Array Array - La guerra del fin del mundo
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Cuando un minuto o un siglo después abre los ojos, sus labios repiten: retuerzo, apoyo, reserva, cordón. Eso es el ataque mixto, malparidos. ¿De qué convoy de provisiones hablan? Está lucido. No en la trinchera, sino en una garganta reseca; ve al frente un barranco empinado, cactos, y arriba el cielo azul, una bola rojiza. ¿Qué hace aquí? ¿Cómo ha venido hasta aquí? ¿En qué momento salió de la trinchera? Lo del convoy repica en sus oídos con angustia y sollozos. Le cuesta un esfuerzo sobrehumano ladear la cabeza. Entonces ve al soldadito. Siente alivio; temía que fuera un inglés. El soldadito está boca abajo, a menos de un metro, delirando, y apenas le entiende pues habla contra la tierra. «¿Tienes agua?», le pregunta. El dolor llega hasta el cerebro del Sargento como una punzada ígnea. Cierra los ojos y se esfuerza por controlar el pánico. ¿Está herido de bala? ¿Dónde? Con otro esfuerzo enorme se mira: de su vientre sale una raíz filuda. Demora en darse cuenta que la lanza curva no sólo lo atraviesa de parte a parte sino que lo fija en el suelo. «Estoy ensartado, estoy clavado», piensa. Piensa: «Me darán una medalla». ¿Por qué no puede mover las manos, los pies? ¿Como han podido trincharlo así sin que lo viera ni sintiera? ¿Has perdido mucha sangre? No quiere mirar su vientre de nuevo. Se vuelve al soldadito:
—Ayúdame, ayúdame —ruega, sintiendo que se le abre la cabeza—. Sácame esto, desclávame. Tenemos que subir al barranco, ayudémonos.
De pronto, le resulta estúpido hablar de subir ese barranco cuando ni siquiera puede encoger un dedo.
—Se llevaron todo el transporte, todas las municiones también —lloriquea el soldadito— . No es mi culpa, Excelencia. Es la culpa del Coronel Campelo.
Lo oye sollozar como un niño y se le ocurre que está borracho. Siente odio y rabia por ese malparido que lloriquea en vez de reaccionar y de pedir ayuda. El soldadito levanta la cabeza y lo mira.
—¿Eres del Segundo de Infantería? —le dice el Sargento, sintiendo la lengua dura dentro de la boca—. ¿De la Brigada del Coronel Silva Telles?
—No, Excelencia —hace pucheros el soldadito—. Soy del Quinto de Infantería, de la Tercera Brigada. La del Coronel Olimpio de Silveira.
—No llores, no seas estúpido, acércate, ayúdame a sacarme esto de la barriga —dice el Sargento—. Ven, malparido.
Pero el soldadito hunde la cabeza en la tierra y llora.
—O sea que eres uno de esos que vinimos a salvar de los ingleses —dice el Sargento—. Ven y sálvame tú ahora, estúpido.
— ¡Nos quitaron todo! ¡Se robaron todo! —llora el soldadito—. Le dije al Coronel Campelo que el convoy no podía retrasarse tanto, que podían cortarnos de la Columna. ¡Se lo dije, se lo dije! ¡Y eso nos pasó, Excelencia! ¡Se robaron hasta mi caballo! —Olvídate del convoy que se robaron, sácame esto —grita Fructuoso—. ¿Quieres que muramos como perros? ¡No seas estúpido, recapacita!
— ¡Nos traicionaron los cargadores! ¡Nos traicionaron los pisteros! —lloriquea el soldadito—. Eran espías, Excelencia, ellos también sacaron escopetas. Fíjese, saque la cuenta. Veinte carros con munición, siete con sal, farinha, azúcar, aguardiente, alfalfa, cuarenta sacos de maíz. ¡Se llevaron más de cien reses, Excelencia! ¿Comprende usted la locura del Coronel Campelo? Se lo advertí. Soy el Capitán Manuel Porto y nunca miento, Excelencia: fue culpa de él.
—¿Es usted Capitán? —balbucea Fructuoso Medrado—. Mil perdones, su señoría. No se veían sus galones.
