Array Array - Lituma en los Andes

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— ¿Ustedes también quisieran irse?

Eran bastante jóvenes y vestían con ropas muy humildes. Parecían incómodos. Se miraron entre ellos, sin decir nada.

— No se sientan obligados, por favor–intervino la señora d'Harcourt-. Si prefieren regresar, pueden hacerlo.

— ¿Usted se quedará, ingeniero? — preguntó por fin uno de ellos, con acento norteño.

— De todas maneras–dijo éste-. Hemos dado una pelea demasiado larga para formalizar este proyecto, para sacarle plata a la FAO, a Holanda. No voy a dar marcha atrás cuando empieza a caminar.

— Entonces, quedémonos–dijo el que había hecho la pregunta-. Y que sea lo que Dios quiera.

— Lo siento mucho, pero yo me voy–anunció el prefecto-. Tengo un cargo político. Si vienen, yo no la cuento. Pediré al comandante que les envíe la patrulla.

— De ninguna manera–repuso ella, dándole la mano-. Vaya, nomás. Nos veremos en Huancavelica, dentro de un par de días. Buen viaje de regreso. Y no se preocupe por nosotros, que allá arriba alguien nos protege mejor que cualquier patrulla.

Descargaron las mantas y maletines de los técnicos y vieron alejarse el Ford, en la oscuridad.

— Regresar solo a estas horas y por esos caminos es una locura–murmuró uno de los técnicos.

Durante un buen rato, trabajaron en silencio, preparándose a pasar la noche en la pequeña construcción. Después de servirles una sopa muy picante, con pedazos de yuca, la anciana se tendió en su camastro. Ellos dispusieron las bolsas de dormir y las mantas una al lado del otro y luego armaron una fogata, sentados en torno de la cual vieron destellar y multiplicarse las estrellas. Tenían sándwiches de jamón, de pollo y de palta, y la señora d’Harcourt les repartió, de postre, tabletas de chocolate. Comieron despacio, conversando. Hablaron del itinerario del día siguiente, de las familias que estaban en Lima, y el técnico norteño, que era de Pacasmayo, de su novia trujillana: el año pasado había ganado el segundo premio del Concurso de la Marinera. Luego, la conversación se concentró en lo innumerables, lo fulgurantes que eran las estrellas cuando se contemplaba la noche desde estas cumbres de los Andes. De pronto, la señora d’Harcourt cambió el sesgo de la charla:

— Hace treinta años que viajo por el Perú, y, la verdad, nunca se me pasó por la cabeza que un día podrían ocurrir estas cosas.

El ingeniero, los técnicos y el chofer permanecieron callados, reflexionando sobre sus palabras. Después, se echaron a dormir, vestidos.

Ellos llegaron al amanecer, cuando los expedicionarios estaban levantándose. Eran una cincuentena de hombres, mujeres, muchos jóvenes, algunos niños, la mayoría campesinos, pero también mestizos de ciudad, con casacas, ponchos, zapatillas u ojotas, pantalones vaqueros y chompas con toscas figuras bordadas a imitación de las que adornan los huacos prehispánicos. Se cubrían las cabezas con chullos, gorras o sombreros, y algunos ocultaban su cara con pasamontañas. Estaban pobremente armarlos, sólo tres o cuatro con kalashnikovs; los demás, con escopetas, revólveres, carabinas de caza o simples machetes y garrotes. La vieja cocinera había desaparecido.

— No necesitan apuntarnos–dijo la señora d’Harcourt, adelantándose-. No estamos armados y tampoco vamos a escapar. ¿Puedo hablar con el jefe? Para explicarle qué hacemos aquí.

Nadie le contestó. No se escuchó orden alguna, pero todos parecían bien aleccionados, pues, separándose del montón, grupos de dos o tres rodearon a cada uno de los cinco, y los registraron con minucia, saciándoles todo lo que llevaban en los bolsillos. Les amarraron las manos a la espalda con pedazos de soga o tripa de animal.

— No somos sus enemigos, no somos políticos, no trabajamos para el gobierno sino para los peruanos–decía la señora d’Harcourt, alargando las manos para facilitar el trabajo de sus captores-. Nuestra tarea es defender el medio ambiente, los recursos naturales. Que no se destruya la naturaleza, para que en el futuro haya comida y tengan trabajo todos los niños de la sierra.

— La señora d’Harcourt ha escrito muchos libros sobre nuestras plantas, nuestros animales–les explicaba el ingeniero Cañas-. Es una idealista. Como ustedes, ella quiere una vida mejor para los campesinos. Gracias a ella, esta región se va a llenar de árboles. Una gran cosa para los comuneros, para Huancavelica. Para ustedes y los hijos de ustedes. Esto nos conviene a todos, sean cuales sean las ideas políticas.

