Array Array - La guerra del fin del mundo
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La ruta de los perros sorprende a Pajeú. No es la de ninguna de las expediciones anteriores. ¿Tienen la intención de llegar por Rosario, en vez de por Bendengó, el Cambaio o la Sierra de Cañabrava? Si es así, todo será más fácil, pues con unas cuantas embestidas y mañas de los yagunzos, esa ruta los llevará a la Favela. Manda a un pistero a Belo Monte, a repetir a Joáo Abade lo que acaba de oír, y reanudan la marcha. Andan hasta el crepúsculo sin detenerse, por parajes alborotados de mangabeiras y cipos y matorrales de macambiras. En la Laguna de Lage están ya los grupos de Mané Quadrado, Macambira y Felicio. El primero ha cruzado una patrulla a caballo que exploraba la trocha de Aracaty y Jueté. Acuclillados detrás de vallas de cactos los han visto pasar y, un par de horas después, regresar. No hay duda, pues: si mandan patrullas por el rumbo de Jueté es que han elegido el camino de Rosario. El viejo Macambira se rasca la cabeza: ¿por qué escoger la trayectoria más larga? ¿Por qué dar esa vuelta que les representará catorce o quince leguas más?
—Porque es más plano —dice Táramela—. Por ahí casi no hay subidas ni bajadas. Les será más fácil hacer pasar sus cañones y carretas.
Convienen en que es lo más probable. Mientras los otros descansan, Pajeú, Táramela, Mané Quadrado, Macambira y Felicio cambian opiniones. Como es casi seguro que la tropa entre por Rosario, se decide que Mané Quadrado y Joaquim Macambira vayan a apostarse allí. Pajeú y Felicio le escoltarán desde la Sierra de Aracaty. Al amanecer, Macambira y Mané Quadrado parten con la mitad de los hombres. Pajeú pide a Felicio adelantarse con sus setenta yagunzos hacia Aracaty, sembrando a éstos por la media legua de camino a fin de conocer en detalle los movimientos de los batallones. El permanecerá aquí.
La Laguna de Lage no es una laguna —acaso lo fue, en tiempos remotísimos—, sino una oquedad húmeda, donde se sembraba maíz, yuca y fréjol, como recuerda muy bien Pajeú, que pernoctó muchas veces en esas casitas ahora quemadas. Hay una sola con la fachada intacta y el techo completo. Un cabra aindiado dice, señalándola, que esas tejas podrían servir para el Templo del Buen Jesús. En Belo Monte ya no se fabrican tejas pues todos los hornos funden balas. Pajeú asiente y ordena destejar la casa. Distribuye a los hombres por el contorno. Está dando instrucciones al pistero que va a despachar a Canudos, cuando oye cascos y un relincho. Se arroja al suelo y se escabulle entre los pedruscos. Ya protegido, ve que los hombres han tenido tiempo de refugiarse también, antes de que aparezca la patrulla. Todos, menos los que destejan la casita. Ve a una docena de jinetes corretear a tres yagunzos que escapan en zigzag, en direcciones distintas. Desaparecen en los roquedales sin, aparentemente, ser heridos. Pero el cuarto no llega a saltar del techo. Pajeú trata de identificarlo: no, está muy lejos. Después de mirar un rato a los jinetes que le apuntan con los fusiles, se lleva las manos a la cabeza, en actitud de rendición. Pero de pronto se lanza sobre uno de los jinetes. ¿Quería apoderarse del caballo, escapar al galope? Le falla, pues el soldado lo arrastra con él al suelo. El yagunzo golpea a derecha y a izquierda hasta que el que dirige el pelotón le dispara a boca de jarro. Se nota que le fastidia matarlo, que hubiera querido llevar un prisionero a sus jefes. La patrulla se retira, observada por los emboscados. Pajeú se dice, satisfecho, que los hombres han resistido la tentación de matar a ese puñado de perros. Deja a Táramela en la Laguna de Lage, para enterrar al muerto, y va a instalarse en las elevaciones que hay a medio camino de Aracaty. Ya no permite que sus hombres marchen juntos, sino fragmentados y a distancia de la trocha. A poco de llegar a los peñascos —un buen mirador — aparece la vanguardia. Pajeú siente la cicatriz en su cara, una tirantez, una herida que fuera a abrirse. Le ocurre en los momentos críticos, cuando vive alguna ocurrencia extraordinaria. Soldados armados de picos, palas, machetes y serruchos van despejando la trocha, aplanándola, tumbando árboles, apartando piedras. Deben haber tenido trabajo en la Sierra de Aracaty, filuda y escabrosa; vienen con los torsos desnudos y las camisas amarradas a la cintura, de tres en fondo, encabezados por oficiales a caballo. Los perros son muchos, sí, cuando los encargados de abrirles camino pasan de doscientos. Pajeú divisa también a un pistero de Felicio que sigue de cerca a los zapadores.
