Array Array - La guerra del fin del mundo
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Oye tiros sobre la derecha así que va en busca del Capitán Almeida. La orden es seguir, salvar a la Primera Columna, impedir que los fanáticos la aniquilen. Esos tiros son maniobras de distracción, los bandidos se han reagrupado en Trabubú y quieren inmovilizarlos. El General Savaget ha destacado a dos Batallones de la Quinta Brigada para responder el reto, en tanto que los otros continúan la marcha acelerada hacia donde se halla el General Osear.
El Capitán Almeida está tan lúgubre que Fructuoso le pregunta si algo va mal. —Muchas bajas —murmura el Capitán—. Más de doscientos heridos, setenta muertos, entre ellos el Comandante Tristáo Sucupira. Hasta el general Savaget está herido. —¿El General Savaget? —dice el Sargento—. Pero si lo acabo de ver a caballo, su señoría.
—Porque es un bravo —responde el Capitán—. Tiene el vientre perforado por una bala. Fructuoso regresa a su grupo de cazadores. Con tantos muertos y heridos han tenido suerte: están intactos, descontando la rodilla de Corintio y un dedo meñique. Se mira el dedo. No le duele pero sangra, la venda se ha teñido de oscuro. El médico que lo curó, el Mayor Nieri, se rió cuando el Sargento quiso saber si le darían de baja por invalidez. «¿Acaso no has visto tantos oficiales y soldados mochos?» Sí, ha visto. Se le erizan los pelos cuando piensa que podrían darle de baja. ¿Qué haría entonces? Para él, que no tiene mujer, ni hijos ni padres el Ejército es todas esas cosas.
A lo largo de la marcha, contorneando los montes que rodean Canudos, los infantes, artilleros y jinetes de la Segunda Columna oyen varias veces disparos, hechos desde las breñas. Alguna Compañía se retrasa para lanzar unas salvas, mientras el resto continúa. Al anochecer, el Decimosegundo Batallón hace alto, por fin. Los trescientos hombres se desembarazan de sus mochilas y fusiles. Están rendidos. Ésta no es como otras noches, como ha sido cada noche desde que salieron de Aracajú y avanzaron hacia aquí por Sao Cristóváo, Lagarto, Itaporanga, Simáo Dias, Geremoabo y Canche. Entonces, al detenerse, los soldados carneaban y salían en procura de agua y leña y la noche se llenaba de guitarras, cantos y charlas. Ahora nadie habla. Hasta el Sargento está cansado.
El reposo no dura mucho para él. El Capitán Almeida convoca a los jefes de grupo para saber cuántos cartuchos conservan y reponer los usados, de modo que todos partan con doscientos cartuchos en la mochila. Les anuncia que la Cuarta Brigada, a la que pertenecen, pasará ahora a la vanguardia y su Batallón a la vanguardia de la vanguardia. La noticia reanima el entusiasmo de Fructuoso Medrado, pero saber que irán de punta de lanza no provoca la menor reacción entre sus hombres, que reanudan la marcha con bostezos y sin comentarios.
El Capitán Almeida ha dicho que harán contacto con la Primera Columna al amanecer, pero, a menos de dos horas, las avanzadas de la Cuarta Brigada divisan la mole oscura de la Favela, donde, según los mensajeros del General Osear se halla éste cercado por los bandidos. La voz de las cornetas perfora la noche sin brisa, tibia, y poco después oyen, a lo lejos, la respuesta de otras cornetas. Una salva de vítores recorre el Batallón: los compañeros de la Primera Columna están allí. El Sargento Fructuoso ve que sus hombres, también conmovidos, agitan los quepis y gritan «Viva la República», «Viva el Mariscal Floriano».
El Coronel Silva Telles ordena proseguir hacia la Favela. «Va contra la Táctica de las Ordenanzas eso de lanzarse a la boca del lobo, en terreno desconocido», bufa el Capitán Almeida a los Alféreces y Sargentos mientras les da las últimas recomendaciones: «Avanzar como los alacranes, pasito aquí, allá, acá, guardar distancias y evitar sorpresas». Tampoco al Sargento Fructuoso le parece inteligente progresar de noche a sabiendas de que entre la Primera Columna y ellos se interpone el enemigo. Pronto, la cercanía del peligro lo ocupa por entero; a la cabeza de su grupo husmea a derecha y a izquierda la extensión pedregosa.
