Array Array - La guerra del fin del mundo
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De pronto, los disparos se acrecentaron y acercaron. Las mujeres quedaron inmóviles, escuchando. Jurema vio que la crepitación, las ráfagas continuas, las ponían muy serias: habían olvidado al miope y se acordaban de sus maridos, padres, hijos, que, en la vertiente opuesta, eran blanco de ese fuego. Se le dibujó la cara de Rufino y se mordió los labios. El tiroteo la aturdía pero no le daba miedo. Sentía que aquella guerra no la concernía y que, por eso, las balas la respetarían. Sintió una modorra tan fuerte que se encogió contra las rocas, al lado de las Sardelinhas. Durmió sin dormir, con un sueño lúcido, consciente del tiroteo que sacudía los montes de Cocorobó, soñando una y otra vez con otros tiros, los de esa mañana de Queimadas, aquel amanecer en que estuvo a punto de ser muerta por los capangas y en que el forastero de hablar raro la violó. Soñaba que, como sabía lo que iba a pasar, le rogaba que no lo hiciera pues eso sería su ruina y la de Rufino y la del propio forastero, pero éste, que no entendía su idioma, no le hacía caso.
Cuando despertó, el miope, a sus pies, la miraba como el idiota del circo. Dos yagunzos bebían de una de las tinajas, rodeados por las mujeres. Se incorporó y fue a averiguar qué ocurría. El Enano no había vuelto y la fusilería era ensordecedora. Venían a llevarse municiones; apenas podían hablar, de la tensión y la fatiga: el desfiladero estaba sembrado de ateos, caían como moscas todas las veces que se lanzaban al asalto del monte. Una y otra vez les habían rechazado sus cargas, sin permitirles llegar ni a media ladera. El que hablaba, un hombrecito de barba rala, salpicada de puntos blancos, encogió los hombros: sólo que eran tantos que nada los hacía retroceder. A ellos, en cambio, comenzaba a agotárseles la munición. —¿Y si toman las laderas? —oyó Jurema balbucear al miope.
—En Trabubú no podrán pararlos —carraspeó el otro yagunzo—. Allá ya casi no queda gente, todos se vinieron a ayudarnos.
Como si eso les hubiera recordado la necesidad de partir, los yagunzos murmuraron «Alabado sea el Buen Jesús» y Jurema los vio escalar las rocas y esfumarse. Las Sardelinhas dijeron que había que recalentar la comida, pues en cualquier momento aparecerían más yagunzos. Mientras las ayudaba, Jurema sentía al miope, pegado a sus faldas, temblando. Adivinó su terror, su pánico de que súbitamente hombres uniformados empezaran a descolgarse de las rocas, baleando y ensartando lo que se les ponía delante. Además de fusilería, estallaban cañonazos cuyos impactos eran seguidos por piedras que rodaban con ruido de terremoto. Jurema recordó la indecisión de su pobre hijo todas estas semanas, sin saber qué hacer con su vida, si quedarse o escaparse. Quería partir, era lo que ansiaba, y, en las noches, cuando, tumbados en el suelo del almacén, oían roncar a la familia Vilanova, se los decía, trémulo: quería salir, escaparse a Salvador, a Cumbe, a Monte Santo, a Geremoabo, donde pudiese pedir ayuda, hacer saber a la gente amiga que vivía. ¿Pero cómo irse si se lo habían prohibido? ¿Adonde podía llegar solo y medio ciego? Lo alcanzarían y matarían. Algunas veces intentaba convencerla a ella, en esos susurrantes diálogos nocturnos, que lo guiara hasta cualquier aldea donde pudiera contratar pisteros. Le ofrecía todas las recompensas del mundo si lo ayudaba, pero un instante después, se rectificaba y decía que era locura querer escapar pues los encontrarían y matarían. Antes temblaba por los yagunzos, ahora temblaba por los soldados. «Pobre mi hijo», pensó. Se sentía triste y desanimada. ¿La matarían los soldados? No le importaba. ¿Sería cierto que al morir cada hombre o mujer de Belo Monte vendrían ángeles a llevarse sus almas? En todo caso, la muerte sería descanso, sueño sin sueños tristes, algo menos malo que la vida que llevaba desde lo de Queimadas.
