Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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— No sé–dijo Carreño.

— Sonríase–añadió el tipo-, mire la pelota, señálela, no me comprometa.

— Está bien–dijo el guardia-. Se lo preguntaré a mi jefe.

— Que vaya solo, mañana, a la mina abandonada, a la salida del sol–sonrió el tipo, haciendo gestos y muecas como si no se perdiera un patadón–Ríase, señale la pelota. Y, sobre todo, olvídese de mí.

Carreño había venido muy excitado a darle la noticia:

— Por fin algo de qué agarrarse, mi cabo.

— Ya veremos, Tomasito, ojalá. ¿Tienes idea de quién es ese tipo?

— Parecía un peón. No lo he visto antes, creo.

El cabo se había levantado a oscuras y visto salir el sol en el trayecto hacia la mina. Llevaba allí mucho rato. La excitación se le había esfumado. Si no era una trampa, podía ser una pasada de algún serrucho concha de su madre para divertirse a costas del uniformado. Aquí lo tenían hecho un huevón, con el revólver en la mano, esperando a un fantasma.

— Buenos días–oyó, a su espalda.

Se dio vuelta con el Smith Wesson rastrillado y allí estaba Dionisio, el cantinero.

— Oiga, oiga–lo tranquilizaba con las manos, sonriendo-. Baje ese revólver, señor cabo, cuidado se le dispare.

Era bajito, fortachón y tenía la chompa azul de costumbre enroscada por el cuello hasta la barbilla. Esa cara mofletuda y tiznada, esos dientes medio verdosos, ese mechón de pelos grises, esos ojitos abrasados por una fiebre borracha y esas manazas como aspas, a Lituma lo descontrolaban. ¿Qué hacía aquí éste?

— Mal hecho eso de venir tan calladito–refunfuñó-. Hubiera podido rifarse su balazo.

— Todos andamos nerviosos con las cosas que pasan–masculló el cantinero. Tenía una manera de hablar almibarada, genuflexa, que, sin embargo, desmentían sus ojitos acuosos, seguros de sí mismos y hasta despectivos-. Sobre todo ustedes, los policías. No es para menos, por supuesto.

A Lituma, Dionisio siempre le había despertado un invencible recelo y en este momento más que nunca. Pero, disimulando, fue hasta él y le estiró la mano:

— Espero a alguien–le dijo-. Tiene que irse.

— Me espera a mí–contestó Dionisio, divertido-. Y aquí estoy porque he venido.

— Usted no es el que le habló ayer a Tomasito.

— Olvídese de ése, y también de cómo me llamo y de mi cara — -dijo el cantinero, acuclillándose-. Mejor siéntese, podrían vernos desde abajo. Esto es confidencial.

Lituma se sentó a su lado, en una piedra chata.

— ¿O sea que puede darme información sobre esos tres?

— Por este encuentro me estoy jugando el pellejo, señor cabo–murmuró Dionisio.

— Todos nos lo jugamos, cada día–murmuró Lituma. Allí, en lo alto había aparecido una sombra. Planeaba sin aletear, suspendida en el aire, impulsada por alguna corriente suave e invisible; a esa altura, sólo podía ser un cóndor-. Hasta los pobres animales. ¿Oyó lo de la familia ésa, en Huancapi? Ajusticiaron hasta los perros, por lo visto.

— Anoche llegó a la cantina uno que estuvo allá cuando entraron los terrucos–repuso Dionisio, con un tonito que a Lituma le pareció complaciente, casi eufórico-. Les hicieron su juicio popular, como siempre. A los suertudos los azotaron y a los salados les machacaron la cabeza.

— Ya sólo falta que se chupen la sangre y se coman la carne cruda de la gente.

— Llegaremos a eso–afirmó el cantinero, y Lituma vio que sus ojitos ardían llenos de desasosiego. «Pájaro de mal agüero», pensó.

— Bueno, volviendo a lo de aquí–dijo-. Si sabe qué mierda está pasando y me lo dice, se lo voy a agradecer. Las desapariciones esas. Estoy en la luna. Ya ve, le soy franco. ¿Fue Sendero? ¿Los mataron? ¿Se los llevaron? Usted no me va a venir con que fueron los pishtacos o los espíritus de las montañas, como doña Adriana, ¿no?

El cantinero se había puesto a rascar la tierra con el palito que mordisqueaba un momento antes y no lo miraba. Lituma lo había visto siempre con esa chompa azul sebosa. Y siempre le había llamado la atención su mechón de canas. Los serranos rara vez tenían canas. Incluso los viejitos viejitos, esos indios encogidos y achicados que parecían niños o enanos, conservaban sus pelos negros. Ni calvos ni canosos. Cuestión del clima, seguro. O de tanta coca que chacchaban.