El tiroteo cae súbito, próximo, fulminante, y borra las cornetas de la Fávela que los guían. «Al suelo, al suelo», ruge el Sargento, aplastándose contra los pedruscos. Aguza el oído: ¿los tirotean de la derecha? Sí, de la derecha. «Están a su derecha», ruge. «Quémenlos, muchachos.» Y mientras dispara, apoyado en el codo izquierdo, piensa que gracias a estos bandidos ingleses está viendo cosas extrañas, como retirarse de una pelea ya ganada y fajarse a oscuras confiando que Dios orientará las balas contra los invasores. ¿No irán éstas a incrustarse en otros soldados, más bien? Se acuerda de algunas máximas de la instrucción: «La bala desperdiciada debilita al que la desperdicia, sólo se dispara cuando se ve contra qué». Sus hombres deben estarse riendo. A ratos, entre los disparos, hay maldiciones, gemidos. Por fin viene la orden de cesar el fuego; otra vez suenan las cornetas de la Favela, llamándolos. El Capitán Almeida mantiene un rato a la Compañía en el suelo, hasta estar seguro que los bandidos han sido repelidos. Los cazadores del Sargento Fructuoso Medrado abren la marcha.
«De Compañía a Compañía, ocho metros. De Batallón a Batallón, dieciséis. De Brigada a Brigada, cincuenta.» ¿Quién puede guardar las distancias en la tiniebla? La Ordenanza también dice que el jefe de grupo debe ir a la retaguardia en la progresión, a la cabeza en la carga y hallarse al centro en el cuadrado. Sin embargo, el Sargento va a la cabeza porque piensa que si se pone atrás sus hombres pueden flaquear, nerviosos como andan por esta oscuridad en la que en cualquier momento brotan disparos. Cada media hora, cada hora, tal vez cada diez minutos —ya no lo sabe, pues esos ataques relámpago, que duran apenas, que dañan más sus nervios que sus cuerpos, le confunden el tiempo — una granizada de tiros los obliga a tumbarse y responder con otra, más por razones de honor que de eficacia. Sospecha que quienes atacan son pocos, acaso dos y tres hombres. Pero que la oscuridad sea una ventaja para los ingleses, pues los ven a ellos en tanto que los patriotas no los ven, enerva al Sargento y lo fatiga muchísimo. Cómo estarán sus hombres, si él, con toda su experiencia, se siente así.
A ratos, las cornetas de la Favela parecen alejarse. Los toques recíprocos pespuntean la marcha. Hay dos breves descansos, para que los soldados beban y para averiguar las bajas. La Compañía del Capitán Almeida está intacta, a diferencia de la del Capitán Noronha, en la que han herido a tres.
—Ya ven, suertudos, no están sufriendo nada —les levanta el ánimo el Sargento. Comienza a amanecer y en la débil luz, la sensación de que ha terminado la pesadilla de los disparos a oscuras, de que ahora sí verán dónde pisan y quiénes los atacan, lo hace sonreír.
El último trecho es un juego en comparación con lo anterior. Las estribaciones de la Favela están vecinas y en el resplandor que se levanta el Sargento distingue a la Primera Columna, unas manchas azulosas, unos puntitos que poco a poco se convierten en siluetas, en animales, en carromatos. Se diría que hay mucho desorden, una gran confusión. Fructuoso Medrado se dice que ese amontonamiento tampoco parece muy de acuerdo con la Táctica y la Ordenanza. Y está comentándole al Capitán Almeida —los grupos se han unido y la Compañía marcha de cuatro en fondo, al frente del Batallón — que el enemigo se ha hecho humo, cuando emergen de la tierra, a unos pasos, entre las ramas y tallos del matorral, cabezas, brazos, caños de fusiles y carabinas que escupen fuego simultáneamente. El Capitán Almeida forcejea para sacar el revólver de su cartuchera y se dobla, abriendo la boca como si se quedara sin aire, y el Sargento Fructuoso Medrado, con su gran cabezota en efervescencia, rapidísimamente comprende que aplastarse contra el suelo sería suicida pues el enemigo está muy cerca; también, dar media vuelta, pues harían puntería con ellos. De manera que, el fusil en la mano, ordena con todos sus pulmones: «¡Carguen, carguen, carguen!», y les da el ejemplo, saltando hacia la trinchera de ingleses cuya bocaza se abre detrás de un bordillo de piedra. Cae dentro y tiene la impresión de que el gatillo no corre, pero está seguro que la hoja de la bayoneta se clava en un cuerpo. Queda incrustada y no consigue arrancarla. Suelta el fusil y se avienta contra la figura que está más cerca, buscándole el pescuezo. No deja de rugir: «¡Carguen, carguen, quémenlos!», mientras golpea, cabecea, aprieta, muerde y se disuelve en un remolino en el que alguien recita los elementos que, según la Táctica, componen el ataque correctamente efectuado: refuerzo, apoyo, reserva y cordón.
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