Array Array - La guerra del fin del mundo

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—Es demasiado ruin para poder contárselo —balbuceó el periodista miope. Permaneció ensimismado y, de pronto, alzó la cara y exclamó —: Canudos ha cambiado mis ideas sobre la historia, sobre el Brasil, sobre los hombres. Pero, principalmente, sobre mí. —Por el tono en que lo dice, no ha sido para mejor —murmuró el Barón. —Así es —susurró el periodista—. Gracias a Canudos tengo un concepto muy pobre de mí mismo.

¿No era también su caso, en cierto modo? ¿No había Canudos revuelto su vida, sus ideas, sus costumbres, como un beligerante torbellino? ¿No había deteriorado sus convicciones e ilusiones? La imagen de Estela, en sus habitaciones del segundo piso, con

Sebastiana a los pies de su mecedora, acaso releyéndole párrafos de las novelas que le habían gustado, tal vez peinándola o haciéndole escuchar las cajas de música austríacas, y la cara abstraída, retirada, inalcanzable, de la mujer que había sido el gran amor de su vida —esa mujer que simbolizó siempre para él la alegría de vivir, la belleza, el entusiasmo, la elegancia — volvió a llenar de hiel su corazón. Haciendo un esfuerzo, habló de lo primero que le pasó por la cabeza:

—Usted mencionó a Antonio Vilanova —dijo, con precipitación—. ¿El comerciante, verdad? Un ser metalizado y calculador como pocos. Los conocí mucho a él y al hermano. Fueron proveedores de Calumbí. ¿También se volvió santo?

—Para hacer negocios no estaba allí —recuperó su risa sarcástica el periodista miope—. Era difícil hacer negocios en Canudos. Allá no circulaba el dinero de la República. ¿No ve que era el dinero del Perro, del Diablo, de los ateos, protestantes y masones? ¿Por qué cree que los yagunzos les quitaban las armas a los soldados pero no las carteras? «O sea que, después de todo, el frenólogo no estaba tan descaminado», pensó el Barón. «O sea que, gracias a su locura, Gall había llegado a presentir algo de la locura que fue Canudos.»

—No estaba persignándose y dándose golpes de pecho —prosiguió el periodista miope— . Era un hombre práctico, realizador. Siempre moviéndose, organizando, hacía pensar en una máquina de energía perpetua. Durante esos cinco meses infinitos, se ocupó de que Canudos tuviera que comer. ¿Por qué hubiera hecho eso, entre las balas y la carroña? No hay otra explicación. El Consejero le había tocado alguna fibra secreta. —Como a usted —dijo el Barón—. Faltó poco para que también lo volviera santo. —Hasta el final estuvo saliendo a traer comida —dijo el periodista, sin hacerle caso—. Partía con pocos hombres, a escondidas. Cruzaban las líneas, asaltaban los convoyes. Sé cómo lo hacían. Con el ruido infernal de los trabucos provocaban una estampida. En el desorden, arreaban diez, quince bueyes a Canudos. Para que los que iban a morir por el Buen Jesús pudieran pelear un poco más. —¿Sabe de dónde venían esas reses? —lo interrumpió el Barón.

—De los convoyes que mandaba el Ejército de Monte Santo a la Favela —dijo el periodista miope—. Como las armas y balas de los yagunzos. Una de las excentricidades de esta guerra: el Ejército nutría a sus fuerzas y al adversario.

—Los robos de los yagunzos eran robos de robos —suspiró el Barón—. Muchas de esas vacas y cabras eran mías. Rara vez compradas. Casi siempre arrebatadas a mis vaqueros por los lanceros gauchos. Tengo un amigo hacendado, el viejo Murau, que ha enjuiciado al Estado por las vacas y ovejas que se comieron los soldados. Reclama setenta contos de reis, nada menos.

En el entresueño, Joáo Grande huele el mar. Una sensación cálida lo recorre, algo que le parece la felicidad. En estos años en que, gracias al Consejero, ha encontrado sosiego para el lacerante borbotar que era su alma cuando servía al Diablo, sólo una cosa añora, a veces. ¿Cuántos años que no ha visto, olido, sentido en el cuerpo el mar? No tiene idea pero sabe que ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que lo vio, en aquel alto promontorio rodeado de cañaverales donde la señorita Adelinha Isabel de Gumucio subía a ver los crepúsculos. Balas aisladas le recuerdan que la batalla no ha terminado, pero no se inquieta: su conciencia le dice que aun si estuviera despierto nada cambiaría, ya que ni a él ni a ninguno de los hombres de la Guardia Católica encogidos en esas trincheras les queda un cartucho de Mánnlicher ni proyectil de escopeta ni un grano de pólvora para hacer accionar las armas de explosión fabricadas por esos herreros de Canudos que la necesidad ha vuelto armeros.

