Array Array - La guerra del fin del mundo
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—Nos van a matar, Jurema —lloriqueó el Enano.
Sí, pensó ella, nos van a matar. Se puso de pie, cogió al Enano, y gritó: «Corre, corre». Se lanzó cuesta arriba, por la parte más tupida de la caatinga. Muy pronto se fatigó pero encontró ánimos para seguir en el recuerdo del soldado que había caído sobre ella en la mañana. Cuando ya no pudo correr, siguió andando. Pensaba, compadecida, en lo extenuado que debía estar el Enano, con sus piernas cortitas, a quien, sin embargo, no había sentido quejarse y que había corrido prendido con firmeza de su mano. Cuando se detuvieron, oscurecía. Se hallaban en la otra vertiente, el terreno era plano a ratos y la vegetación se había enredado. El ruido de la guerra se oía lejos. Se dejó caer en el suelo y a ciegas cogió yerbas y se las llevó a la boca y las masticó, despacio, hasta sentir su juguito ácido en el paladar. Escupió, cogió otro puñado y así fue burlando la sed. El Enano, un bulto inmóvil, hacía lo mismo. «Hemos corrido horas», le dijo, pero no oyó su voz y pensó que seguramente él tampoco tenía fuerzas para hablarle. Lo tocó en el brazo y él le apretó la mano, con gratitud. Así estuvieron, respirando, masticando y escupiendo briznas, hasta que entre el ramaje raleado de la favela se encendieron las estrellas. Viéndolas, Jurema se acordó de Rufino, de Gall. A lo largo del día los habrían picoteado los urubús, las hormigas y las lagartijas y ya habrían comenzado a pudrirse. Nunca más vería esos restos que, a lo mejor, estaban ahí a pocos metros, abrazados. Las lágrimas le mojaron la cara. En eso oyó voces, muy cerca, y buscó y encontró la mano aterrada del
Enano, contra el que una de las dos siluetas acababa de chocar. El Enano chilló como si lo hubieran acuchillado.
—No disparen, no nos maten —ululó una voz muy próxima—. Soy el Padre Joaquim, soy el párroco de Cumbe. ¡Somos gente de paz!
—Nosotros somos una mujer y un enano. Padre —dijo Jurema, sin moverse—. También somos gente de paz. Esta vez sí le salió la voz.
Al estallar el primer cañonazo de esa noche, la reacción de Antonio Vilanova, pasado el atolondramiento, fue proteger al santo con su cuerpo. Igual cosa hicieron Joáo Abade y Joáo Grande, el Beatito y Joaquim Macambira y su hermano Honorio, de modo que se encontró cogido con ellos de los brazos, rodeando al Consejero, y calculando la trayectoria de la granada, que debía haber caído por San Cipriano, la callejuela de los curanderos, brujos, yerbateros y ahumadores de Belo Monte. ¿Cuál o cuáles de esas cabañas de viejas que curaban el mal de ojo con bebedizos de jurema y manacá, o de esos hueseros que componían el cuerpo a jalones, habían volado por los aires? El Consejero los sacó de la parálisis: «Vamos al Templo». Mientras, tomados de los brazos, se internaban por Campo Grande en dirección a las iglesias, Joáo Abade comenzó a gritar que apagaran la lumbre de las casas, pues mecheros y fogatas era señuelos para el enemigo. Sus órdenes eran repetidas, extendidas y obedecidas: a medida que dejaban atrás los callejones y barracas del Espíritu Santo, de San Agustín, del Santo Cristo, de los Papas y de María Magdalena, que se ramificaban a las márgenes de Campo Grande, las viviendas desaparecían en las sombras. Frente a la pendiente de los Mártires, Antonio Vilanova oyó a Joáo Grande decir al Comandante de la Calle: «Anda a dirigir la guerra, nosotros lo llevaremos sano y salvo». Pero el ex–cangaceiro estaba aún con ellos cuando estalló el segundo cañonazo que los hizo soltarse y ver tablas y cascotes, tejas y restos de animales o personas suspendidos en el aire, en medio de la llamarada que iluminó Canudos. Las granadas parecían haber estallado en Santa Inés, donde los campesinos que trabajaban las huertas de frutales, o en esa aglomeración continua en la que coincidían tantos cafusos, mulatos y negros