Array Array - La guerra del fin del mundo
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Lo hace siguiendo un ramal serpenteante del Vassa Barris, que sólo se aniega en las grandes crecientes. En el escuálido cauce empedrado de guijarros Joáo siente aumentar el calor de la mañana. Va rezagado, averiguando por los muertos, intuyendo la tristeza del Consejero, del Beatito, de la Madre de los Hombres, cuando sepan que esos hermanos se pudrirán a la intemperie. Le da lástima recordar a esos muchachos, a muchos de los cuales enseñó a disparar, convertidos en alimento de buitres, sin un entierro con rezos. ¿Pero cómo hubieran podido rescatar sus restos? A lo largo de todo el trayecto oyen tiros, de la dirección de la Favela. Un yagunzo dice que es raro que Pajeú, Mané Quadrado y Táramela, que fusilan a los perros desde ese frente, puedan hacer tantas descargas. Joáo Grande le recuerda que la mayor parte de las municiones se repartieron a los hombres de esas trincheras, que se interponen entre Belo Monte y la Favela. Y que hasta los herreros se trasladaron allí con sus yunques y fuelles para seguir fundiendo plomo junto a los combatientes. Sin embargo, apenas avistan Canudos bajo unas nubéculas que deben ser explosión de granadas —el sol está alto y las torres del Templo y las viviendas encaladas reverberan—, Joáo Grande presiente la buena nueva. Pestañea, mira, calcula, compara. Sí, disparan ráfagas continuas desde el Templo del Buen Jesús, desde la Iglesia de San Antonio, desde los parapetos del cementerio, al igual que desde las barrancas del Vassa Barris y la Fazenda Velha. ¿De dónde salen tantas municiones? Minutos después un «párvulo» le trae un mensaje de Joáo Abade.
—O sea que volvió a Canudos —exclama el ex–esclavo.
—Con más de cien vacas y muchos fusiles —dice el niño, entusiasmado—. Y cajones de balas, de granadas y latas grandes de pólvora. Les robó eso a los perros y ahora todo Belo Monte está comiendo carne.
Joáo Grande pone una de sus manazas sobre la cabeza del chiquillo y refrena su emoción. Joáo Abade quiere que la Guardia Católica vaya a la Fazenda Velha, a reforzar a Pajeú, y que el ex–esclavo se reúna con él en casa de Vilanova. Joáo Grande enrumba a sus hombres por los barracones del Vassa Barris, ángulo muerto que los protegerá contra los tiros de la Favela, hacia la Fazenda Velha, un kilómetro de vericuetos y escondrijos excavados aprovechando los desniveles y sinuosidades del terreno que son la primera línea de defensa de Belo Monte, apenas a medio centenar de metros de los soldados. Desde que regresó, el caboclo Pajeú se encarga de ese frente.
Al llegar a Belo Monte, Joáo Grande apenas puede ver por la densidad del terral que lo deforma todo. La fusilería es muy fuerte y al estruendo de los disparos se suma el ruido de tejas que se quiebran, paredes que se derrumban y latas que retintinean. El chiquillo lo coge de la mano: él sabe por donde no caen balas. En estos dos días de bombardeo y tiroteo la gente ha establecido una geografía de seguridad y circula sólo por ciertas calles y por cierto ángulo de cada calle, a salvo de la metralla. Las reses que ha traído Joáo Abade son carneadas en el callejón del Espíritu Santo, convertido en corral y matadero, y hay allí una larga cola de viejos, niños y mujeres, esperando sus raciones, en tanto que Campo Grande parece un campamento militar por la cantidad de cajas, barriles y cuñetes de fusiles entre los que se agita una muchedumbre de yagunzos. Las acémilas que han arrastrado el cargamento tienen visibles las marcas de los regimientos y algunas sangran de los azotes y relinchan, atemorizadas por el estruendo. Joáo Grande ve un burro muerto al que devoran perros esqueléticos entre nubes de moscas. Reconoce a Antonio y Honorio Vilanova encaramados en una tarima; a gritos y ademanes, distribuyen esas cajas de municiones que se llevan de dos en dos, corriendo pegados al lado septentrional de las viviendas, yagunzos jóvenes, algunos tan niños como este que no lo deja acercarse a los Vilanova y lo conmina a entrar a la antigua casa–hacienda, donde, le dice, lo espera el Comandante de la Calle. Que los chiquillos de Canudos sean