Array Array - Lituma en los Andes
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La señora d’Harcourt suspiró y cambió con el ingeniero Cañas una mirada abatida. Tendría que explicárselo al comandante, como se lo había explicado, desde que la violencia comenzó a llenar de muertos, de miedo y de fantasmas estas serranías, a prefectos, subprefectos, capitanes, mayores, comandantes, guardias civiles, guardias republicanos y soldados rasos.
— No somos políticos ni tenemos nada que ver con la política, comandante. Nuestra preocupación es la naturaleza, el medio ambiente, los animales, las plantas. No servimos a este gobierno, sino al Perú. A todos los peruanos. A los militares y también a esos cabezas locas. ¿No se da cuenta? Si nos ven rodeados de soldados, se harán una idea falsa de lo que somos, de lo que hacemos. Le agradezco su intención. No necesitamos que nos cuiden, le aseguro. Nuestra mejor protección es ir solos, mostrando que no tenemos nada que ocultar.
El comandante no quería dar su brazo a torcer. Ya había sido bastante temeridad hacer por tierra el tramo de Huancayo a Huancavelica, donde había habido decenas de asaltos y atentados. Insistía, excusándose. Podía parecerles un impertinente, pero era su obligación y no quería que más tarde alguien se lo reprochara.
— Le firmaremos un papel liberándolo de toda responsabilidad–le propuso el ingeniero Cañas-. No lo tome como ofensa, comandante. Pero, para nuestro trabajo, ellos no deben identificarnos con ustedes.
La discusión sólo cesó cuando la señora d’Harcourt dijo que, si el oficial insistía, suspendería la expedición. El comandante redactó un documento e hizo firmar, como testigos, al prefecto y a los dos técnicos.
— Vaya cabeza dura la suya–se reconcilió con él la señora d’Harcourt al darle las buenas noches-. De todos modos, gracias por su gentileza. Escríbame aquí su dirección y le mandaré un librito mío que está por salir, sobre el Valle del Colca. Con unas fotos muy lindas, verá.
A la mañana siguiente, la señora d’Harcourt fue a oír misa a la iglesia de San Sebastián, cuyos majestuosos arcos coloniales y viejísimos retablos de legañosos arcángeles se quedó contemplando un buen rato. Partieron en dos autos, el jeep y un viejo Ford negro en el que iban los técnicos y el prefecto. En el rumbo de las ruinas de Santa Bárbara se cruzaron con una patrulla de soldados; llevaban los fusiles con las bayonetas caladas y parecían listos a disparar. A los pocos kilómetros, el camino se convirtió en una incierta trocha y el jeep, tratando de no dejar demasiado rezagado al Ford, disminuyó la velocidad. Durante un par de horas estuvieron subiendo y bajando por un paisaje semidesierto, en el que se sucedían montañas peladas en cuyas laderas, como una nota de vida y de color, surgían a veces puñados de chozas y cuadrados de papa, cebada, haba, ocas y mashua. El Ford se les perdió de vista.
— La última vez que estuve por aquí no había tantas pintas ni banderas rojas–comentó el ingeniero Cañas-. Debe ser cierto lo que decía el comandante. Parece que controlaran esta zona.
— Con tal que esto no eche abajo la reforestación — dijo la señora d’Harcourt-. Sólo faltaría eso. Cuatro años para que salga el proyecto y cuando sale…
— Hasta ahora no he metido mi cuchara, les consta–intervino el chofer-. Pero, si me hubieran preguntado, yo me sentiría más tranquilo con esa escolta.
— Entonces nos hubieran tomado por sus enemigos–dijo la señora d’Harcourt-. Y no lo somos, de nadie. Nosotros trabajamos también para ellos. ¿No se da cuenta?
— Yo sí, señora–gruñó el hombre-. Ojalá que ellos también se den cuenta. ¿No ha visto en la tele las barbaridades que hacen?
— Nunca veo televisión–repuso la señora d’Harcourt-. Será por eso que me siento tan tranquila.