La respuesta es un estertor. Su vecino queda mudo e inmóvil. «Ha muerto», piensa Fructuoso Medrado. Siente un escalofrío. Piensa: «¡Un capitán! Parecía un recién levado». También va a morir en cualquier momento. Te ganaron los ingleses, Fructuoso. Te mataron esos malparidos extranjeros. Y en eso ve perfilarse en el borde del barranco dos siluetas. El sudor no le permite distinguir si llevan uniformes, pero grita «¡Ayuda, ayuda!». Trata de moverse, de retorcerse, que vean que está vivo y vengan. Su cabezota es un brasero. Las siluetas bajan el declive a saltos y siente que va a llorar al darse cuenta que visten de azul claro, que llevan botines. Trata de gritar: «Sáquenme este palo de la barriga, muchachos».
—¿Me reconoce, Sargento? ¿Sabe quién soy? —dice el soldado que, estúpidamente, en vez de acuclillarse a desclavarlo, apoya la punta de la bayoneta en su cuello. —Claro que te reconozco, Corintio —ruge—. Qué esperas, idiota. ¡Sácame eso de la barriga! ¿Qué haces, Corintio? ¡Corintio!
El marido de Florisa está hundiéndole la bayoneta en el pescuezo ante la mirada asqueada del otro, al que Fructuoso Medrado también identifica: Argimiro. Alcanza a decirse que, entonces, Corintio sabía.
III
—¿Cómo no se lo hubieran creído, allá, en Río de Janeiro, en Sao Paulo, esos que salieron a las calles a linchar monárquicos, si se lo creían los que estaban a las puertas de Canudos y podían ver la verdad con sus ojos? —dijo el periodista miope. Se había deslizado del sillón de cuero al suelo y allí estaba, sentado en la madera, con las rodillas encogidas y el mentón sobre una de ellas, hablando como si el Barón no estuviera allí. Era el comienzo de la tarde y los envolvía una resolana caliente y embotante, que se filtraba por los visillos del jardín. El Barón se había acostumbrado a los bruscos cambios de su interlocutor, que pasaba de un asunto a otro sin aviso, de acuerdo a urgencias íntimas, y ya no le importaba la línea fracturada de la conversación, intensa y chisporroteante por momentos, luego empantanada en períodos de vacío en los que, a veces él, a veces el periodista, a veces ambos, se retraían para reflexionar o recordar.
—Los corresponsales —explicó el periodista miope, contorsionándose en uno de esos movimientos imprevisibles, que removían su magro esqueleto y parecían estremecer cada una de sus vértebras. Detrás de las gafas, sus ojos parpadearon, rápidos —: Podían ver pero sin embargo no veían. Sólo vieron lo que fueron a ver. Aunque no estuviese allí. No eran uno, dos. Todos encontraron pruebas flagrantes de la conspiración monárquico–británica. ¿Cuál es la explicación?
—La credulidad de la gente, su apetito de fantasía, de ilusión —dijo el Barón—. Había que explicar de alguna manera esa cosa inconcebible: que bandas de campesinos y de vagabundos derrotaran a tres expediciones del Ejército, que resistieran meses a las Fuerzas Armadas del país. La conspiración era una necesidad: por eso la inventaron y la creyeron.
—Tendría que leer usted las crónicas de mi sustituto en el Jornal de Noticias —dijo el periodista miope—. El que mandó Epaminondas Goncalves cuando me creyó muerto. Un buen hombre. Honesto, sin imaginación, sin pasiones ni convicciones. El hombre ideal para dar una versión desapasionada y objetiva de lo que ocurría allá. —Estaban muriendo y matando de ambos lados —murmuró el Barón, mirándolo con piedad—. ¿Es posible el desapasionamiento y la objetividad en una guerra?
—En su primera crónica, los oficiales de la Columna del General Osear sorprenden en las alturas de Canudos a cuatro observadores rubios y bien trajeados mezclados con los yagunzos —dijo, despacio, el periodista—. En la segunda, la Columna del General Savaget encuentra entre los yagunzos muertos a un sujeto blanco, rubio, con correaje de oficial y un gorro de crochet tejido a mano. Nadie puede identificar su uniforme, que jamás ha sido usado por ninguno de los cuerpos militares del país.
—¿Un oficial de Su Graciosa Majestad, sin duda? —sonrió el Barón.
—Y en la tercera crónica, aparece una carta, rescatada del bolsillo de un yagunzo prisionero, sin firma pero de letra inequívocamente aristocrática —continuó el periodista, sin oírlo—. Dirigida al Consejero, explicándole por qué es preciso restablecer un gobierno conservador y monárquico, temeroso de Dios. Todo indica que el autor de la carta era usted.
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