significa políticamente para Bahía esa movilización militar en gran escala que organiza el gobierno federal en todo el país.
—No sé si la vemos de la misma manera. —Epaminondas cogió su copa, bebió, paladeó y añadió, fríamente —: Para usted y sus amigos es, desde luego, el fin.
—Lo es sobre todo para ustedes, Epaminondas —repuso amablemente el Barón—. ¿No se ha dado cuenta? Con la muerte de Moreira César, los jacobinos han sufrido un golpe mortal. Han perdido la única figura de prestigio con que contaban. Sí, mi amigo, los yagunzos han hecho un favor al Presidente Prudente de Moráis y al Parlamento, a ese gobierno de «bachilleres» y «cosmopolitas» que ustedes querían derribar para instalar la República Dictatorial. Moráis y los Paulistas van a servirse de esta crisis para limpiar al Ejército y la administración de jacobinos. Siempre fueron pocos y ahora están acéfalos. Usted también será barrido en la limpieza. Por eso lo he llamado. Vamos a vernos en aprietos con el gigantesco Ejército que viene a Bahía. El gobierno federal pondrá un jefe militar y político en el estado, alguien de confianza de Prudente de Moráis, y la Asamblea perderá toda fuerza si no se cierra por falta de uso. Toda forma de poder local desaparecerá de Bahía y seremos un simple apéndice de Río. Por más partidario del centralismo que sea, me imagino que no lo es tanto como para aceptar verse expulsado de la vida política.
—Es una manera de ver las cosas —murmura Epaminondas, imperturbable—. ¿Puede decirme en qué forma contrarrestaría el peligro ese frente común que me propone? —Nuestra unión obligará a Moráis a negociar y pactar con nosotros y salvará a Bahía de caer atada de pies y manos bajo el control de un virrey militar —dijo el Barón—. Y le dará a usted, además, la posibilidad de llegar al poder. —Acompañado… —dijo Epaminondas Gonce.
—Solo —lo rectificó el Barón—. La Gobernación es suya. Luis Viana no volverá a presentarse y usted será nuestro candidato. Tendremos listas conjuntas para la Asamblea y para los Concejos Municipales. ¿No es por lo que lucha hace tanto tiempo? Epaminondas Gonce enrojeció. ¿Le producían ese arrebato el cognac, el calor, lo que acababa de oír o lo que pensaba? Permaneció silencioso unos segundos, abstraído. —¿Sus partidarios están de acuerdo? —preguntó al fin, en voz baja. —Lo estarán cuando comprendan qué es lo que deben hacer —dijo el Barón—. Yo me comprometo a convencerlos. ¿Está satisfecho?
—Necesito saber qué va a pedirme a cambio —dijo Epaminondas Gonce. —Que no se toquen las propiedades agrarias ni los comercios urbanos —repuso el Barón de Cañabrava, en el acto—. Ustedes y nosotros lucharemos contra cualquier intento de confiscar, expropiar, intervenir o gravar inmoderadamente las tierras o los comercios. Es la única condición.
Epaminondas Gonce respiró hondo, como si le faltara el aire. Bebió el resto del cognac de un trago.
—¿Y usted. Barón?
—¿Yo? —murmuró el Barón, como si hablara de un espíritu—. Voy a retirarme de la vida política. No seré un estorbo de ninguna especie. Por lo demás, como sabe, viajo a Europa la próxima semana. Permaneceré allá por tiempo indefinido. ¿Lo tranquiliza eso? Epaminondas Gonce, en vez de responder, se puso de pie y dio unos pasos por la habitación, con las manos en la espalda. El Barón había adoptado una actitud ausente. El dueño del Jornal de Noticias no trataba de ocultar el indefinible sentimiento que se había apoderado de él. Estaba serio, arrebatado, y en sus ojos, además de la bulliciosa energía de siempre, había también desasosiego, curiosidad.
—Ya no soy un niño, aunque no tenga su experiencia —dijo, mirando de manera desafiante al dueño de casa—. Sé que usted me está engañando, que hay una trampa en lo que me propone.
El Barón asintió, sin demostrar el menor enfado. Se levantó para servir un dedo de cognac en las copas vacías.
—Comprendo que desconfíe —dijo, con su copa en la mano, iniciando un recorrido por la habitación que terminó en la ventana de la huerta. La abrió: una bocanada de aire tibio entró al despacho junto con la algarabía de los grillos y una lejana guitarra—. Es natural. Pero no hay trampa alguna, le aseguro. La verdad es que, tal como están las cosas, he llegado al convencimiento que la persona con las dotes necesarias para dirigir la política de Bahía es usted.
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