Array Array - La guerra del fin del mundo
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En eso ve el cadáver de la anciana y siente un golpe de sangre en el pecho. La ha visto sólo un segundo, la cara bañada por la luna, los ojos abiertos y enloquecidos, dos únicos dientes sobresaliendo de los labios, los pelos revueltos, la frente y el ceño crispados. No sabe su nombre pero la conoce muy bien, hace mucho que vino a instalarse a Belo Monte con una numerosa familia de hijos, hijas, nietos, sobrinos y recogidos, en una casita de barro de la calle Corazón de Jesús. Fue la primera que pulverizaron los cañones del Cortapescuezos. La vieja estaba en la procesión y cuando regresó a su casa ésta era un montón de escombros bajo los cuales se hallaban tres de sus hijas y todos sus nietos, una docena de criaturas que dormían una sobre otra en un par de hamacas y en el suelo. La mujer había trepado a las trincheras de las Umburanas con la Guardia Católica, cuando ésta vino allí, hacía tres días, a esperar a los soldados. Con otras mujeres había cocinado, traído agua de la aguada vecina a los yagunzos, pero cuando comenzó el tiroteo Joáo Grande y los hombres la vieron, de pronto, en medio de la polvareda, descolgarse a tropezones por el cascajo y llegar hasta la trocha, donde —despacio, sin tomar precaución alguna — se dedicó a deambular entre los soldados heridos, rematándolos con un pequeño puñal. La habían visto escarbar en los cadáveres uniformados y antes de que la derribaran las balas había llegado a desnudar a algunos y a cortarles su hombría e incrustársela en la boca. Durante el combate, mientras veía pasar soldados y jinetes y los veía morir, disparar, atropellarse, pisotear a sus heridos y muertos, huir de la balacera y precipitarse por el único camino libre —los montes de la Favela—, Joáo Grande volvía constantemente los ojos hacia el cadáver de esa anciana que acababa de dejar atrás.
Al acercarse a un lodazal erupcionado de árboles de favela, cactos y uno que otro imbuzeiro, el joven Macambira se lleva a la boca el pito de madera y sopla un sonido que parece de lorito. Le responde otro sonido idéntico. Cogiendo del brazo a Joáo, el muchacho lo guía por el lodazal, donde se hunden hasta las rodillas, y poco después el ex–esclavo está bebiendo un zurrón de agua dulzona junto a Joaquim Macambira, ambos de cuclillas bajo una ramada en torno a la cual brillan muchas pupilas. El viejo está angustiado, pero Joáo Grande se sorprende al descubrir que su angustia se debe exclusivamente al cañón ancho, larguísimo, lustroso, tirado por cuarenta bueyes que ha visto en el camino de Jueté. «Si la Matadeira dispara, volarán las torres y las paredes del Templo del Buen Jesús y desaparecerá Belo Monte», masculla, lúgubre. Joáo Grande lo escucha con atención. Joaquim Macambira le inspira reverencia, hay en él algo venerable y patriarcal. Es muy anciano, los cabellos blancos le caen en rizos hasta el hombro y una barbita blanquea su cara curtida, de nariz sarmentosa. En sus ojos arrugados bulle una incontenible energía. Había sido dueño de un gran sembrío de mandioca y maíz, entre Cocorobó y Trabubú, esa comarca que se llama justamente Macambira. Trabajaba esas tierras con sus once hijos y guerreaba con sus vecinos por litigios de linderos. Un día lo abandonó todo y se trasladó con su enorme familia a Canudos, donde ocupan media docena de viviendas frente al cementerio. Todos en Belo Monte tratan al viejo con algo de temor pues tiene fama de orgulloso.
Joaquim Macambira ha mandado mensajeros a preguntar a Joáo Abade si, en vista de las circunstancias, sigue cuidando las Umburanas o se repliega a Canudos. Aún no hay respuesta. ¿Qué piensa él? Joáo Grande mueve su cabeza con pesadumbre: no sabe qué hacer. Por un lado, lo más urgente es correr a Belo Monte a proteger al Consejero por si hay un asalto por el Norte. De otro ¿no ha dicho Joáo Abade que es imprescindible que le cuiden las espaldas?
—Pero ¿con qué? —ruge Macambira—. ¿Con las manos?
—Sí —asiente humildemente Joáo Grande—, si no hay otra cosa.
