Array Array - La guerra del fin del mundo
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—¿Era de veras tan ingenuo para creer que lo que se escribe en los periódicos es cierto? —le preguntó el Barón—. ¿Siendo periodista?
—Y hay, también, esa crónica sobre las señales luminosas —prosiguió el periodista miope, sin responderle—. Gracias a ellas, los yagunzos podían comunicarse en las noches a grandes distancias. Las misteriosas luces se apagaban y encendían, trasmitiendo claves tan sutiles que los técnicos del Ejército no consiguieron descifrar nunca los mensajes. Sí, no había duda, pese a sus travesuras bohemias, al opio y al éter y a los candomblés, era alguien ingenuo y angelical. No era extraño, solía darse entre intelectuales y artistas. Canudos lo había cambiado, por supuesto. ¿Qué había hecho de él? ¿Un amargado? ¿Un escéptico? ¿Acaso un fanático? Los ojos miopes lo miraban fijamente desde detrás de los cristales.
—Lo importante en esas crónicas son los sobreentendidos —concluyó la vocecita metálica, atiplada, incisiva—. No lo que dicen, sino lo que sugieren, lo que queda librado a la imaginación. Fueron a ver oficiales ingleses. Y los vieron. He conversado con mi sustituto, toda una tarde. No mintió nunca, no se dio cuenta que mentía. Simplemente, no escribió lo que veía sino lo que creía y sentía, lo que creían y sentían quienes lo rodeaban. Así se fue armando esa maraña tan compacta de fábulas y de patrañas que no hay manera de desenredar. ¿Cómo se va a saber, entonces, la historia de Canudos?
—Ya lo ve, lo mejor es olvidarla —dijo el Barón—. No vale la pena perder el tiempo con ella.
—Tampoco el cinismo es una solución —dijo el periodista miope—. Por lo demás, tampoco creo que esa actitud suya, de desprecio soberbio por lo ocurrido, sea sincera.
—Es indiferencia, no desprecio —lo corrigió el Barón. Estela había estado lejos de su mente un buen rato, pero ahora estaba allí otra vez y con ella el dolor ácido, corrosivo, que lo convertía en un ser anonadado y sumiso—. Ya le he dicho que no me importa lo más mínimo lo que pasó en Canudos.
—Le importa, Barón —vibró la vocecita del miope—. Por lo mismo que a mí: porque Canudos cambió su vida. Por Canudos su esposa perdió el juicio, por Canudos perdió usted buena parte de su fortuna y de su poder. Claro que le importa. Por eso no me ha echado, por eso estamos hablando hace tantas horas…
Sí, tal vez tenía razón. El Barón de Cañabrava sintió un gusto amargo en la boca; aunque estaba harto de él y no había razón para prolongar la entrevista, tampoco ahora pudo despacharlo. ¿Qué lo retenía? Acabó por confesárselo: la idea de quedarse solo, solo con Estela, solo con esa terrible tragedia.
—Pero no sólo veían lo que no existía —añadió el periodista miope—. Además, nadie vio lo que de veras había allí.
—¿Frenólogos? —murmuró el Barón—. ¿Anarquistas escoceses?
—Curas —dijo el periodista miope—. Nadie los menciona. Y allí estaban, espiando para los yagunzos o peleando hombro a hombro con ellos. Mandando informaciones y trayendo medicinas, contrabandeando salitre y azufre para fabricar explosivos. ¿No es sorprendente? ¿No era importante?
—¿Está usted seguro? —se interesó el Barón.
—A uno de esos curas lo conocí, casi puedo decir que nos hicimos amigos —asintió el periodista miope—. El Padre Joaquim, párroco de Cumbe. El Barón escrutó a su huésped:
—¿Ese curita cargado de hijos? ¿Ese borrachín y practicante de los siete pecados capitales estaba en Canudos?
