Array Array - La guerra del fin del mundo

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El Consejero está a salvo, en el Santuario, y los ateos no se han movido de la Favela; tirotean, de cuando en cuando. En la cara fatigada de Joáo Abade hay inquietud. «¿Qué pasa, Joáo? ¿Puedo hacer algo?» El Comandante de la Calle lo mira con afecto. Aunque no hablen mucho, el ex–esclavo sabe, desde las peregrinaciones, que el ex–cangaceiro lo aprecia; en multitud de ocasiones se lo ha hecho sentir.

—Joaquim Macambira y sus hijos van a subir a la Favela, a callar a la Matadeira —dice; las tres personas sentadas en el suelo dejan de comer y el ciego estira su cabeza con el ojo derecho pegado a ese anteojo que es un rompecabezas de vidriecitos—. Difícil que lleguen arriba. Pero, si llegan, pueden inutilizarlo. Es fácil. Quebrarle la espoleta o volarle el cargador.

—¿Puedo ir con ellos? —lo interrumpe Joáo Grande—. Le meteré pólvora en el cañón, la volaré.

—Puedes ayudar a los Macambira a subir hasta allá —dice Joáo Abade—. No ir con ellos, Joáo Grande. Sólo ayudarlos a llegar arriba. Es su plan, su decisión. Ven, vamos. Cuando están saliendo, el Enano se prende de Joáo Abade y con voz azucarada lo adula: «Cuando quieras te contaré de nuevo la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo, Joáo Abade». El ex–cangaceiro lo aparta, sin contestarle.

Afuera, es noche entrada y nubosa. No brilla una sola estrella. No se oyen disparos y no se ve gente en Campo Grande. Tampoco luces en las viviendas. Las reses fueron llevadas, apenas oscureció, detrás del Mocambo. El callejón del Espíritu Santo hiede a carroña y a sangre reseca y mientras escucha el plan de los Macambira, Joáo Grande siente revolotear miríadas de moscas sobre los despojos que escarban los perros. Remontan Campo Grande hasta la explanada de las Iglesias, fortificada por los cuatro costados, con dobles y triples empalizadas de ladrillos, piedras, cajones de tierra, carros volcados, barriles, puertas, latas, estacas, detrás de los cuales se apiñan hombres armados. Descansan, tumbados en el suelo, conversan alrededor de pequeños braseros, y en una de las esquinas un grupo canta, animado por una guitarra. «¿Cómo se puede ser tan poca cosa que uno no resista estar sin dormir ni siquiera cuando se trata de salvar el alma o quemarse por la vida eterna?», piensa, atormentado. En la puerta del Santuario, ocultos tras un alto parapeto de sacos y cajones de tierra, conversan con los hombres de la Guardia Católica mientras esperan a los Macambira. El viejo, sus once hijos y las mujeres de éstos se hallan con el Consejero. Joáo Grande selecciona mentalmente a los muchachos que lo acompañarán y piensa que le gustaría oír lo que el Consejero estará diciendo a esa familia que va a sacrificarse por el Buen Jesús. Cuando salen, el viejo tiene los ojos brillantes. El Beatito y la Madre María Quadrado los acompañan hasta el parapeto y los bendicen. Los Macambira abrazan a sus mujeres, que se ponen a llorar, prendidas de ellos. Pero Joaquim Macambira pone fin a la escena, indicando que es hora de partir. Las mujeres se van con el Beatito a rezar al Templo del Buen Jesús.

. En el camino hacia las trincheras de la Fazenda Velha, recogen el equipo que Joáo Abade ha ordenado: barras, palancas, petardos, hachas, martillos. El viejo y sus hijos se los reparten en silencio, mientras Joáo Abade les explica que la Guardia Católica distraerá a los perros, con un amago de asalto, mientras ellos reptan hasta la Matadeira. «Vamos a ver si los «párvulos» la han localizado», dice.

Sí, la han localizado. Se lo confirma Pajeú, al recibirlos en la Fazenda Velha. La Matadeira está en la primera elevación, inmediatamente detrás del Monte Mario, junto con los otros cañones de la Primera Columna. Los han colocado en hilera, entre sacos y cuñetes rellenos de piedras. Dos «párvulos» se arrastraron hasta allí y contaron, luego de la tierra de nadie y la línea de tiradores muertos, tres puestos de vigilancia en las laderas casi verticales de la Favela.

