Array Array - La guerra del fin del mundo

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En la empalizada, su hermano disparaba con un fusil de los soldados y los auxiliares habían tapado la abertura. Volvió a cargar su revólver y se instaló junto a Honorio, quien le dijo: «Acaban de pasar unos treinta». El tiroteo, atronador, parecía cercarlos. Escudriñó lo que ocurría en la cuesta de Santa Ana y oyó que Honorio le decía: «¿Crees que Antonia y Asunción estarán vivas, compadre?». En eso vio, en el lodo, frente a la empalizada, a un soldado medio abrazado a su fusil y con un sable en la otra mano. «Necesitamos esas armas», dijo. Abrieron un boquete y se lanzó a la calle. Cuando se inclinaba a recoger el fusil, el soldado intentó levantar el sable. Sin vacilar, le hundió el puñal en el vientre, dejándose caer sobre él con todo su peso. Bajo el suyo, el cuerpo del soldado exhaló una especie de eructo, gruñó y se ablandó y quedó inmóvil. Mientras le arrancaba el puñal, el sable, el fusil y el morral, examinó la cara cenicienta, medio amarilla, una cara que había visto muchas veces entre los campesinos y vaqueros y sintió una sensación amarga. Honorio y los ayudantes estaban afuera, desarmando a otro soldado. Y en eso reconoció la voz de Joáo Abade. El Comandante de la Calle llegó como segregado por el terral. Venía seguido de dos hombres y los tres tenían lamparones de sangre.

—¿Cuántos son ustedes? —preguntó, a la vez que les hacía señas de que se arrimaran a la fachada de la casa–hacienda.

—Nueve —dijo Antonio—. Y adentro está Pedrín, herido.

—Vengan —dijo Joáo Abade, dando media vuelta—. Tengan cuidado, hay soldados metidos en muchas casas.

Pero el cangaceiro no tenía el menor cuidado, pues caminaba erecto, a paso rápido, por media calle, mientras iba explicando que atacaban las iglesias y el cementerio por el río y que había que impedir que los soldados se acercaran también por este lugar, pues el Consejero quedaría aislado. Quería cerrar Campo Grande con una barrera a la altura de los Mártires, ya casi en la esquina de la capilla de San Antonio.

Unos trescientos metros los separaban de allí y Antonio quedó sorprendido al ver los estragos. Había casas derruidas, desfondadas y agujereadas, escombros, altos de cascotes, tejas rotas, maderas carbonizadas entre las cuales aparecía a veces un cadáver, y nubes de polvo y humo que todo lo borraban, mezclaban, disolvían. Aquí y allá, como hitos del avance de los soldados, lengüetas de incendios. Colocándose al lado de Joáo Abade, le repitió el mensaje de Catarina. El cangaceiro asintió, sin volverse. Intempestivamente, se dieron con una patrulla de soldados en la bocacalle de María Magdalena y Antonio vio que Joáo saltaba, corría y lanzaba por el aire su faca como en las apuestas de puntería. Corrió también, disparando. Las balas silbaban a su alrededor y un instante después tropezó y cayó al suelo. Pero pudo pararse y esquivar la bayoneta que vio venir y arrastrar al soldado con él al fango. Golpeaba y recibía golpes sin saber si tenía en la mano la faca. De pronto sintió que el hombre con el que luchaba se encogía. Joáo Abade lo ayudó a levantarse.

—Recojan las armas de los perros —ordenaba, al mismo tiempo—. Las bayonetas, los morrales, las balas.

Honorio y dos auxiliares estaban inclinados sobre Anastasio, otro ayudante, tratando de incorporarlo.

—Es inútil, está muerto —los contuvo Joáo Abade—. Arrastren los cuerpos, para tapar la calle.

Y dio el ejemplo, cogiendo de un pie el cadáver más próximo y echando a andar en dirección a los Mártires. En la bocacalle, muchos yagunzos habían comenzado a levantar la barricada con todo lo que hallaban a mano. Antonio Vilanova se puso de inmediato a trabajar con ellos. Se escuchaban tiros, ráfagas, y al poco rato apareció un muchacho de la Guardia Católica a decir a Joáo Abade, que cargaba con Antonio las ruedas de una carreta, que los heréticos venían de nuevo hacia el Templo del Buen Jesús. «Todos allá», gritó Joáo Abade y los yagunzos corrieron detrás de él. Entraron a la plaza al mismo tiempo que, del cementerio, desembocaban varios soldados, dirigidos por un joven rubio que blandía un sable y disparaba un revólver. Una cerrada fusilería, desde la capilla y las torres y techos del Templo en construcción, los atajó. «Síganlos, síganlos», oyó rugir a Joáo Abade. De las iglesias salieron decenas de hombres a sumarse a la persecución. Vio a Joáo Grande, enorme, descalzo, alcanzar al Comandante de la Calle y hablarle mientras corría. Los soldados se habían hecho fuertes detrás del cementerio y al entrar a San Cipriano los yagunzos fueron recibidos con una granizada de balas. «Lo van a matar», pensó Antonio, tirado en el suelo, al ver a Joáo Abade que, de pie en media calle, indicaba con gestos a quienes lo seguían que se refugiaran en las casas o se aplastaran contra la tierra. Luego, se acercó a Antonio, a quien le habló acuclillándose a su lado: —Regresa a la barricada y asegúrala. Hay que desalojarlos de aquí y empujarlos hacia donde les caerá Pajeú. Anda y que no se cuelen por el otro lado.