Todas las mujeres se enderezaron. Siguió con la vista lo que miraban: de las cumbres venían saltando diez o doce yagunzos. El cañoneo era tan fuerte que a Jurema le parecía que reventaba dentro de su cabeza. Igual que las otras corrió hacia ellos y entendió que querían municiones: no había con qué pelear, los hombres estaban rabiosos. Cuando las Sardelinhas replicaron «qué municiones», pues la última caja se la habían llevado dos yagunzos hacía rato, se miraron entre ellos y uno escupió y pisoteó con cólera. Les ofrecieron de comer, pero ellos sólo bebieron, pasándose un cucharón de mano en mano: terminaban y corrían cerro arriba. Las mujeres los miraban beber, partir, sudorosos, el ceño fruncido, las venas salientes, los ojos inyectados, sin preguntarles nada. El último se dirigió a las Sardelinhas:
—Regresen a Belo Monte, mejor. No aguantaremos mucho. Son demasiados, no hay balas.
Luego de un instante de duda, las mujeres, en vez de ir hacia las acémilas, se precipitaron también cerro arriba. Jurema quedó confusa. No iban a la guerra por locas, allí estaban sus hombres, querían saber si aún vivían. Sin pensar más corrió tras ellas, gritando al miope —petrificado y boquiabierto — que la esperara.
Trepando el cerro se arañó las manos y dos veces resbaló. La subida era empinada; su corazón se resentía y le faltaba la respiración. Arriba, vio nubarrones ocres, plomizos, anaranjados, el viento los hacía, deshacía y rehacía, y sus oídos, además de tiros, espaciados, próximos, oían voces ininteligibles. Descendió por un declive sin piedras, gateando, tratando de ver. Encontró dos pedrones recostados uno en el otro y escudriñó los velos de polvo. Poco a poco fue viendo, intuyendo, adivinando. Los yagunzos no estaban lejos pero era difícil reconocerlos, pues se confundían con la ladera. Fue ubicándolos, ovillados detrás de lajas o matas de cactos, hundidos en huecos, con sólo la cabeza afuera. En los cerros opuestos, cuyas moles alcanzaba a distinguir en el terral, habría también muchos yagunzos, esparcidos, sumidos, disparando. Tuvo la impresión de que se iba a quedar sorda, que estos estampidos era lo último que oiría. Y en eso se dio cuenta que esa tierra oscura, como boscaje, en que se convertía el barranco cincuenta metros más abajo, eran los soldados. Sí, ellos: una mancha que ascendía y se acercaba, en la que había brillos, destellos, reflejos, estrellitas rojas que debían ser disparos, bayonetas, espadas, y entrevió caras que aparecían y desaparecían. Miró a ambos lados y hacia la derecha la mancha estaba ya a su altura. Sintió algo en el estómago, tuvo una arcada y se vomitó encima del brazo. Estaba sola en medio del cerro y esa creciente de uniformes muy pronto la sumergiría. Irreflexivamente se dejó resbalar, sentada, hasta el nido de yagunzos más próximo: tres sombreros, dos de cuero y uno de paja, en una oquedad. «No disparen, no disparen», gritó, mientras rodaba. Pero ninguno se volvió a mirarla cuando saltó en el hueco protegido por un parapeto de piedras. Entonces vio que de los tres dos estaban muertos. Uno había recibido una explosión que convirtió su cara en una masa bermeja. Estaba abrazado por el otro que tenía los ojos y la boca llenos de moscas. Se sostenían, como los pedrones en que había estado oculta. El yagunzo vivo la miró de soslayo, después de un momento. Apuntaba con un ojo cerrado, calculando antes de disparar, y a cada disparo el fusil le golpeaba el hombro. Sin dejar de apuntar, movió los labios. Jurema no entendió lo que le estaba diciendo. Gateó hacia él, en vano. En sus oídos había un zumbido y era lo único que podía oír. El yagunzo señaló algo y por fin entendió que quería la bolsa que estaba junto al cadáver sin cara. Se la alcanzó y vio al yagunzo, sentado con las piernas cruzadas, limpiar su fusil y cargarlo, tranquilo, como si dispusiera de todo el tiempo. —Los soldados ya están aquí —gritó Jurema—. Dios mío, ¿qué va a pasar, qué va a pasar?
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