Array Array - La guerra del fin del mundo

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Espera, en medio de sus hombres, tenso, el silbato indicando que los Macambira han llegado frente a la Matadeira. Tarda mucho y al ex–esclavo le parece que nunca lo va a oír. Cuando —largo, ululante, súbito — borra todos los otros rumores, él y sus hombres disparan simultáneamente contra los centinelas. Estalla una fusilería estruendosa, en todo el contorno. Hay un gran desbarajuste y los soldados apagan la fogata. Tirotean de arriba, pero no los han localizado, pues los tiros no vienen en esta dirección. Joáo Grande ordena a su gente avanzar y un momento después están disparando y aventando petardos contra el campamento, a oscuras, donde hay carreras, voces, órdenes confusas. Una vez que ha vaciado su fusil, Joáo se agazapa y escucha. Arriba, hacia el Monte Mario, parece haber también un tiroteo. ¿Están los Macambira peleando con los artilleros? En todo caso, no vale la pena seguir allí; sus compañeros también han agotado los cartuchos. Con el silbato, da orden de retirarse.

A media pendiente, una figurita menuda los alcanza, corriendo. Joáo Grande le pone la mano en la cabeza enmarañada. —¿Los llevaste hasta la Matadeira? —le pregunta. —Los llevé —responde el chiquillo.

Hay una fusilería ruidosa detrás, como si toda la Favela hubiera entrado en guerra. El chiquillo no añade nada y Joáo Grande piensa, una vez más, en la extraña manera del sertón, donde las gentes prefieren callar a hablar. —¿Y que pasó con los Macambira? —pregunta, al fin. —Los mataron —dice suavemente el chiquillo. —¿A todos? —Creo que a todos.

Ya están en tierra de nadie, a medio camino de las trincheras.

El Enano encontró al miope llorando, encogido en un repliegue de Cocorobó, cuando los hombres de Pedráo se retiraban. De la mano lo guió entre yagunzos que volvían a toda prisa a Belo Monte, convencidos de que los soldados de la Segunda Columna, una vez franqueada la barrera de Trabubú, asaltarían la ciudad. Cuando, a la madrugada siguiente, cruzaban una trinchera delante de los corrales de cabras, en medio de la turbamulta se dieron con Jurema: iba entre las Sardelinhas, azuzando a un asno con canastas. Los tres se abrazaron, conmovidos, y el Enano sintió que, al estrecharlo, Jurema le ponía los labios en la mejilla. Esa noche, tumbados en el almacén, detrás de los toneles y cajas, oyendo el tiroteo que caía sin tregua sobre Canudos, el Enano les contó que, hasta donde podía recordar, ese beso era el primero que le habían dado nunca.

¿Cuántos días duró el tronar del cañón, las ráfagas de fusilería, el estruendo de las granadas que ennegrecían el aire y desportillaban las torres del Templo? ¿Tres, cuatro, cinco? Ellos merodeaban por el almacén, veían entrar de día o de noche a los Vilanova y los demás, los oían discutir y dar órdenes y no entendían nada. Una tarde el Enano tuvo que llenar con un cucharón las bolsitas y cuernos de pólvora para las escopetas y rifles de chispa, y oyó decir a un yagunzo, señalando los explosivos: «Ojalá resistan tus paredes, Antonio Vilanova. Una sola bala podría encender esto y desaparecer la manzana». No se lo contó a sus compañeros. ¿Para qué aterrorizar más al miope? Las cosas que habían vivido juntos, aquí, habían hecho que sintiera por ambos un afecto que no había sentido ni por las gentes del Circo con las que se llevaba mejor. Durante el bombardeo salió en dos ocasiones, en busca de comida. Pegado a los muros, por donde se deslizaba la gente, mendigó en las viviendas, cegado por el terral, aturdido por el tiroteo. En la calle de La Madre Iglesia vio morir a un niño. La criatura apareció corriendo, detrás de una gallina que aleteaba, y a los pocos pasos abrió los ojos y brincó, como alzada de los pelos. La bala le dio en el vientre, matándola al instante. Llevó el cadáver a la casa de donde la vio salir y como no había nadie la dejó en la hamaca. No pudo capturar a la gallina. El ánimo de los tres, pese a la incertidumbre y a la mortandad, mejoró cuando pudieron comer, gracias a las reses que trajo Joáo Abade a Belo Monte.