— Nadie trabaja de balde–susurró el cantinero-. La información que tengo causaría estragos en Naccos. Caerían muchas cabezas. Me juego el pescuezo si se la doy. ¿Se ha contemplado algún reconocimiento? Usted me entiende.

Lituma rebuscó sus bolsillos en busca de cigarros. Ofreció uno a Dionisio y se lo encendió.

— No quisiera engañarlo–confesó, con parsimonia-. Si espera plata, no tengo un medio. Cualquiera puede ver en qué condiciones vivimos yo y mi adjunto. Peor que los peones y no se diga los capataces. Y que usted mismo. Tendría que consultar a la comandancia, en Huancayo. Tardarán en contestar, si es que me contestan. La pregunta tendría que pasar por la radio de la compañía y se enteraría el operador, es decir todo Naccos. Al final, me responderían: «A ese que pide recompensa, córtele un huevo y que cante. Y si no canta, córtele el otro. Y, si no, métale una bayoneta en el culo».

Dionisio se echó a reír, retorciendo el cuerpo blanduzco y palmoteando. Lituma se rió también, sin ganas. La figura alada descendía, daba una gran curva majestuosa sobre sus cabezas y empezaba a alejarse, con una especie de desdén. Sí, un cóndor. Él sabía que en algunos pueblos de Junín, en las fiestas del santo patrono, los capturaban vivos y los amarraban a los toros para que éstos los fueran picoteando mientras los serruchos los toreaban. Sería cosa de ver.

— Usted es un guardia civil buena gente–oyó afirmar a Dionisio-. Lo reconocen todos en el campamento. Nunca se aprovecha de su autoridad. No hay muchos así. Se lo asegura alguien que conoce la sierra como la palma de su mano. La he recorrido de cabo a rabo.

— ¿Les caigo bien a los peones? Cómo sería si les cayera mal–se burló Lituma. Porque no he hecho un solo amigo en el campamento hasta ahora.

— La prueba de que lo consideran es que usted y su adjunto están vivos–afirmó Dionisio, con naturalidad, como si dijera el agua es liquida y la noche oscura. Hizo una pausa y, volviendo a rascar el suelo con su palito, añadió-: En cambio, a esos tres, ese Pedrito, ese Demetrio, ese Casimiro, nadie los tenía en buen concepto. ¿Sabía usted que Demetrio Chanca era un nombre falso?

— ¿Y cómo se llamaba, entonces?

— Medardo Llantac.

Estuvieron callados y, mientras fumaban, a Lituma se le fue escarapelando el cuerpo. Dionisio estaba enterado de todo. Ahora iba a saber la verdad él también. ¿Qué les habían hecho? Cosas espantosas, seguro. ¿Quiénes? ¿Y por qué? Este rosquete borrachín era cómplice, sin duda. El día avanzaba de prisa y un calorcito estimulante reemplazó el fresco del amanecer. El color de los cerros parecía acentuarse y con los rayos de sol y la nieve algunas cumbres destellaban. Allá abajo, en la transparencia del aire, Lituma divisó unas figuritas diminutas, moviéndose.

— Me gustaría saber qué les pasó–murmuró-. Se lo agradecería, si puede decírmelo. Todo, toditito. Es algo que me desvela. ¿Qué es eso de que Demetrio Chanca se llamaba Medardo Llantac?

— Se cambió de nombre porque andaba huyendo de los terrucos. Y de la policía, tal vez. Se vino hasta aquí creyendo que en Naccos no lo encontraría nadie. Como capataz era muy malhumorado, dicen.

— Entonces, a ése lo mataron ellos, no hay vuelta que darle. Porque están muertos, ¿no es cierto? ¿Los mataron los terrucos? ¿Hay muchos senderistas en el campamento?

El cantinero tenía la cabeza baja y seguía rascando el suelo con su palito. Lituma veía el mechón de pelos blancos entre las cerdas oscuras y alborotadas. Recordó la borrachera de Fiestas Patrias, en la atestada cantina. Dionisio, como una uva, los ojos malevolentes, incitaba a todos a bailar entre hombres: su tema de cada noche. Iba y venia de grupo en grupo, brincando, bailoteando, picoteando de las copas y las botellas, sirviendo mulitas de pisco y a ratos imitando a un oso. De pronto, se bajó el pantalón. Lituma volvió a oír la risa de doña Adriana, las carcajadas de los peones y vio, de nuevo, las nalgotas chorreadas del cantinero. Sintió el asco de aquella noche. ¿Qué porquerías hablan pasado después, cuando él yTomasito se largaron? La cabeza del mechón blanco asintió. El palito se eleyó, trazó medio círculo y señaló la entrada de la mina abandonada.

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