Los dejaban hablar, sin interrumpirlos, pero no les prestaban la menor atención. Se habían movilizado, desplazando centinelas a distintos puntos desde los que se podía otear el camino de venida y la trocha que trepaba los nevados. Era una mañana fría y seca, de cielo despejado y aire cortante. Las altas paredes de los cerros lucían reverdecidas:

— La lucha nuestra se parece a la de ustedes–decía la señora d’Harcourt, con la voz tranquila y una expresión que no traducía la menor alarma-. No nos traten como enemigos, no lo somos.

— ¿Podríamos hablar con el jefe? — preguntaba, de tanto en tanto, el ingeniero Cañas-. ¿O con cualquier responsable? Permítanme explicarle.

Luego de un buen rato, un grupo de ellos entró a la ranchería y los que permanecieron afuera empezaron a hacer pasar, uno tras otro, a los expedicionarios. Los interrogaban en alta voz. Los de afuera podían seguir pedazos del diálogo. Eran interrogatorios lentos y repetitivos; a los datos personales se mezclaban consideraciones políticas y, a veces, averiguaciones sobre personas y extraños asuntos. Pasó primero el chofer, luego los técnicos, luego el ingeniero Cañas. Cuando éste salió, era ya el atardecer. La señora d’Harcourt pensó, sorprendida, que llevaba diez horas allí, de pie, sin comer ni beber. Pero no tenía hambre ni sed ni se sentía cansada. Pensaba en su marido, más apenada por él que por ella. Vio salir al ingeniero Cañas. Lucía una expresión distinta, como si hubiera perdido la seguridad que lo animó durante el día, cuando trataba de hablarles.

— Oyen, pero no escuchan ni quieren enterarse de lo que se les dice–lo oyó murmurar, al cruzarse con él-. Parecen de otro planeta.

Ya dentro de la choza, la hicieron sentarse en el suelo, en la postura en que se hallaban los tres hombres y la mujer. La señora d’Harcourt se dirigió al que llevaba casaca de cuero y una bufanda al cuello, un hombre joven, con una barba crecida y unos ojos pardos, fríos y directos. Le contó su vida, con cierto detalle, desde su nacimiento, pronto harían sesenta años, en ese remoto país báltico que desconocía y cuya lengua no hablaba, pasando por su infancia trashumante en Europa y América, y sus estudios saltamontes, cambiando de colegios, de idiomas, de países. Hasta su llegada al Perú, antes de cumplir veinte años, recién casada con un joven diplomático. Le contó su amor a primera vista con los peruanos y, sobre todo, su deslumbramiento con los desiertos, las selvas, las montañas, los árboles, los animales, las nieves, de este país que ahora era también suyo. No sólo porque así lo decía su pasaporte–la nacionalidad se la había dado Marcelo, su segundo marido-,sino porque ella se había ganado el derecho a llamarse peruana a fuerza de recorrer y estudiar y promover la belleza de este país, en artículos, conferencias, libros, desde hacía muchos años. Lo seguiría haciendo hasta el fin de sus días, porque eso había dado sentido a su vida. ¿Comprendían que no era su enemiga?

La escucharon sin interrumpirla, pero sin que sus caras denotaran el menor interés. Sólo cuando calló, luego de explicarles lo difícil que había sido para ella y ese joven generoso y abnegado, el ingeniero Cañas, sacar adelante la reforestación de Huancavelica, comenzaron a hacerle preguntas. Sin animadversión ni antipatía, con fórmulas secas, mecánicas, y unas voces neutrales, de rutina, como si, pensaba la señora d’Harcourt, todas estas preguntas fueran una formalidad inútil pues ellos ya conocían las respuestas. Le preguntaban desde cuándo daba informes a la policía, al Ejército, al Servicio de Inteligencia, y sobre sus viajes y recorridos. Ella les dio todas las precisiones. El Instituto Geográfico Militar le había pedido que asesorara a la Comisión Permanente que rehacía y perfeccionaba el Atlas, y ésa había sido su única vinculación con las Fuerzas Armadas, salvo alguna que otra conferencia en la Escuela Militar, en la Naval, o en el Centro de Altos Estudios Militares. Ellos querían saber de sus contactos con gobiernos extranjeros, a cuáles servía, cuáles le enviaban instrucciones. Explicó que no se trataba de gobiernos sino de institutos científicos, el Smithsonian de Washington, el Museo del Hombre en París, el Museo Británico de Londres, y algunas fundaciones o centros ecologistas, de los que a veces había conseguido fondos para pequeños proyectos («unas miserias, casi siempre»). Pero, mientras hablaba, rectificaba, especificaba, y a pesar de que en sus respuestas subrayaba siempre que ninguno de sus contactos era político, que todas esas vinculaciones, relaciones, eran científicas, nada más que científicas, por las expresiones y las miradas de sus interrogadores, la dominaba la certidumbre de un insuperable malentendido, de una incomunicación más profunda que si ella hablase chino y ellos español.

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