Array Array - La guerra del fin del mundo

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Encontró a Joáo Abade y una veintena de hombres llevándose las municiones y la pólvora: eran seres sin caras, bultos que se movían silenciosamente mientras la lluvia caía de nuevo, removiendo el techo. «¿Te llevas todo?», le preguntó, extrañado, pues el propio Joáo Abade había insistido para que el almacén fuera el centro distribuidor de armas y pertrechos. El Comandante de la Calle sacó al ex–comerciante al lodazal en que estaba convertido Campo Grande. «Están estirándose desde este extremo hasta ahí», le indicó, señalando las lomas de la Favela y el Cambaio. «Van a atacar por estos dos lados. Si la gente de Joaquim Macambira no resiste, este sector será el primero en caer. Es mejor repartir las balas desde ahora.» Antonio asintió: «¿Dónde vas a estar?», dijo. «Por todas partes», repuso el ex–cangaceiro. Los hombres esperaban con los cajones y las bolsas en los brazos.

—Buena suerte, Joáo —dijo Antonio—. Voy a las Casas de Salud. ¿Algún encargo para Catarina?

El ex–cangaceiro vaciló. Luego dijo, despacio:

—Si me matan, debe saber que aunque ella perdonara lo de Custodia, yo no lo perdoné. Desapareció en la noche húmeda, en la que acababa de estallar un cañonazo. —¿Usted entendió el mensaje de Joáo a Catarina, compadre? —dijo Honorio. —Es una historia antigua, compadre —le repuso.

A la luz de una vela, sin hablarse, oyendo el diálogo de las campanas y los clarines y, a ratos, el bramido del cañón, estuvieron disponiendo víveres, vendas, remedios. Poco después llegó un chiquillo a decir, de parte de Antonia Sardelinha, que habían traído muchos heridos a la Casa de la Salud de Santa Ana. Cogió una de las cajas con yodoformo sustrato de bismuto y calomelano que había encargado al Padre Joaquim y fue a llevársela, después de decir a su hermano que descansara un rato pues lo bravo vendría con el amanecer.

La Casa de Salud de la pendiente de Santa Ana era un manicomio. Se escuchaban llantos y quejidos y Antonia Sardelinha, Catarina y las otras mujeres que iban allí a cocinar para los ancianos, inválidos y enfermos apenas podían moverse entre los parientes y amistades de los heridos que las tironeaban y exigían que atendieran a sus víctimas. Estas yacían unas sobre otras, en el suelo, y eran a veces pisoteadas. Imitado por los aguateros, Antonio obligó a salir del local a los intrusos y puso a aquéllos a cuidar la puerta mientras ayudaba a curar y vendar a los heridos. Los bombardeos habían volado dedos y manos, abierto boquetes en los cuerpos y a una mujer la explosión le arrancó una pierna. ¿Cómo podía estar viva?, se preguntaba Antonio, mientras la hacía aspirar alcohol. Sus sufrimientos debían ser tan terribles que lo mejor que podía ocurrirle era morir cuanto antes. El boticario llegó cuando la mujer expiraba en sus brazos. Venía de la otra Casa de Salud, donde, dijo, había tantas víctimas como en ésta, y de inmediato ordenó que arrinconaran en el gallinero a los cadáveres, que reconocía de una simple ojeada. Era la única persona de Canudos con alguna instrucción médica y su presencia calmó al recinto. Antonio Vilanova encontró a Catarina mojándole la frente a un muchacho, con brazalete de la Guardia Católica, al que una esquirla había vaciado un ojo y abierto el pómulo. Estaba prendido con avidez infantil de ella, que le canturreaba entre dientes.