A la caída de la tarde llegaron a la comunidad de Huayllarajcra, donde funcionaba uno de los viveros. Allí venían los campesinos a llevarse los plantones de queñua para replantarlos alrededor de sus sembríos y a orillas de lagunas y riachuelos. El centro comunal, con su pequeña iglesia de tejas y su torrecilla mochada, su escuelita de barro y su plaza de piedras bastas, estaba semidesierto. Pero el alcalde y los regidores de Huayllarajcra, enarbolando sus varas de mando, los hicieron recorrer el vivero, que había sido construido en faenas comunales. Parecían entusiasmados con el programa de forestación. Decían que, hasta ahora, todos los comuneros vivían en las alturas, muy separados unos de otros, pero que si se hacían realidad los planes de agruparse, tendrían luz y agua potable. En la claridad declinante se podía abarcar una vasta extensión, con manchones de sembríos y un terreno que se endurecía y elevaba hasta perderse entre nubes. El ingeniero Cañas respiró hondo, abriendo los brazos.
— ¡Este paisaje a mí me quita la neurosis de Lima! — exclamó, excitado, señalando-. ¿A usted no, señora? Debimos traernos una botellita de algo, para el frío.
— ¿Sabe cuándo vi este espectáculo por primera vez? Hace veinticinco años. Desde ahí mismo, donde está usted parado. Maravilloso, ano es cierto?
Junto al vivero había un rancho que ofrecía comida. El ingeniero y la señora d’Harcourt se habían alojado allí otras veces y lo harían también ahora. Pero la familia de antaño se había reducido a una anciana, que no supo explicarles dónde y por qué habían partido sus parientes. La choza estaba vacía, con excepción de un pequeño camastro. La mujer permanecía muda y atareada, atizando el fogón, removiendo la olla y dándoles la espalda. El alcalde y los regidores retornaron a sus casas. Quedaron solos en el centro comunal. Los dos guardianes del vivero se habían encerrado en su caseta, bajando cena tranca. El corralito de cañas, que la señora d’Harcourt recordaba con carneros y gallinas, estaba vacío y las estacas arrancadas. Entre los montones de paja del techo, en lo alto de un palo, flameaba una franela roja descosida.
Cuando el Ford con el prefecto y los técnicos llegó a Huayllarajcra, refulgían las estrellas en un cielo retinto. El ingeniero y la señora d’Harcourt desempacaban. En un rincón de la cabaña tenían instalados sus bolsones de dormir, habían inflado las almohadillas de jebe y, en un primus portátil, calentaban café.
— Creíamos que habían tenido un accidente–los saludó el ingeniero Cañas-. Estaba por salir a buscarlos.
Pero el prefecto era otra persona; el hombrecillo servicial y bonachón de Huancavelica echaba chispas. Habían pinchado una llanta, en efecto, pero no era eso lo que lo tenía frenético.
— Hay que regresar inmediatamente–ordenó, al tiempo que se apeaba-. No podemos pasar la noche aquí, de ninguna manera.
— Tómese un café y una galleta y admire el panorama–lo calmó el ingeniero-. Este espectáculo no se ve en ninguna parte del mundo. No se sulfure, hombre.
— ¿No se da usted cuenta? — elevó la voz el prefecto: le temblaba el mentón y abría y cerraba los ojos como cegado-. ¿No ha visto las pintas, las consignas, por todo el camino? ¿No hay una bandera roja sobre nuestras cabezas? El comandante tenía razón. Es una temeridad. No podemos exponernos así. Y usted menos que nadie, señora.
— Hemos venido a hacer un trabajo que no tiene nada que ver con la política–trató de apaciguarlo ella-. Pero, si se siente inseguro, puede volverse a la ciudad.
— Yo no soy ningún cobarde. — El prefecto tenía la voz cambiada y le salían gallos-. Esto es una imprudencia. Estamos en peligro. No podemos pasar la noche aquí. Ni yo, ni los técnicos, ni el ingeniero. Hágame caso, regresemos. Volveremos con la patrulla. No exponga a la gente de ese modo, señora.
El ingeniero Cañas se volvió hacia los dos técnicos. Ambos escuchaban la discusión, mudos.
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