mensajeros — los llaman «párvulos» — ha sido idea de Pajeú. Cuando lo propuso, en este mismo almacén, Joáo Abade dijo que era riesgoso, no eran responsables y su memoria fallaba, pero Pajeú insistió, refutándolo: en su experiencia, los niños habían sido rápidos, eficientes y también abnegados. «Era Pajeú quien tenía razón», piensa el ex–esclavo viendo la mano pequeñita que no suelta la suya hasta que lo deja frente a Joáo Abade, quien, apoyado en el mostrador, bebe y mastica, tranquilo, mientras escucha a Pedráo, al que rodean una docena de yagunzos. Al verlo, le hace señas de que se acerque y le apriete la mano con fuerza. Joáo Grande quiere decirle lo que siente, agradecerle, felicitarlo por haber conseguido esas armas, municiones y comida, pero, como siempre, algo lo retiene, intimida, avergüenza: sólo el Consejero es capaz de romper esa barrera que desde que tiene uso de razón le impide participar a la gente los sentimientos de su alma. Saluda a los otros con movimientos de cabeza o palmeándolos. Siente de pronto un enorme cansancio y se acuclilla en el suelo. Asunción Sardelinha le pone en las manos una escudilla repleta de carne asada con farinha y una jarra de agua. Durante un rato olvida la guerra y quién es y come y bebe con felicidad. Cuando termina, nota que Joáo Abade, Pedráo y los otros están callados, esperándolo, y se siente confuso. Balbucea una disculpa.
Está explicándoles lo sucedido en las Umburanas cuando el indescriptible trueno lo levanta y remece en el sitio. Unos segundos todos permanecen inmóviles, encogidos, con las manos cubriéndose la cabeza, sintiendo vibrar las piedras, el techo, los objetos del almacén como si todo, por efecto de la interminable vibración, fuera a quebrarse en mil astillas.
—¿Ven, ven, se dan cuenta? —entra rugiendo el viejo Joaquim Macambira, irreconocible por el barro y el polvo—. ¿Ves lo que es la Matadeira, Joáo Abade? En vez de responderle, éste ordena al «párvulo» que guió a Joáo Grande y al que la explosión ha lanzado contra los brazos de Pedráo, de los que sale con la cara descompuesta por el miedo, que vea si el cañonazo ha dañado el Templo del Buen Jesús o el Santuario. Luego, hace señas a Macambira de que se siente y coma algo. Pero el viejo está frenético y, mientras mordisquea el trozo de carne que le alcanza Antonia Sardelinha, sigue hablando con espanto y odio de la Matadeira. Joáo Grande lo oye mascullar: «Si no hacemos algo nos enterrará».
Y de pronto Joáo Grande está viendo, en un sueño plácido, a una tropilla de alazanes briosos que galopan por una playa arenosa y arremeten contra el mar blanco de espuma. Hay un olor a cañaverales, a miel recién hecha, a bagazo triturado que perfuma el aire. Sin embargo, la dicha que es ver a esos lustrosos animales, relinchantes de alegría entre las frescas olas, dura poco, pues súbitamente surge del fondo del mar el alargado y mortífero artefacto, escupiendo fuego como el Dragón al que Oxossi, en los candomblés del Mocambo, extermina con una espada luciente. Alguien retumba: «El Diablo ganará». El susto lo despierta.
Tras una cortina de légañas ve, a la luz vacilante de un mechero, a tres personas comiendo: la mujer, el ciego y el enano que vinieron a Belo Monte con el Padre Joaquim. Es de noche, no hay nadie más en el recinto, ha dormido muchas horas. Siente un remordimiento que lo despierta del todo. «¿Qué ha pasado?», grita, levantándose. Al ciego se le escapa el pedazo de carne y lo ve palpar la tierra, buscándolo. «Yo les dije que te dejaran dormir», oye la voz de Joáo Abade, y en las sombras se perfila su robusta silueta. «Alabado sea el Buen Jesús Consejero», murmura el exesclavo y comienza a disculparse, pero el Comandante de la Calle lo ataja: «Necesitabas dormir, Joáo Grande, nadie vive sin dormir». Se sienta en un tonel, junto al mechero, y el ex–esclavo ve que está demacrado, con los ojos hundidos y la frente estriada. «Mientras yo soñaba con caballos, tú peleabas, corrías, ayudabas», piensa. Siente tanta culpa que apenas se da cuenta que el Enano se acerca a alcanzarles una latita de agua. Después de beber, Joáo Abade se la pasa.
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