Joáo Grande deja a Joáo Abade y los Macambira con Pajeú y se desliza por los laberintos excavados a lo largo de este terreno contiguo al Vassa Barris. Desde estos socavones y oquedades los yagunzos han infligido el castigo más duro a los soldados que, apenas llegaron a las cumbres y avistaron Canudos, se precipitaron por las laderas hacia la ciudad extendida a sus pies. La terrible fusilería los paró en seco, los hizo volverse, revolverse, atropellarse, pisotearse, embrollarse, descubrir que no podían retroceder ni avanzar ni escapar por los flancos y que su única opción era aplastarse contra el suelo y levantar defensas. Joáo Grande camina entre yagunzos que duermen; cada cierto trecho, un centinela se descuelga de los parapetos para hablar con él. El ex–esclavo despierta a cuarenta hombres de la Guardia Católica y les explica lo que van a hacer. No le sorprende saber que esa trinchera casi no ha tenido bajas; Joáo Abade había previsto que la topografía protegería allí a los yagunzos mejor que en ninguna parte. Cuando regresa a Fazenda Velha, con los cuarenta muchachos, Joáo Abade y Joaquim Macambira están discutiendo. El Comandante de la Calle quiere que los Macambira se pongan uniformes de soldados, dice que así tendrán más probabilidades de llegar hasta el cañón. Joaquim Macambira se niega, indignado. —No quiero condenarme —gruñe.

—No te vas a condenar. Es para que tú y tus hijos regresen con vida.

—Mi vida y la de mis hijos es asunto nuestro —truena el viejo.

—Como quieras —se resigna Joáo Abade—. Que el Padre los acompañe, entonces.

—Alabado sea el Buen Jesús Consejero —se despide el viejo.

Cuando están internándose en la tierra de nadie, sale la luna. Joáo Grande maldice entre dientes y oye a sus hombres murmurar. Es una luna amarilla, redonda, enorme, que reemplaza las tinieblas por una tenue claridad en la que aparece la superficie terrosa, sin arbustos, que se pierde en las sombras densas de la Favela. Pajeú los acompaña hasta el pie de la ladera. Joáo Grande no puede dejar de pensar en lo mismo: ¿cómo ha podido quedarse dormido cuando todos velaban? Espía la cara de Pajeú. ¿Ha estado tres, cuatro días sin dormir? Ha hostigado a los perros desde Monte Santo, los ha tiroteado en Angico y las Umburanas, ha regresado a Canudos a acosarlos desde aquí, lo sigue haciendo hace dos días y ahí está, fresco, tranquilo, hermético, guiándolos junto con los dos «párvulos» que lo sustituirán como guía en la pendiente. «Él no se hubiera dormido», piensa Joáo Grande. Piensa: «El Diablo me durmió». Se sobresalta; a pesar de los años transcurridos y el sosiego que ha dado a su vida el Consejero, de tiempo en tiempo, lo atormenta la sospecha de que el Demonio que se metió en el cuerpo la lejana tarde en que mató a Adelinha de Gumucio, permanece agazapado en la sombra de su alma, esperando la ocasión propicia para perderlo de nuevo.

De pronto, el terreno se empina, vertical, frente a ellos. Joáo se pregunta si el viejo Macambira podrá escalarlo. Pajeú les señala la línea de tiradores muertos, visibles a la luz de la luna. Son muchos soldados; eran la vanguardia y cayeron a la misma altura, segados por la fusilería yagunza. En la penumbra, Joáo Grande ve brillar los botones de sus correajes, las enseñas doradas de sus gorros. Pajeú se despide con un signo de cabeza casi imperceptible y los dos chiquillos comienzan a trepar a gatas la ladera. Joáo Grande y Joaquim Macambira van tras ellos, también gateando, y más atrás la Guardia Católica. Trepan tan sigilosos que ni Joáo los siente. El rumor que producen, los guijarros que hacen rodar, parecen obra del viento. A sus espaldas, abajo, en Belo Monte, oye un murmullo constante. ¿Rezan el rosario en la Plaza? ¿Son los cánticos con que Canudos entierra a los muertos del día, cada noche? Ya percibe, adelante, siluetas, luces, oye voces y tiene todos los músculos alertas, por lo que pueda ocurrir. Los «párvulos» los hacen detenerse. Están cerca de un puesto de centinelas: cuatro soldados, de pie, y tras ellos muchas figuras de soldados iluminados por el resplandor de una fogata. El viejo Macambira se arrastra hasta él y Joáo Grande lo oye respirar, afanoso: «Cuando oigas el pito, quémalos». Asiente: «Que el Buen Jesús los ayude, Don Joaquim». Ve cómo las sombras disuelven a los doce Macambira, aplastados bajo los martillos, palancas y hachas, y al chiquillo que los guía. El otro «párvulo» se queda con ellos.

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