que llamaban el Mocambo. El Consejero se separó del grupo en la puerta del Templo del Buen Jesús, al que entró seguido por una multitud. En las tinieblas, Antonio Vilanova sintió que el descampado se atestaba con la gente que había seguido la procesión y que ya no cabía en las iglesias. «¿Tengo miedo?», pensó, sorprendido de su inanición, ese deseo de acuclillarse allí con los hombres y mujeres que lo rodeaban. No, no era miedo. En sus años de comerciante, cruzando los sertones con mercaderías y dinero, había corrido muchos riesgos sin asustarse. Y aquí, en Canudos, como le recordaba el Consejero, había aprendido a sumar, a encontrar sentido a las cosas, una razón última para todo lo que hacía y eso lo había liberado de ese temor que, antes, en ciertas noches de desvelo, llenaba su espalda de sudor helado. No era miedo sino tristeza. Una mano recia lo sacudió: —¿No oyes, Antonio Vilanova? —oyó que le decía Joáo Abade—. ¿No ves que están aquí? ¿No hemos estado preparándonos para recibirlos? ¿Qué esperas? —Perdóname —murmuró pasándose la mano por el cráneo semipelado—. Estoy aturdido. Sí, sí, voy.
—Hay que sacar a la gente de aquí —dijo el ex–cangaceiro, remeciéndolo—. Si no, morirán despedazados.
—Voy, voy, no te preocupes, todo funcionará —dijo Antonio—. No fallaré. Llamó a gritos a su hermano, tropezando entre la muchedumbre, y al poco rato lo sintió: «Aquí estoy, compadre». Pero, mientras él y Honorio se ponían en acción, exhortando a la gente a ir a los refugios cavados en las casas y llamaban a los aguateros para que recogieran las parihuelas y desandaban Campo Grande rumbo al almacén, Antonio seguía luchando contra una tristeza que le laceraba el alma. Había ya muchos aguateros, esperándolo. Les repartió las camillas de pitas y cortezas y envió a unos en dirección de las explosiones y ordenó a otros que aguardaran. Su mujer y su cuñada habían partido a las Casas de Salud y los hijos de Honorio se hallaban en la trinchera de Umburanas. Abrió el depósito que había sido antaño caballeriza y era ahora la armería de Canudos y sus ayudantes sacaron a la trastienda las cajas de explosivos y de proyectiles. Los instruyó para que sólo entregaran municiones a Joáo Abade o a emisarios enviados por él. Dejó a Honorio encargado de la distribución de pólvora y con tres ayudantes corrió por los meandros de San Eloy y San Pedro hasta la forja del Niño Jesús, donde los herreros, por indicación suya, desde hacía una semana habían dejado de fabricar herraduras, azadas, hoces, facas, para día y noche convertir en proyectiles de trabucos y bacamartes los clavos, latas, fierros, ganchos y toda clase de objetos de metal que se pudo reunir. Encontró a los herreros confusos, sin saber si la orden de apagar los mecheros y hogueras también era para ellos. Les hizo encender la fragua y reanudar la tarea, después de ayudarlos a taponar las rendijas de los tabiques que miraban a los cerros. Cuando regresaba al almacén, con un cajón de municiones que olían a azufre, dos obuses cruzaron el cielo y fueron a estrellarse lejos, hacia los corrales. Pensó que varios chivos habrían quedado desventrados y despatarrados, y quizá algún pastor, y que muchas cabras habrían salido despavoridas y se estarían quebrando las patas y arañando en las breñas y los cactos. Entonces se dio cuenta por qué estaba triste. «Otra vez va a ser destruido todo, se va a perder todo», pensó. Sentía gusto a ceniza en la boca. Pensó: «Como cuando la peste en Assaré, como cuando la sequía en Joazeiro, como cuando la inundación en Caatinga do Moura». Pero quienes bombardeaban Belo Monte esta noche eran peores que los elementos adversos, más nocivos que las plagas y las catástrofes. «Gracias por hacerme sentir tan cierta la existencia del Perro —rezó—. Gracias, porque así sé que tú existes, Padre.» Oyó las campanas, muy fuertes, y su repiqueteo le hizo bien.
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