¿Para qué siguen, entonces, en esas cuevas de los altozanos, en la quebrada al pie de la Favela donde están amontonados los perros? Cumplen órdenes de Joáo Abade. Éste, después de asegurarse que todas las fuerzas de la Primera Columna se hallaban ya en la Favela, inmovilizadas por el tiroteo de los yagunzos que rodean los cerros y los acribillan desde parapetos, trincheras, escondrijos, ha ido a tratar de capturar el convoy de municiones, víveres, reses y cabras de los soldados, que, gracias a la topografía y al hostigamiento de Pajeú, viene muy retrasado. Joáo Abade, que espera sorprender al convoy en las Umburanas y desviarlo a Canudos, ha pedido a Joáo Grande que la Guardia Católica impida, cueste lo que cueste, que los regimientos de la Favela den marcha atrás. En el entresueño, el ex–esclavo se dice que los perros deben ser muy estúpidos o haber perdido mucha gente, pues, hasta ahora, ni siquiera un patrulla ha intentado desandar el camino de las Umburanas para averiguar qué ocurre con el convoy. Los hombres de la Guardia Católica saben que, al menor intento de los soldados de abandonar la Favela, deben abalanzarse sobre ellos y cerrarles el paso, con facas, machetes, bayonetas, uñas, dientes. El viejo Joaquim Macambira y su gente, emboscados al otro lado de la trocha abierta por los soldados y sus carricoches y cañones en su paso a la Favela, harán lo mismo. No lo intentarán, están demasiado concentrados en responder al fuego que les hacen desde el frente y los costados, demasiado ocupados en bombardear Canudos para adivinar lo que ocurre a sus espaldas. «Joáo Abade es más inteligente que ellos», sueña. ¿No ha resultado buena su idea de traer a los perros a la Favela? ¿No se le ocurrió a él que Pedráo y los Vilanova fueran a esperar a los otros diablos en el desfiladero de Cocorobó? Allí también deben de haberlos destrozado. El olor del mar, que le entra por las narices y lo emborracha, lo aleja de la guerra y ve olas y siente sobre su piel la caricia del agua espumosa. Es la primera vez que duerme, después de cuarenta y ocho horas de estar peleando.

A las dos horas lo despierta un mensajero de Joaquim Macambira. Es uno de sus hijos, joven, esbelto, de largos cabellos, que, acuclillado en la trinchera, espera pacientemente que Joáo Grande se desaturda. Su padre necesita municiones, casi no les quedan balas ni pólvora a sus hombres. Con la lengua entorpecida por el sueño, Joáo Grande le explica que a ellos tampoco. ¿Han tenido algún mensaje de Joáo Abade? Ninguno. ¿Y de Pedráo? El joven asiente: tuvo que retirarse de Cocorobó, se quedaron sin municiones y perdieron mucha gente. Tampoco pudieron parar a los perros en Trabubú.

Joáo Grande se siente por fin despierto. ¿Significa eso que el Ejército de Geremoabo viene hacia aquí?

—Viene —dice el hijo de Joaquim Macambira—. Pedráo y los cabras que no murieron están ya en Belo Monte.

Tal vez es lo que debería hacer la Guardia Católica: regresar a Canudos para defender al Consejero del asalto que parece inevitable, si el otro Ejército se encamina hacia aquí. ¿Qué va a hacer Joaquim Macambira? El joven no lo sabe. Joáo Grande decide ir a hablar con el viejo.

Es tarde en la noche y el cielo está tachonado de estrellas. Después de instruir a los hombres que no se muevan de allí, el ex–esclavo se descuelga silenciosamente por el cascajo de la ladera, junto al joven Macambira. Por desgracia, con tantas estrellas verá a los caballos despanzurrados y picoteados por los urubús, y el cadáver de la anciana. Todo el día anterior y parte de la víspera ha estado viendo a esos animales que montan los oficiales, las primeras víctimas de la fusilería. Está seguro de haber matado él también a varios de esos animales. Había que hacerlo, estaban de por medio el Padre y el Buen Jesús Consejero y Belo Monte, lo más precioso de esta vida. Lo hará cuantas veces sea preciso. Pero algo en su alma protesta y sufre al ver caer relinchando a esos animales, al verlos agonizar horas de horas, con las vísceras derramadas por el suelo y una pestilencia que envenena el aire. Él sabe de dónde viene ese sentimiento de culpa, de estar pecando, que lo embarga cuando dispara a los caballos de los oficiales. Es el recuerdo del cuidado que protegía a los caballos de la hacienda, donde el amo Adalberto de Gumucio había impuesto a familiares, empleados y esclavos la religión de los caballos. Al ver las sombras esparcidas de los cadáveres de los animales, mientras cruza la trocha agazapado junto al joven Macambira, se pregunta por qué el Padre le conserva tan fuerte en la cabeza ciertos hechos de su pasado pecador, como la nostalgia del mar, como el amor a los caballos.

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