Array Array - Lituma en los Andes
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— Te doy cualquier cosa para que no vayas a Huancavelica–volvió a bostezar él-. ¿Negociamos? Aquí tengo la chequera.
— La luna y las estrellas, para empezar a hablar–se rió ella, alcanzándole una taza de café-. No seas tonto, Marcelo. Estoy más segura allá arriba que tú yendo a la oficina. Las calles de Lima son más peligrosas que los Andes, estadísticamente.
— Nunca he creído en las estadísticas–bostezó él, desperezándose. Se quedó observándola, viendo el orden cuidadoso con que disponía tazas, platos y cucharillas en el aparador-. Estos viajes tuyos me van a abrir una úlcera, Hortensia. Si no me matan antes de un infarto.
— Te traeré quesito fresco de la sierra–le retiró ella el mechón de la frente-. Vuelve a la cama y suéñate conmigo. No me va a pasar nada, no seas tonto.
En eso sintieron el jeep del Ministerio junto a la puerta de la casa y la señora d’Harcourt se apresuró a salir. Besó a su marido, asegurándole una vez más que no había razón para alarmarse, y le recordó que despachara al Smithsonian el sobre con las fotografías del Parque Nacional del Yanaga–Chemillén. Marcelo salió hasta la puerta y, al despedirse, le dijo a Cañas lo de otras veces:
— Tráigamela de vuelta sana y salva, ingeniero.
Las calles de Lima estaban desiertas y húmedas. El jeep llegó en pocos minutos a la carretera central, donde el tráfico era todavía bastante ralo.
— ¿Se pone tan nerviosa su esposa como mi marido cuando usted viaja, ingeniero? — preguntó la señora d’Harcourt. Las luces de Lima se iban quedando atrás, en la claridad lechosa del amanecer.
— Un poquito–asintió el ingeniero-. Pero Mirta no es muy buena en geografía y no se huele que vamos a la boca del lobo.
— ¿Vamos a la boca del lobo? — dijo el chofer y el jeep dio un brinco-. Debió decírmelo antes, ingeniero, y no venía. No voy a jugarme el pellejo por la miseria que me pagan.
— Que nos pagan–se rió Cañas.
— Que les pagan–remató la señora d'Harcourt-. Lo que es yo no gano ni un centavo. Todo esto lo hago por amor al arte.
— Bien que le gusta, señora. Usted pagaría por hacer estas cosas.
— Bueno, sí, es la pura verdad–admitió ella-. Esto ha llenado mi vida. Será que las plantas y los animales nunca me han decepcionado. Los seres humanos, en cambio, algunas veces. Y a usted también le gusta, ingeniero. No seguiría en el Ministerio si no fuera por una razón más seria que ese sueldito.
— Usted tiene la culpa, señora. Fue leyendo sus artículos en El Comercio, ya se lo he dicho. Usted me abrió el apetito, las ganas de viajar por el Perú, de conocer las maravillas que describía. Usted tiene la culpa de que estudiara agronomía y, también, de que haya terminado en la Dirección Forestal. ¿No le remuerde la conciencia?
— Treinta años haciendo proselitismo y tengo un discípulo–aplaudió la señora d’Harcourt-. Ya puedo morirme tranquila.
— Tiene muchos–aseguró el ingeniero Cañas, con convicción-. Usted nos ha descubierto la tierra privilegiada que tenemos. Y lo mal que la tratamos. No creo que haya un peruano que conozca este país tan al revés y al derecho como usted.
— Ya que estamos de cumplidos, le voy a devolver las flores–dijo la señora d’Harcourt-. Con usted en el Ministerio, mi vida ha cambiado. Por fin alguien que entiende lo del medio ambiente, que pelea con los burócratas. No es un discurso, ingeniero. Gracias a usted, ya no me siento huérfana como antes.