Antonio asintió y, un momento después, corría de regreso, seguido de Honorio, los auxiliares y otros diez hombres, a la encrucijada de los Mártires y Campo Grande. Le pareció recobrar al fin la conciencia, salir del aturdimiento. «Tú sabes organizar, —se dijo—. Y ahora hace falta eso, eso.» Indicó que los cadáveres y escombros del descampado fueran llevados a la barricada y él ayudó hasta que, en medio del trajín, oyó gritos en el interior de una vivienda. Fue el primero en entrar, abriendo el tabique de una patada y disparando al uniforme acuclillado. Estupefacto, comprendió que el soldado que había matado estaba comiendo; tenía en la mano el pedazo de charqui que sin duda acababa de coger del fogón. A su lado, el dueño de casa, un viejo, agonizaba con la bayoneta clavada en el estómago y tres chiquillos chillaban desaforados. «Qué hambre tendría —pensó—, para olvidarse de todo y dejarse matar con tal de tragar un bocado de charqui.» Con cinco hombres fue revisando las viviendas, entre la bocacalle y el descampado. Todas parecían un campo de batalla: desorden, techos con boquetes, muros partidos, objetos pulverizados. Mujeres, ancianos, niños armados de palos y trinches ponían cara de alivio al verlos o prorrumpían en una chachara frenética. En una casa encontró dos baldes de agua y después de beber y hacer beber a los otros, los arrastró a la barricada. Vio la felicidad con que Honorio y los demás bebían. Encaramándose en la barricada, observó por entre los trastos y los muertos. La única calle recta de Canudos, Campo Grande, lucía desierta. A su derecha, el tiroteo arreciaba entre incendios. «La cosa está brava en el Mocambo, compadre», dijo Honorio. Tenía la cara encarnada y cubierta de sudor. Le sonreía. «No nos van a sacar de aquí, ¿no es cierto?», dijo. «Claro que no, compadre», respondió Honorio. Antonio se sentó en una carreta y mientras cargaba su revólver —ya casi no le quedaban balas en los cinturones que le ceñían el vientre — vio que los yagunzos estaban en su mayoría armados con los fusiles de los soldados. Les estaban ganando la guerra. Se acordó de las Sardelinhas, allá abajo, en la cuesta de Santa Ana.

—Quédate aquí y dile a Joáo que he ido a la Casa de Salud a ver qué pasa —le dijo a su hermano.

Saltó al otro lado de la barricada, pisando las cadáveres acosados por miríadas de moscas. Cuatro yagunzos lo siguieron. «¿Quién les ordenó venir?», les gritó. «Joáo Abade», dijo uno de ellos. No tuvo tiempo de replicar, pues en San Pedro se vieron atrapados en un tiroteo: se luchaba en las puertas, en los techos y en el interior de las casas de la calle. Volvieron a Campo Grande y por allí pudieron bajar hacia Santa Ana, sin encontrar soldados. Pero en Santa Ana había tiros. Se agazaparon detrás de una casa que humeaba y el comerciante observó. A la altura de la Casa de Salud había otra humareda; de allí disparaban. «Voy a acercarme, esperen aquí», dijo, pero cuando reptaba, vio que los yagunzos reptaban a su lado. Unos metros más allá descubrió por fin a media docena de soldados, disparando no contra ellos sino contra las casas. Se incorporó y corrió hacia ellos a toda la velocidad de sus piernas, con el dedo en el gatillo, pero sólo disparó cuando uno de los soldados volvió la cabeza. Le descargó los seis tiros y lanzó la faca a otro que se le vino encima. Cayó al suelo y allí se prendió de las piernas del mismo o de otro soldado y, sin saber cómo, se encontró apretándole el cuello, con todas sus fuerzas. «Mataste dos perros, Antonio», dijo un yagunzo. «Los fusiles, las balas, quítenselas», respondió él. Las casas se abrían y salían grupos, tosiendo, sonriendo, haciendo adiós. Ahí estaban Antonia, su mujer, y Asunción, y, detrás, Catarina, la mujer de Joáo Abade.

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