—Es un buen indicio del poder de persuasión del Consejero —afirmó el periodista—. Además de volver santos a los ladrones y asesinos, catequizó a los curitas corrompidos y simoníacos del sertón. Hombre inquietante ¿no es cierto? ^
Aquella vieja anécdota pareció subir a la memoria del Barón desde el fondo del tiempo. Él y Estela, seguidos de un pequeño séquito de hombres armados, entraban a Cumbe y se dirigían sin pérdida de tiempo a la iglesia, obedeciendo las campanas que llamaban a la misa del domingo. El famoso Padre Joaquim, pese a sus esfuerzos, no conseguía disimular las huellas de lo que debió haber sido una noche en blanco de guitarra, aguardiente y faldas. Recordó el desagrado de la Baronesa por los atoros y equivocaciones del curita, las arcadas que le sobrevinieron en pleno oficio y su fuga precipitada para ir a vomitar. Volvió a ver, incluso, la cara de su concubina: ¿no era acaso la muchacha a la que llamaban «hacedora de lluvia» porque sabía detectar «cacimbas» subterráneas? Así que el curita calavera se volvió Consejerista, también. —Sí, Consejerista y, en cierta forma, héroe. —El periodista lanzó una de esas carcajadas que hacían el efecto de un deslizamiento de piedrecillas por su garganta; como solía ocurrirle, también esta vez la risa terminó en estornudos. —Era un curita pecador pero no estúpido —reflexionó el Barón—. Cuando estaba sobrio se podía conversar con él. Hombre despierto y hasta con lecturas. Me cuesta creer que cayera también bajo el hechizo de un charlatán, igual que los analfabetos del sertón. —La cultura, la inteligencia, los libros no tienen nada que ver con la historia del Consejero —dijo el periodista miope—. Pero eso es lo de menos. Lo sorprendente no es que el Padre Joaquim se hiciera yagunzo. Es que el Consejero lo volviera valiente, a él que era un cobarde. —Pestañeó, atolondrado—. Es la conversión más difícil, la más milagrosa. Se lo puedo decir yo. Yo sé lo que es el miedo. Y el curita de Cumbe era un hombre con bastante imaginación para saber sentir pánico, para vivir en el terror. Y sin embargo…
Su voz se ahuecó, vaciada de sustancia, y su cara se volvió mueca. ¿Qué le había ocurrido, de pronto? El Barón advirtió que su huésped porfiaba por serenarse, por romper algo que lo ataba. Trató de ayudarlo: —¿Y, sin embargo…? —lo animó.
—Y sin embargo estuvo meses, acaso años, viajando por los pueblos, por las haciendas, por las minas, comprando pólvora, dinamita, espoletas. Urdiendo mentiras para justificar esas compras que debían llamar un tanto la atención. Y cuando el sertón se llenó de soldados ¿sabe cómo se jugaba el pellejo? Escondiendo barricas de pólvora en el baúl de los objetos de culto, entre el sagrario, el copón de las hostias, el crucifijo, la casulla, los ropines. Pasaba eso en las barbas de la Guardia Nacional, del Ejército. ¿Adivina lo que[significa hacer algo así siendo cobarde, temblando, sudando hielo? ¿Adivina la convicción que hay que tener?
—El catecismo está lleno de historias parecidas, mi amigo —murmuró el ¡Barón—. Los flechados, los devorados por leones, los crucificados, los… Pero, es cierto, me cuesta imaginar al Padre Joaquim haciendo esas cosas por el Consejero.
—Tiene que haber un convencimiento profundo —repitió el periodista miope—. Una seguridad íntima, total, una fe que sin duda usted no ha sentido nunca. Yo tampoco… Cabeceó otra vez como una gallina sin sosiego y se izó en sus largos brazos huesudos hasta el sillón de cuero. Jugó unos segundos con sus manos, caviloso, antes de seguir: —La Iglesia había condenado al Consejero formalmente por herético, supersticioso, agitador y turbador de conciencias. El Arzobispo de Bahía había prohibido a los párrocos que le permitieran predicar en los pulpitos. Se necesita una fe absoluta, para, siendo cura, desobedecer a la propia Iglesia, al propio Arzobispo y correr el riesgo de condenarse por ayudar al Consejero.
—¿Qué lo angustia así? —dijo el Barón—. ¿La sospecha de que el Consejero fuese efectivamente un nuevo Cristo, venido por segunda vez a redimir a los hombres? Lo dijo sin pensar y apenas lo hubo dicho se sintió incómodo. ¿Había querido hacer una broma? Pero ni él ni el periodista miope sonreían. Vio a éste hacer una negativa con la cabeza, que podía ser su respuesta o una manera de espantar una mosca. —Hasta en eso he pensado —dijo el periodista miope—. Si era Dios, si lo envió Dios, si
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