A la altura de Matucana aparecieron, entre los cerros, síntomas de sol. Era una mañana seca y fría y el resto del trayecto, mientras cruzaban las cumbres heladas de La Oroya y el templado valle de jauja, el ingeniero y la señora d’Harcourt estuvieron haciendo proyectos sobre cómo conseguir nuevos patrocinadores para el proyecto de reforestación de las sierras de Huancavelica, auspiciado por la FAO y Holanda, cuyos primeros resultados iban a verificar. Era una victoria que ambos habían celebrado en un chifa de San Isidro, hacía unos meses. Cerca de cuatro años de oficios, memorándums, conferencias, artículos, cartas, gestiones, recomendaciones. Hasta que lo habían conseguido. Estaba en marcha. En lugar de confinarse en el pastoreo y los cultivos de subsistencia, las comunidades empezaban a trabajar con árboles. Si se mantenían los fondos, dentro de unos años frondosos bosques de queñua darían otra vez sombra a esas cavernas llenas de inscripciones mágicas y dibujos, mensajes de los remotos ancestros que, apenas restablecida la paz, arqueólogos de todo el mundo podrían venir a descifrar. Era preciso que más países y fundaciones dieran dinero. Hacía falta promotores que enseñaran a los campesinos a usar la bosta de los animales en vez de la leña, para cocinar y calentarse; una estación experimental; poner en pie por lo menos diez viveros más. En fin… Aunque la señora d’Harcourt era una mujer práctica, a veces se dejaba llevar por la imaginación y recomponía de acuerdo a sus deseos una realidad que, sin embargo, conocía de sobra, pues llevaba media vida lidiando con ella.
Llegaron a Huancayo poco después del mediodía y pararon a comer un bocado, de prisa, y a que el chofer pusiera gasolina y revisara el motor y las llantas del jeep. Entraron a un restaurante, en una esquina de la plaza.
— Casi convenzo al embajador de España que viniera–contó la señora d’Harcourt al ingeniero-. No pudo porque le llegó de Madrid una delegación de no sé qué. Me ha prometido que vendrá la próxima vez. Y que hará gestiones, a ver si el gobierno español nos ayuda. También allá la ecología se pone de moda, parece.
— Cómo me gustaría conocer Europa–dijo el ingeniero Cañas-. El abuelo de mi madre era de Galicia. Debo de tener parientes por allá.
En la segunda parte del trayecto casi río pudieron conversar, por los barquinazos y sacudones del jeep en la destruida carretera. Los huecos y derrumbes entre Acostambo e Izcuchaca eran tales que estuvieron a punto de dar marcha atrás; pese a ir prendidos del asiento y del techo, los baches los aventaban uno contra el otro y amenazaban con despedirlos del vehículo. El chofer se divertía: «¡Guardabajo!» «¡Toro bravo a la vista!», iba cantando. Llegaron a Huancavelica de noche. Hacía frío y ellos se habían puesto chompas, guantes de latía y bufandas.
En el Hotel de Turistas los esperaba el prefecto, que había recibido instrucciones de Lima. Esperó que se bañaran y los invitó a comer, en el mismo hotel. Allí vinieron a darles el encuentro los dos técnicos del Ministerio que debían acompañarlos. Y se presentó también el comandante de la guarnición, un hombre bajito y cordial. Saludó militarmente y les dio la mano.
— Un gran honor recibir a una persona tan importante, señora–dijo, quitándose la gorra-. Leo siempre su página en El Comer cio. Y he leído su libro sobre el Callejón de Huaylas. Qué lástima no tenerlo conmigo, para que me pusiera una firmita.
Les anunció que la patrulla estaba lista; podrían iniciar el recorrido a las siete de la mañana.
— ¿Una patrulla? — La señora d’Harcourt interrogó con los ojos al ingeniero Cañas.
— Yo le expliqué que no queríamos escolta–dijo éste al prefecto.
— Y yo se lo trasladé al comandante–repuso el prefecto, levantando los hombros-. Pero donde manda capitán no manda marinero. Ésta es zona de emergencia, bajo autoridad militar.
— Lo siento mucho, señora, pero no puedo permitir que se internen por ahí sin protección–les advirtió el comandante. Era un hombre joven, con unos bigotitos bien recortados y se esforzaba por ser amable-. La zona es peligrosa, los subversivos la llaman «territorio liberado». Demasiada responsabilidad para mí. Le aseguro que la patrulla no interferirá en nada.
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