Array Array - Lituma en los Andes
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— ¿Están en ese socavón los tres cadáveres?
Dionisio no asintió ni negó. Su mano regordeta volvió a la posición anterior y el palito empezó a arañar de nuevo los pedruscos, con cierta impaciencia.
— No le aconsejaría que se meta ahí a buscarlos–dijo, de una manera que a Lituma le pareció más insidiosa que amable-. Esos socavones se sostienen de milagro. Al menor paso en falso se viene el derrumbe. Además, los túneles están llenos de gases. Sí, ahí deben estar todavía, en ese laberinto, si no se los comió el muki. ¿Sabe quién es, no? El diablito de las minas, el vengador de los cerros explotados por la codicia de los humanos. Mata sólo a los mineros. Es mejor que no le diga más, señor cabo. En el momento que usted sepa, es hombre muerto. No duraría ni una hora. Se lo iba a decir por plata, a sabiendas de que lo mandaba al matadero. La necesitamos para irnos de aquí. Usted se ha dado cuenta. Se va cerrando el cerco y en cualquier momento llegarán. Después de usted y su adjunto, los segundos en su lista somos yo y ¡ni mujer. Y, tal vez, los primeros. Ellos no sólo odian a los cachacos. También a los que chupan y cachan, a los que hacen chupar y cachar a los demás. A los que se divierten, a pesar de las desgracias. Estamos condenados a las pedradas nosotros también. Hay que irse. Pero ¿con qué? Es una suerte que no tenga con qué comprarme el secreto. ¡Salvó su vida, señor cabo
Lituma aplastó la colilla con el pie. Tal vez el cantinero tuviera razón, tal vez a su ignorancia debía el estar vivo. Trató de imaginárselos despedazados en el fondo de esos túneles húmedos y en eterna tiniebla, en esos pasadizos de tufos explosivos y venenos sulfurosos. Lo que dijo la señora Adriana pudiera ser cierto. A lo mejor los habían matado por supersticiones de la religión. Sendero no tiraba a la gente a los socavones, dejaba los cadáveres d plena luz, para que lo supiera el mundo entero. El cantinero conocía al dedillo lo ocurrido. ¿Quiénes habían hecho una cosa así? ¿Y si le ponía el Smith Wesson en la boca y lo atarantaba? «Ladra o vas a acompañarlos al fondo del socavón.» Eso hubiera hecho el teniente Silva, allá en Talara. Le vino una risita.
— Cuénteme el chiste, cabo.
— Me río porque estoy nervioso–le explicó Lituma-. Recuerde que a uno de esos tres yo lo conocí mucho. Pedrito Tinoco nos ayudó a habilitar el puesto y vivió con nosotros desde que mi adjunto se lo trajo a Naccos. Era alguien que no hacía daño a nadie.
Se puso de pie y dio unos pasos, respirando hondo. Como otras veces, sintió la presencia aplastante y opresiva de las montañas macizas, del cielo profundo de la sierra. Todo iba hacia lo alto, aquí. Con todas las células de su cuerpo añoró los desiertos, las llanuras sin término de Piura, alborotadas de algarrobos, de rebaños de cabras y de médanos blancos. ¿Qué hacías aquí, Lituma? Y una vez más, como tantas en estos meses, tuvo la certeza de que no saldría vivo de Naccos. Terminaría en el fondo de un túnel, como esos tres.
— Querer aclarar eso es una pérdida de tiempo, señor cabo–dijo el cantinero. Se habla sentado en la piedra chata que antes ocupaba Lituma-. La gente anda con la cabeza caliente por lo que pasa. Y, cuando la gente anda así, puede suceder cualquier cosa.
— Ustedes son muy crédulos, muy ingenuos–repuso Lituma-. Se tragan cualquier embuste, como eso del pishtaco o del muki, cosas que no se cree ya nadie en ningún lugar civilizado.
— En cambio, los de la costa son muy sabidos, ¿no? — dijo Dionisio.
— Es muy fácil echarle la culpa de esas desapariciones a Satanás, como hace su esposa.
— Pobre Satanás–se rió Dionisio-. Adriana sólo sigue la corriente. ¿No le han echado siempre la culpa a él de todo lo malo que pasa? De qué se asombra, entonces.
— Vaya, a usted no le parece tan malo Satanás–observó Lituma, escrutándolo.