Acuerdan permanecer en las Umburanas hasta tener noticias del Comandante de la Calle. Se despiden con un simultáneo «Alabado sea el Buen Jesús Consejero». Al internarse de nuevo en el lodazal, esta vez solo, Joáo Grande oye los pitos que parecen loritos indicando a los yagunzos que lo dejen pasar. Mientras chapotea en el barro y siente en su cara, brazos y pecho picotazos de mosquitos, trata de imaginar la Matadeira, ese artefacto que tanto alarma a Macambira. Debe ser enorme, mortífero, tronante, un dragón de acero que vomita fuego, para asustar a un bravo como el viejo. El Maligno, el Dragón, el Perro es realmente poderosísimo, de infinitos recursos, puede mandar contra Canudos enemigos cada vez más numerosos y mejor armados. ¿Hasta cuándo quería probar el Padre la fe de los católicos? ¿No habían sufrido bastante? ¿No habían pasado bastante hambre, muertes, sufrimientos? No, todavía no. Lo ha dicho el Consejero: la penitencia será del mismo tamaño de nuestras culpas. Como su culpa es más grave que la de los otros, él, sin duda, tendrá que pagar más. Pero es un gran consuelo estar del lado de la buena causa, saber que se pelea junto a San Jorge y no junto al Dragón. Cuando llega a la trinchera ha comenzado a amanecer; salvo los centinelas trepados en las rocas, los hombres, desparramados por las laderas, siguen durmiendo. Joáo Grande está encogiéndose, sintiendo que el sueño lo ablanda, cuando un galope lo incorpora de un salto. Envueltos en una polvareda, vienen hacia él ocho o diez jinetes. ¿Exploradores, la vanguardia de una tropa que irá a proteger el convoy? En la luz todavía muy débil una lluvia de flechas, dardos, piedras, lanzas, rompe sobre la patrulla desde las laderas y oye tiros en el lodazal donde está Macambira. Los jinetes vuelven grupas hacia la Favela. Ahora sí, está seguro que la tropa de refuerzos al convoy va a aparecer en cualquier momento, numerosa, indetenible para hombres a los que sólo les quedan ballestas, bayonetas y facas, y Joáo Grande ruega al Padre que Joáo Abade tenga tiempo de cumplir su plan.
Aparecen una horas después. Para entonces la Guardia Católica ha obstruido de tal modo la quebrada con los cadáveres de los caballos, mulas y soldados, y con lajas, arbustos y cactos que hacen rodar de las pendientes, que dos compañías de zapadores tienen que venir por delante a reabrir la trocha. No les resulta fácil, pues, además de la fusilería que hace sobre ellos Joaquim Macambira con sus últimas municiones y que los obliga a retroceder un par de veces, cuando los zapadores han empezado a dinamitar los obstáculos, Joáo Grande y un centenar de sus hombres llegan hasta ellos arrastrándose y los hacen trabarse en lucha cuerpo a cuerpo. Antes de que aparezcan más soldados, les hieren y matan a varios, además de arrebatarles algunos rifles y esas preciosas mochilas de proyectiles. Cuando Joáo Grande da con el pito y luego a gritos orden de retirada, varios yagunzos quedan en la trocha, muertos o agonizantes. Ya arriba, protegido por las lajas de la granizada de balas, al ex esclavo tiene tiempo de comprobar que está ileso. Manchado de sangre, sí, pero es sangre ajena; se la limpia con arenilla. ¿Es divino que en tres días de guerra no haya recibido ni un rasguño? De barriga en el suelo, jadeando, ve en la trocha por fin abierta que los soldados pasan de cuatro en fondo en dirección a donde se halla Joáo Abade. Por decenas, por centenas. Van a proteger el convoy, sin duda, pues, pese a todas las provocaciones de la Guardia Católica y de Macambira, no se molestan en trepar las laderas ni invadir el lodazal. Se limitan a rociar ambos flancos con fusilería de pequeños grupos de tiradores que ponen una rodilla en tierra para disparar. Joáo Grande no duda más. Ya no puede ayudar en nada aquí al Comandante de la Calle. Se asegura que la orden de replegarse llegue a todos, saltando entre los riscos y alcores, yendo de trinchera en trinchera, bajando detrás de los cerros a ver si las mujeres que vinieron a cocinar han partido. Ya no están allí. Entonces, reemprende también el regreso a Belo Monte.
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