Es el principio de la tarde cuando cruza el primero de los nueve cuerpos. Cuando pasa el último el cielo está lleno de estrellas diseminadas en torno a una luna redonda que baña el sertón con suave resplandor amarillo. Han estado pasando, a veces juntos, a veces separados por kilómetros, con uniformes que cambian de color y de forma —verdosos, azules con listas rojas, grises, con botones dorados, con correajes, con quepis, con sombreros de vaquero, con botines, con zapatos, con alpargatas — a pie y a caballo. En medio de cada cuerpo, cañones tirados por bueyes. Pajeú —la cicatriz no deja un momento de estar presente en su cara — cuenta las municiones y los víveres: siete carretas de bueyes, cuarenta y tres carros de burros, unos doscientos cargadores doblados por los bultos en las espaldas (muchos son yagunzos). Sabe que esas cajas de madera traen proyectiles para fusil y en su cabeza se arma un laberinto de cifras cuando trata de adivinar cuántas balas tendrán por habitante de Belo Monte. Sus hombres no se mueven; se diría que no respiran, que no pestañean, y nadie abre la boca. Mudos, inmóviles, consubstanciados con las piedras, los cactos y los arbustos que los ocultan, escuchan las cornetas que llevan órdenes de batallón a batallón, ven flamear las banderas de los escoltas, oyen gritar a los servidores de las piezas de artillería azuzando a bueyes, mulas y burros. Cada cuerpo avanza separado en tres partes, esperando la del centre que las de los costados se adelanten para luego avanzar. ¿Por qué hacen este movimiento que los demora y que parece un retroceso tanto como un avance? Pajeú comprende que es para evitar ser sorprendidos por los flancos, como les ocurría a los animales y soldados del Cortapescuezos, que podían ser atacados por los yagunzos desde la misma orilla de la trocha. Mientras contempla este espectáculo ruidoso, multicolor, que se desenvuelve calmosamente a sus pies, se repite las mismas preguntas: ¿Cuál es la ruta por la que piensan llegar? ¿Y si se abren en abanico para entrar a Canudos por diez sitios diferentes a la vez?
Luego de haber pasado la retaguardia, come un bocado de farinha y rapadura y reemprende el regreso, para esperar a los soldados en Jueté, a dos leguas de marcha. Durante el trayecto, que les toma un par de horas, Pajeú siente a los hombres comentando entre dientes el tamaño de ese cañón al que han bautizado la Matadeira. Los hace callar. Cierto, es enorme, capaz sin duda de volar varias casas de un disparo, tal vez de perforar las paredes de piedra del Templo en construcción. Habrá que prevenir a Joáo Abade sobre la Matadeira.
Como ha calculado, los soldados acampan en la Laguna de Lage. Pajeú y sus hombres pasan tan cerca de las barracas que oyen a los centinelas comentando las incidencias de la jornada. Se reúnen con Táramela antes de la medianoche, en Jueté. Allí encuentran un mensajero de Mané Quadrado y Macambira; ambos están ya en Rosario. En el camino han visto patrullas a caballo. Mientras los hombres beben y se mojan las caras, a la luz de la luna, en la lagunita de Jueté donde antes llevaban sus rebaños los pastores de la comarca, Pajeú despacha un pistero a Joáo Abade y se tiende a dormir, entre Táramela y un viejo que sigue hablando de la Matadeira. Sería bueno que los perros capturaran a un yagunzo y que éste les revelara que todas las entradas de Belo Monte están protegidas, salvo los cerros de la Favela. Pajeú da vueltas a la idea hasta que se duerme. En el sueño, lo visita la mujer.
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