— Si no fuera por él, los hombres no hubieran aprendido a gozar de la vida–lo desafió Dionisio con sus ojitos sardónicos-. ¿O está también en contra de que los hombres se farreen, como esos fanáticos?
— Por mí, que el mundo se la pase cachando y divirtiéndose–repuso Lituma-. Es lo que quisiera hacer yo aquí. Pero no hay con quién.
— Qué espera para tirarle un polvito a su adjunto–se rió Dionisio-. El muchacho no está mal.
— Conmigo no van las mariconerías–se enojó Lituma.
— Es una broma, señor cabo, no se enoje–dijo el cantinero, incorporándose-. Bueno, ya que no hay negocio, lo voy a dejar en la luna. Mejor para usted, se lo repito. Y peor para mí. Ya sé que estoy en sus manos. Si se le antoja contar a cualquiera esta conversación, soy cadáver.
Lo decía sin la más leve sombra de inquietud, como si no le cupiera la menor duda de qué el cabo era incapaz de delatarlo.
— En esta boca no entran moscas–dijo Liturna-. Siento que no hayamos hecho el trato. Pero no depende de m(. Por más que lleve uniforme, yo no existo.
— Puedo darle un consejo–dijo Dionisio-. Tírese una buena borrachera y olvídese de todo. Cuando los pensamientos se van, uno es feliz. Ahí me tiene en la cantina, para servirlo. Hasta lueguito, señor cabo.
Hizo un vago saludo con la mano y se alejó, no por la trocha que bajaba al campamento, sino contorneando el socavón. Lituma volvió a sentarse en la piedra y, con manos que sudaban, encendió el segundo cigarrillo de la mañana. Lo que el cantinero había dicho revoloteaba en su cabeza, como esos pájaros oscuros que hablan aparecido en dirección de los nevados. Había muchos aliados de los terroristas en el campamento, sin ninguna duda. Por eso Dionisio estaba asustado y quería irse, aunque fuera delatando por plata a algunos de sus clientes. ¿Se habrían resistido esos tres a cooperar con algo, con alguien, y por eso los aventaron allí abajo? Si cualquiera de estas noches los terrucos prendían fuego al puesto y los achicharraban a él y su adjunto, la superioridad mandaría el pésame a los familiares y los citarían en la orden del día. Triste consuelo.
Daba chupada tras chupada al cigarrillo y su humor cambiaba de la cólera a la desmoralización y a la tristeza. No, no podía haber sido Sendero. Más bien alguna brujería o estupidez de los serruchos. Se levantó y dio unos pasos hacia el boquerón medio obstruido por las piedras. ¿Estarían allí? ¿O seria el cuentanazo de un chupaco que quería ganarse unos soles de cualquier modo, para escapar de Naccos? Él y Tomasito tendrían que meter por ahí la nariz a ver qué se encontraban.
Arrojó el pucho y comenzó la bajada. Carreño ya estaría preparando el desayuno. También Tomasito tenía su misterio. Eso de ponerse a llorar en las noches, de repente. ¿Seria sólo por la piurana? Chistoso, después de todo. El mundo viniéndose abajo, ajusticiamientos, desapariciones, diablos, mukis, pishtacos. Y el guardia civil Tomás Carreño llorando porque lo dejó una hembrita. Bueno, fue la primera que se tiró, la que lo desvirgó. Y, por lo visto, la única que se había comido este inocentón.
Aquella madrugada, como otros días de viaje o de excursión, la señora d’Harcourt se levantó todavía oscuro, segundos antes de que repicara el despertador. Y con el mismo cosquilleo novelero con el que, a pesar de venir haciéndolo ya cerca de treinta años, salía cada vez al campo, ya fiera por trabajo o por placer (ambas cosas eran indiferenciables para ella). Se vistió de prisa, y, en puntas de pie para no despertar a su marido, bajó a la cocina a prepararse un café. La víspera había dejado el maletín de viaje listo, junto a la puerta de la calle. Cuando estaba enjuagando la taza, Marcelo se apareció en la puerta de la cocina, en bata y descalzo, con los cabellos revueltos, bostezando.
— Por más que trato de evitarlo, siempre hago ruido–se disculpó ella-. ¿O el subconsciente me traiciona y quiero despertarte?
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