Era de noche, se había producido una tregua en el tiroteo, había cesado el rumor de los rezos en la Plaza Matriz, y ellos, en el suelo del almacén, despiertos, conversaban. De pronto, una sigilosa figura se plantó en la puerta, con una lamparilla de barro en las manos. El Enano reconoció la herida y los ojitos acerados de Pajeú. Tenía una escopeta en el hombro, machete y faca en la cintura, bandas de cartuchos cruzadas sobre la camisola.

—Con todo respeto —murmuró—. Quiero que sea mi mujer.

El Enano sintió gemir al miope. Le pareció extraordinario que ese hombre tan reservado, tan lúgubre, tan glacial, hubiera dicho semejante cosa. Adivinó, bajo esa cara crispada por la cicatriz, una gran ansiedad. No se oían disparos, ladridos ni letanías; sólo a un abejorro dándose encontrones contra la pared. El corazón del Enano latía con fuerza; no era miedo sino una sensación dulzona, compasiva, por esa cara rajada que, a la lumbre de la lamparilla, miraba fijo a Jurema, esperando. Sentía la respiración temerosa del miope. Jurema no decía nada. Pajeú se puso a hablar de nuevo, articulando cada palabra. No había estado casado antes, no como mandaban la Iglesia, el Padre, el Consejero. Sus ojos no se apartaban de Jurema, no parpadeaban, y el Enano pensó que era tonto sentir pena por alguien tan temido. Pero en ese instante Pajeú parecía terriblemente desamparado. Había tenido amores de paso, esos que no dejan huella, pero no familia, hijos. Su vida no lo permitía. Siempre andando, huyendo, peleando. Por eso entendió muy bien cuando el Consejero explicó que la tierra cansada, exhausta de que le exijan siempre lo mismo, un día pide reposo. Eso había sido para él Belo Monte, como el descanso de la tierra. Su vida había estado vacía de amor. Pero ahora… El Enano notó que tragaba saliva y se le ocurrió que las Sardelinhas se habían despertado y oían a Pajeú desde las sombras. Era una preocupación, algo que lo recordaba en las noches: ¿se había secado su corazón por falta de amor? Tartamudeó y el Enano pensó: «Ni yo ni el ciego existimos para él». No se había secado: vio a Jurema en la caatinga y lo supo. Algo raro ocurrió en la cicatriz: era la llamita de la lamparilla que, al vacilar, le averiaba aún más el rostro. «Su mano tiembla», se asombró el Enano. Ese día su corazón se puso a hablar, sus sentimientos, su alma. Gracias a Jurema descubrió que no estaba seco por dentro. Su cara, su cuerpo, su voz, se le aparecían aquí y aquí. Se tocó la cabeza y el pecho, en un gesto brusco, y la llamita subió y bajó. Otra vez quedó callado, esperando, y se hicieron presentes de nuevo el zumbido y los encontrones del abejorro contra la pared. Jurema seguía muda. El Enano la observó de soslayo: replegada sobre sí misma, en actitud defensiva, resistía la mirada del caboclo, muy seria. —No podemos casarnos ahora, ahora hay otra obligación —añadió Pajeú, como pidiendo excusas—. Cuando los perros se vayan.

El Enano sintió gemir al miope. Tampoco esta vez los ojos del caboclo se apartaron de Jurema para mirar a su vecino. Pero había una cosa… Algo que había pensado mucho, estos días, mientras rastreaba a los ateos, mientras los tiroteaba. Algo que alegraría su corazón. Calló, se avergonzó, luchó para decirlo: ¿le llevaría Jurema la comida, el agua, a la Fazenda Velha? Era algo que les envidiaba a los demás, algo que también quisiera tener. ¿Lo haría?

—Sí, sí, lo hará, se la llevará —oyó el Enano que decía, atolondrado, el miope—. Lo hará, lo hará.

Pero ni siquiera esta vez los ojos del caboclo lo miraron.

—¿Qué cosa es él de usted? —lo oyó preguntar. Ahora su voz era cortante como una faca—. ¿No su marido, no es cierto?

—No —dijo Jurema, muy suave—. Es… como mi hijo. La noche se llenó de tiros. Primero una andanada, luego otra, violentísima. Se oyeron gritos, carreras, una explosión.

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