—Joáo me dio un recado —le dijo Antonio. Y le repitió las palabras del cangaceiro. Catarina se limitó a hacer un ligero movimiento de cabeza. Esta mujer flaca, triste y callada resultaba un misterio para él. Era servicial, devota, y parecía ausente de todo y de todos. Ella y Joáo Abade vivían en la calle del Niño Jesús, en una cabañita aplastada por dos casas de tablas y preferían andar solos. Antonio los había visto, muchas veces, paseándose por los sembríos de detrás del Mocambo, enfrascados en una conversación interminable. «¿Lo vas a ver a Joáo?», le preguntó. «Tal vez. ¿Qué quieres que le diga?» «Que si se condena, quiero condenarme», dijo suavemente Catarina. El resto de la noche pasó, para el ex–comerciante, acondicionando enfermerías en dos viviendas de la trocha a Geremoabo, de las que tuvo que trasladar a sus moradores a casas de vecinos. Mientras con sus auxiliares despejaba el lugar y hacía traer tarimas, camastros, mantas, baldes de agua, remedios, vendas, volvió a sentirse invadido por la tristeza. Había costado tanto que esta tierra diera de nuevo, trazar y cavar canales, roturar y abonar ese pedregal para que se aclimataran el maíz y el fréjol, las habas y la caña, los melones y las sandías, y había costado tanto traer, cuidar, hacer reproducirse a las cabras y a los chivos. Había sido preciso tanto trabajo, tanta fe, tanta dedicación de tanta gente para que estos sembríos y corrales fueran lo que eran. Y ahora los cañonazos estaban acabando con ellos e iban a entrar los soldados a acabar con unas gentes que se habían reunido allí para vivir en amor a Dios y ayudarse a sí mismas ya que nunca las habían ayudado. Se esforzó por quitarse esos pensamientos que le provocaban aquella rabia contra la que predicaba el Consejero. Un ayudante vino a decirle que los canes estaban bajando de los cerros.

Era el amanecer, había una algarabía de cornetas, las laderas se movían con formas rojiazules. Sacando el revólver de su funda, Antonio Vilanova echó a correr al almacén de la calle Campo Grande, donde llegó a tiempo para ver, cincuenta metros adelante, que las líneas de soldados habían cruzado el río y franqueaban la trinchera del viejo Joaquim Macambira, disparando a diestra y siniestra.

Honorio y media docena de ayudantes se habían atrincherado en el local, detrás de barriles, mostradores, camastros, cajones y sacos de tierra, por los que Antonio y sus auxiliares treparon a cuatro manos, jalados por los de adentro. Jadeante, se instaló de manera que pudiera tener un buen punto de mira hacia el exterior. La balacera era tan fuerte que no oía a su hermano, pese a estar codo con codo. Espió por la empalizada de trastos: unas nubes terrosas avanzaban, procedentes del río, por Campo Grande y las cuestas de San José y de Santa Ana. Vio humaredas, llamas. Estaban quemando las casas, querían achicharrarlos. Pensó que su mujer y su cuñada estaban allá abajo, en Santa Ana, tal vez asfixiándose y chamuscándose con los heridos de la Casa de Salud y sintió otra vez rabia. Varios soldados surgieron del humo y la tierra, mirando con locura a derecha y a izquierda. Las bayonetas de sus largos fusiles destellaban, vestían casacas azules y pantalones rojos. Uno lanzó una antorcha por encima de la empalizada. «Apágala», rugió Antonio al muchacho que tenía a su lado, mientras apuntaba al pecho al soldado más cercano. Disparó, casi sin ver, por la densa polvareda, con los tímpanos que le reventaban, hasta que su revólver se quedó sin balas. Mientras lo cargaba, de espaldas contra un tonel, vio que Pedrín, el muchacho al que había mandado apagar la antorcha, permanecía sobre el madero embreado, con la espalda sangrando. Pero no pudo ir hacia él pues, a su izquierda, la empalizada se desmoronó y dos soldados se metieron por allí, estorbándose uno al otro. «Cuidado, cuidado», gritó, disparándoles, hasta sentir de nuevo que el gatillo golpeaba el percutor vacío. Los dos soldados habían caído y cuando llegó a ellos, con el cuchillo en la mano, tres ayudantes los remataban con sus facas, maldiciéndolos. Buscó y sintió alegría al ver a Honorio indemne, sonriéndole. «¿Todo bien, compadre?», le dijo y su hermano asintió. Fue a ver a Pedrín. No estaba muerto, pero además de la herida en la espalda se había quemado las manos. Lo cargó al cuarto de al lado y lo depositó sobre unas mantas. Tenía la cara mojada. Era un huérfano, que él y Antonia habían recogido a poco de instalarse en Canudos. Oyendo que se reanudaba el tiroteo, lo abrigó y se separó de él, diciéndole: «Ya vuelvo a curarte, Pedrín».

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